/ miércoles 14 de febrero de 2024

Autorretratos / Certamen de terminologías

El expatriado de la calle Colón, acaso como cualquier otro migrante en cualquier otro país de lenguas ajenas, se convierte muy pronto en un singular coleccionista de palabras. Al habitar en una ciudad bilingüe como la isla de Montreal (donde, según se dice, se hablan otros ciento cincuenta idiomas), muy pronto enlazará su experiencia del lenguaje a las otras veintitantas nacionalidades que coexisten en el diccionario hispánico.

Como en un caleidoscopio de modismos, o como en un carnaval de giros dialectales, poco a poco adquirirá nuevas habilidades en el manejo de la lengua española, y, como era de esperarse, al paso de los inviernos se presentirá también más propietario y menos inquilino de sus propias pronunciaciones...

Dice Antonio Alatorre, en “Los 1,001 años de la lengua española” (mi edición es del FCE, la de 1989), que en nuestro más interno coleto todos somos lingüistas en potencia. Nos apasiona el pasado de nuestros fraseos, ¿no es cierto?, e incluso tendríamos que atrevernos a ensanchar aquel proverbio con que nuestras bisabuelas señalaban que de “poeta, doctor y loco todos tenemos un poco”, pues también de etimólogos diletantes está llena la viña del Señor (y está muy bien que así sea, creo yo).

De hecho, al naturalizarnos en nuestra condición de transterrados en América del Norte, sin saber cómo ni cuándo un buen día nos hemos de desayunar con la noticia de que resolvemos como nadie el laberinto de cualquier expresión española, venga de donde venga, de Castellón de la Plana, Antofagasta, San Salvador, Malabo o Camagüey. Nos alegra poder explicar, gracias a los amigos musulmanes que se nos atraviesan en las rutinas, que la palabra “ojalá” tiene raíces en el árabe del “incha’Allah”: que Dios lo quiera, o, en un ejemplo mucho más cercano, que el término “arrebolar”, aprendido entre los dominicanos o los cartageneros arraigados en el Polo Norte, está emparentado con “ruborizar”, verbo que anuncia el rojo de las nubes al paso de los atardeceres caribeños.

Y así vamos por el destierro, erigiéndonos en insólitos historiadores de nuestros propios vocablos. Al hacerlo, declaramos amor por muchos de ellos, pues, estamos seguros, nadie descifra los ecos de sus voces más odiosas con la misma pasión que aplica para desentrañar los diccionarios etimológicos de sus felicidades (al menos nadie debería hacerlo). En un ejemplo que nunca se me irá de la memoria, a los migrantes de la playa de Miramar nos asombra escuchar la familiaridad del término “serendipia” que, a pesar de contar con numerosos hablantes en otros léxicos hispánicos, en el río Pánuco suena más a cultismo que a todo lo contrario. Sí, el desarraigo lingüístico aporta muchos momentos así, de una bellísima revelación verbal: debido a su vigencia en otros rincones del español, el día en que la dichosa palabra llegó por primera vez a mis oídos lo recuerdo como una fecha salida de aquel cuento de hadas, “Los tres príncipes de Serendip”. Se trataba de una fábula persa, me explicó en aquella ocasión un amigo paraguayo, y “serendipia” remite hoy a todo conocimiento que se produce en forma casual, es el azar provechoso que nos condujo a la penicilina, el impúdico accidente de Arquímedes en su bañera, y, para los ciudadanos expulsados de la Plaza de Armas, ¡“serendipia” también es una “serendipia”!...

Como puede verse, los términos castellanos que vienen a nuestros labios para rescatarnos en este mar de callejones políglotas son numerosos. Lo que es más, después de salir a flote de tanta extrañeza idiomática que nos inunda, no sólo adquirimos una conciencia brutal sobre las posibilidades de las frases españolas llegadas de otros rumbos, sino que también desplegamos un orgullo renovado por las palabras de nuestra propia intimidad. Permítaseme elaborar: al cruzarme con los nativos del río de la Plata en la ciudad boreal, los presiento cada vez más convencidos de su propia argentinidad, y lo mismo sucede con los colombianos, y ni qué decir de los nicas o de los andaluces. Para cada una de ellas y de ellos, supongo, mi acento de parque Méndez representa una oportunidad de afirmación identitaria (dice la Academia de la Lengua que esta última palabra no existe…, y qué más da): a saber, una especie de paréntesis donde todos proyectamos la vigencia de la lengua aprendida en nuestras infancias, muy a pesar de las distancias.

