/ miércoles 7 de febrero de 2024

Autorretratos de hielo | Benedicta, enfermera sin límites

Lo último que trajo enero, entre los accidentes migratorios del invierno boreal, fue la enfermera Benedicta. En una jornada de hospitales, primero hubo que llegar a la cita entre calles escarchadas, poner atención a las costras del hielo sobre las aceras, proyectarse entre los guantes y bufandas del autobús rumbo a la clínica.

Para los migrantes de larga data, febrero ya no se parece a la memoria de los fríos más inclementes del Polo Norte, cuando rondábamos los treinta grados bajo cero y nadie lo podía creer: cómo seguir negándolo, el clima cambia de piel en todos lados, y aún es tiempo de corregir las meteorologías trastocadas por nuestros egoísmos (cosas así pensé al entrar en el vestíbulo del hospital, apenas a siete grados bajo cero)…

Las puertas giratorias de cualquier edificio siempre me han parecido una invitación a los infinitos, no sé por qué... Y allí estaba el señor de las informaciones amables, mapa viviente de los laberintos del nosocomio, buenos días, alma jubilada que decidió darle un sentido nuevo a su retiro profesional, y subí al séptimo piso mirando a otros como él, por todos lados, en casi todos los pasillos. En el laboratorio reconocí pronto a las dos enfermeras de costumbre, buenos días otra vez, rostros amables, uniformes multicolores, recibiendo a la gente de las ocho de la mañana: una, sin duda también voluntaria, ¿70 años de edad?, sonreía sin límites, y yo hace tiempo que quiero escribir algo provechoso sobre la cultura del trabajo solidario en la isla de Montreal. La otra, descifrando la Plaza de Armas en mis acentos, acaso perdida en su pantalla posmoderna, verificó la credencial del Ministerio de Salud, porque acá los servicios médicos son universales, y está muy bien que así sea, creo yo.

Entonces decidí hablar de los dos temas al mismo tiempo. Sí, mejor enlazar la historia de Benedicta con todas las ocasiones en que he cotejado una felicidad distinta entre los voluntarios del Hospital Judío. En la ciudad cosmopolita son ellos los que sostienen a muchos centros comunitarios, casas especializadas en infancias multiculturales, albergues para mujeres maltratadas, residencias de protección al migrante, asilos donde su presencia desinteresada renueva el significado de las fraternidades invaluables (nunca mejor dicho al hablar de los voluntariados)… Sin embargo, el tren de mis ideas volvió a descarrilar cuando me asignaron el cubículo de Benedicta, que estuviese atento a su llamada, ¿y de dónde venía el nombre de aquella enfermera de cuerpo robusto y mirada tan definitiva? Al sentarme del otro lado de su mesa, un cuarto de hora bastó para resumir sus 27 años de edad: entre algodones y jeringas supe que había nacido en Indonesia el mismo día que yo, casi tres décadas más tarde, vaya coincidencia, y los hijos de enero somos rebuenas gentes, ¿no es cierto?, y porque ya éramos mellizos de cumpleaños, de repente me hablaba un inglés desenfadado, o de golpe y porrazo cambiaba a su francés más juvenil, y vino al mundo en Yakarta, capital de aquel archipiélago de 17,000 islas, y no lo puedo creer, ¡17,000 islas!... Perteneciente a la minoría cristiana de Indonesia, de allí le venía el nombre de Benedicta, aunque sus amigos y colegas la llaman Benny.

Y mientras su padre estudiaba la posibilidad de migrar en busca de una espiritualidad menos arriesgada, el tema de los voluntariados resulta inagotable, porque una o dos horas semanales de trabajo comunitario marca grandes diferencias en la ciudad nórdica. Entre la población joven, y también entre los jubilados, esa disposición a realizar tareas sin retribución económica mantiene vigentes los sueños sociales (mientras lo escribo recuerdo a Sabato en “La resistencia”: palabras más palabras menos, el autor argentino sostenía que poseemos una libertad mucho mayor de la que estamos dispuestos a utilizar en nuestra vida diaria), y Benny tenía cuatro años cuando se instaló con su familia en Alemania. Por desgracia, pocas son las calles que recuerda de su infancia de países quebrados, aunque la bahía de Yakarta no se le ha ido nunca de la nostalgia; es comprensible, me sucede lo mismo con el Golfo de México, le dije, porque de todas las añoranzas que nos habitan, el olor del mar es una identidad imborrable, y Benny pasó cerca de tres años ente las frases y los jardines de Múnich antes de tomar el camino de Latinoamérica.

En las reuniones familiares, sus primas suelen hacerle un poco de burla. Dicen que Benny habla el indonesio con acento de turista, y, otra vez, es natural, le digo, a mis hijas les sucede lo mismo con las expresiones que procuro heredarles para que la calle Colón no desaparezca del todo de sus semblantes. “Bahasa”, o algo así, tal es el nombre oficial del indonesio, una de sus cinco lenguas maternas, increíble, porque después de Múnich viajaron a Río de Janeiro, y del portugués aún evoca sus juegos incompletos, sus travesuras de idiomas cruzados, y desde Brasil la familia solicitó refugio en Canadá. Eran expatriados, pertenecían a minorías religiosas, por desgracia cumplían los mil requisitos del judío errante, y a la isla de Montreal llegaron cuando Benny tenía 9 años, y ella nunca ha querido volver a Indonesia, no sé por qué.

Estudió en la Escuela de Enfermería de la Universidad de Montreal… Después, en mi brazo izquierdo fue la jeringa dos veces, y del otro lado de sus lenguas aprendidas sin esfuerzo (indonesio, alemán, portugués, inglés y francés, quién fuera Benny), entendí que de los trabajos remunerados a los actos solidarios hay tantas cosas por filosofar. Los sueldos que recibimos apenas y reflejan un contrato hecho de tiempo; las solidaridades, en cambio, representan un regreso a las utopías del uno para todos y del todos para uno, ¿cómo decirlo?, nos confirman que en cada individuo se salva la humanidad entera, o, por triste contradicción, que en cada “nosotros sin nosotros” esa misma humanidad puede estar perdiéndose sin remedio. En fin…

Lo último que trajo enero, entre los accidentes migratorios del invierno boreal, fue la enfermera Benedicta. En una jornada de hospitales, primero hubo que llegar a la cita entre calles escarchadas, poner atención a las costras del hielo sobre las aceras, proyectarse entre los guantes y bufandas del autobús rumbo a la clínica.

Para los migrantes de larga data, febrero ya no se parece a la memoria de los fríos más inclementes del Polo Norte, cuando rondábamos los treinta grados bajo cero y nadie lo podía creer: cómo seguir negándolo, el clima cambia de piel en todos lados, y aún es tiempo de corregir las meteorologías trastocadas por nuestros egoísmos (cosas así pensé al entrar en el vestíbulo del hospital, apenas a siete grados bajo cero)…

Las puertas giratorias de cualquier edificio siempre me han parecido una invitación a los infinitos, no sé por qué... Y allí estaba el señor de las informaciones amables, mapa viviente de los laberintos del nosocomio, buenos días, alma jubilada que decidió darle un sentido nuevo a su retiro profesional, y subí al séptimo piso mirando a otros como él, por todos lados, en casi todos los pasillos. En el laboratorio reconocí pronto a las dos enfermeras de costumbre, buenos días otra vez, rostros amables, uniformes multicolores, recibiendo a la gente de las ocho de la mañana: una, sin duda también voluntaria, ¿70 años de edad?, sonreía sin límites, y yo hace tiempo que quiero escribir algo provechoso sobre la cultura del trabajo solidario en la isla de Montreal. La otra, descifrando la Plaza de Armas en mis acentos, acaso perdida en su pantalla posmoderna, verificó la credencial del Ministerio de Salud, porque acá los servicios médicos son universales, y está muy bien que así sea, creo yo.