Con la convicción antes reseñada del buen coleccionista, cada conversación detona entonces un juguetón certamen de terminologías. Porque “euforia”, al decir de un antiguo profesor mío de Almería, es uno de los sinónimos más ocultos para enamorarse en nuestra lengua, con sus cinco vocales suspirando abrumadoras en tan poquitas sílabas. Sin embargo, nada triunfará jamás sobre el mexicanismo “apapachar”, le respondí mil veces, regalo del náhuatl a las caricias y ternuras más sinceras de cualquier hispanohablante. Por su parte, las y los chilenos de mi buena memoria me han enseñado que “pololear” es andar de amores, y Manolo, el ecuatoriano, con su acento de don Juan en retiro, gusta de repetir que “muchar” (del quechua “muchana”, besar a alguien, y no, Manolo tampoco necesitó nunca un Diccionario de Americanismos para galantear) era la palabra más romántica de su vocabulario emocional. Y en un último desplante de tampiqueño que aún busca ser eterno en estos andurriales del hielo, en su momento yo a todos les he protestado que sólo una mirada “pizpireta” es capaz de encender las plazas de cualquier domingo, del río Bravo a la Tierra del Fuego.

Y, ya casi para concluir, viene a colación aquel poema de la uruguaya Ida Vitale (viva y escribiendo a sus más de cien años de edad). “Expectantes palabras, fabulosas en sí, promesas de sentidos posibles […], un breve error las vuelve ornamentales, su indescriptible exactitud nos borra”, o, si se me autoriza el parafraseo, un breve destierro las vuelve más sinceras, sin duda más humanas, y, con la misma intensidad, mucho más elocuentes en la pronunciación del regreso a nuestras voces heredadas.

El expatriado de la calle Colón, acaso como cualquier otro migrante en cualquier otro país de lenguas ajenas, se convierte muy pronto en un singular coleccionista de palabras. Al habitar en una ciudad bilingüe como la isla de Montreal (donde, según se dice, se hablan otros ciento cincuenta idiomas), muy pronto enlazará su experiencia del lenguaje a las otras veintitantas nacionalidades que coexisten en el diccionario hispánico.

Como en un caleidoscopio de modismos, o como en un carnaval de giros dialectales, poco a poco adquirirá nuevas habilidades en el manejo de la lengua española, y, como era de esperarse, al paso de los inviernos se presentirá también más propietario y menos inquilino de sus propias pronunciaciones...

Dice Antonio Alatorre, en “Los 1,001 años de la lengua española” (mi edición es del FCE, la de 1989), que en nuestro más interno coleto todos somos lingüistas en potencia. Nos apasiona el pasado de nuestros fraseos, ¿no es cierto?, e incluso tendríamos que atrevernos a ensanchar aquel proverbio con que nuestras bisabuelas señalaban que de “poeta, doctor y loco todos tenemos un poco”, pues también de etimólogos diletantes está llena la viña del Señor (y está muy bien que así sea, creo yo).

De hecho, al naturalizarnos en nuestra condición de transterrados en América del Norte, sin saber cómo ni cuándo un buen día nos hemos de desayunar con la noticia de que resolvemos como nadie el laberinto de cualquier expresión española, venga de donde venga, de Castellón de la Plana, Antofagasta, San Salvador, Malabo o Camagüey. Nos alegra poder explicar, gracias a los amigos musulmanes que se nos atraviesan en las rutinas, que la palabra “ojalá” tiene raíces en el árabe del “incha’Allah”: que Dios lo quiera, o, en un ejemplo mucho más cercano, que el término “arrebolar”, aprendido entre los dominicanos o los cartageneros arraigados en el Polo Norte, está emparentado con “ruborizar”, verbo que anuncia el rojo de las nubes al paso de los atardeceres caribeños.