Entonces decidí hablar de los dos temas al mismo tiempo. Sí, mejor enlazar la historia de Benedicta con todas las ocasiones en que he cotejado una felicidad distinta entre los voluntarios del Hospital Judío. En la ciudad cosmopolita son ellos los que sostienen a muchos centros comunitarios, casas especializadas en infancias multiculturales, albergues para mujeres maltratadas, residencias de protección al migrante, asilos donde su presencia desinteresada renueva el significado de las fraternidades invaluables (nunca mejor dicho al hablar de los voluntariados)… Sin embargo, el tren de mis ideas volvió a descarrilar cuando me asignaron el cubículo de Benedicta, que estuviese atento a su llamada, ¿y de dónde venía el nombre de aquella enfermera de cuerpo robusto y mirada tan definitiva? Al sentarme del otro lado de su mesa, un cuarto de hora bastó para resumir sus 27 años de edad: entre algodones y jeringas supe que había nacido en Indonesia el mismo día que yo, casi tres décadas más tarde, vaya coincidencia, y los hijos de enero somos rebuenas gentes, ¿no es cierto?, y porque ya éramos mellizos de cumpleaños, de repente me hablaba un inglés desenfadado, o de golpe y porrazo cambiaba a su francés más juvenil, y vino al mundo en Yakarta, capital de aquel archipiélago de 17,000 islas, y no lo puedo creer, ¡17,000 islas!... Perteneciente a la minoría cristiana de Indonesia, de allí le venía el nombre de Benedicta, aunque sus amigos y colegas la llaman Benny.

Y mientras su padre estudiaba la posibilidad de migrar en busca de una espiritualidad menos arriesgada, el tema de los voluntariados resulta inagotable, porque una o dos horas semanales de trabajo comunitario marca grandes diferencias en la ciudad nórdica. Entre la población joven, y también entre los jubilados, esa disposición a realizar tareas sin retribución económica mantiene vigentes los sueños sociales (mientras lo escribo recuerdo a Sabato en “La resistencia”: palabras más palabras menos, el autor argentino sostenía que poseemos una libertad mucho mayor de la que estamos dispuestos a utilizar en nuestra vida diaria), y Benny tenía cuatro años cuando se instaló con su familia en Alemania. Por desgracia, pocas son las calles que recuerda de su infancia de países quebrados, aunque la bahía de Yakarta no se le ha ido nunca de la nostalgia; es comprensible, me sucede lo mismo con el Golfo de México, le dije, porque de todas las añoranzas que nos habitan, el olor del mar es una identidad imborrable, y Benny pasó cerca de tres años ente las frases y los jardines de Múnich antes de tomar el camino de Latinoamérica.

En las reuniones familiares, sus primas suelen hacerle un poco de burla. Dicen que Benny habla el indonesio con acento de turista, y, otra vez, es natural, le digo, a mis hijas les sucede lo mismo con las expresiones que procuro heredarles para que la calle Colón no desaparezca del todo de sus semblantes. “Bahasa”, o algo así, tal es el nombre oficial del indonesio, una de sus cinco lenguas maternas, increíble, porque después de Múnich viajaron a Río de Janeiro, y del portugués aún evoca sus juegos incompletos, sus travesuras de idiomas cruzados, y desde Brasil la familia solicitó refugio en Canadá. Eran expatriados, pertenecían a minorías religiosas, por desgracia cumplían los mil requisitos del judío errante, y a la isla de Montreal llegaron cuando Benny tenía 9 años, y ella nunca ha querido volver a Indonesia, no sé por qué.

Estudió en la Escuela de Enfermería de la Universidad de Montreal… Después, en mi brazo izquierdo fue la jeringa dos veces, y del otro lado de sus lenguas aprendidas sin esfuerzo (indonesio, alemán, portugués, inglés y francés, quién fuera Benny), entendí que de los trabajos remunerados a los actos solidarios hay tantas cosas por filosofar. Los sueldos que recibimos apenas y reflejan un contrato hecho de tiempo; las solidaridades, en cambio, representan un regreso a las utopías del uno para todos y del todos para uno, ¿cómo decirlo?, nos confirman que en cada individuo se salva la humanidad entera, o, por triste contradicción, que en cada “nosotros sin nosotros” esa misma humanidad puede estar perdiéndose sin remedio. En fin…