Y así vamos por el destierro, erigiéndonos en insólitos historiadores de nuestros propios vocablos. Al hacerlo, declaramos amor por muchos de ellos, pues, estamos seguros, nadie descifra los ecos de sus voces más odiosas con la misma pasión que aplica para desentrañar los diccionarios etimológicos de sus felicidades (al menos nadie debería hacerlo). En un ejemplo que nunca se me irá de la memoria, a los migrantes de la playa de Miramar nos asombra escuchar la familiaridad del término “serendipia” que, a pesar de contar con numerosos hablantes en otros léxicos hispánicos, en el río Pánuco suena más a cultismo que a todo lo contrario. Sí, el desarraigo lingüístico aporta muchos momentos así, de una bellísima revelación verbal: debido a su vigencia en otros rincones del español, el día en que la dichosa palabra llegó por primera vez a mis oídos lo recuerdo como una fecha salida de aquel cuento de hadas, “Los tres príncipes de Serendip”. Se trataba de una fábula persa, me explicó en aquella ocasión un amigo paraguayo, y “serendipia” remite hoy a todo conocimiento que se produce en forma casual, es el azar provechoso que nos condujo a la penicilina, el impúdico accidente de Arquímedes en su bañera, y, para los ciudadanos expulsados de la Plaza de Armas, ¡“serendipia” también es una “serendipia”!...

Como puede verse, los términos castellanos que vienen a nuestros labios para rescatarnos en este mar de callejones políglotas son numerosos. Lo que es más, después de salir a flote de tanta extrañeza idiomática que nos inunda, no sólo adquirimos una conciencia brutal sobre las posibilidades de las frases españolas llegadas de otros rumbos, sino que también desplegamos un orgullo renovado por las palabras de nuestra propia intimidad. Permítaseme elaborar: al cruzarme con los nativos del río de la Plata en la ciudad boreal, los presiento cada vez más convencidos de su propia argentinidad, y lo mismo sucede con los colombianos, y ni qué decir de los nicas o de los andaluces. Para cada una de ellas y de ellos, supongo, mi acento de parque Méndez representa una oportunidad de afirmación identitaria (dice la Academia de la Lengua que esta última palabra no existe…, y qué más da): a saber, una especie de paréntesis donde todos proyectamos la vigencia de la lengua aprendida en nuestras infancias, muy a pesar de las distancias.

Con la convicción antes reseñada del buen coleccionista, cada conversación detona entonces un juguetón certamen de terminologías. Porque “euforia”, al decir de un antiguo profesor mío de Almería, es uno de los sinónimos más ocultos para enamorarse en nuestra lengua, con sus cinco vocales suspirando abrumadoras en tan poquitas sílabas. Sin embargo, nada triunfará jamás sobre el mexicanismo “apapachar”, le respondí mil veces, regalo del náhuatl a las caricias y ternuras más sinceras de cualquier hispanohablante. Por su parte, las y los chilenos de mi buena memoria me han enseñado que “pololear” es andar de amores, y Manolo, el ecuatoriano, con su acento de don Juan en retiro, gusta de repetir que “muchar” (del quechua “muchana”, besar a alguien, y no, Manolo tampoco necesitó nunca un Diccionario de Americanismos para galantear) era la palabra más romántica de su vocabulario emocional. Y en un último desplante de tampiqueño que aún busca ser eterno en estos andurriales del hielo, en su momento yo a todos les he protestado que sólo una mirada “pizpireta” es capaz de encender las plazas de cualquier domingo, del río Bravo a la Tierra del Fuego.

Y, ya casi para concluir, viene a colación aquel poema de la uruguaya Ida Vitale (viva y escribiendo a sus más de cien años de edad). “Expectantes palabras, fabulosas en sí, promesas de sentidos posibles […], un breve error las vuelve ornamentales, su indescriptible exactitud nos borra”, o, si se me autoriza el parafraseo, un breve destierro las vuelve más sinceras, sin duda más humanas, y, con la misma intensidad, mucho más elocuentes en la pronunciación del regreso a nuestras voces heredadas.