/ miércoles 15 de mayo de 2024

Autorretratos de hielo / Caligrafías para recordar

De aquel señor taiwanés, que quería aprender español, recuerdo su caligrafía. La elegancia de los trazos, la finura de sus virgulillas, ese cuidado suyo en cada renglón (como de cirujano de las letras, como de relojero ortográfico) acompañan la memoria de mi llegada a la isla de Montreal, allá por los años noventa, cuando recién aterrizaba en estos “Autorretratos de hielo” y había que ganarse el pan como fuese, a veces lavando platos en cafeterías atestadas de burócratas, o aprendiendo el arte de limpiar pisos en los edificios públicos. Esto, sin duda, nunca lo diré lo suficiente: el verdadero migrante es un alma dispuesta a todos los trabajos imaginables, aunque mejor entrar en materia de una buena vez…

Su exquisitez caligráfica me informaba que la gente nacida en los alfabetos de Oriente posee un arte innato para la belleza escritural. Tenía 72 años de edad y me recibía en la sencillez de su domicilio, allá por el barrio chino donde hasta hoy es posible mirar a los ejercitantes del “falung gong” en la brevedad de los veranos boreales (buen tema para una columna venidera), y porque míster Xian comenzaba a perder sus capacidades retentivas, su médico le había ordenado aprender un nuevo idioma. A veces era imposible ocultar mi novatez como instructor de lengua, sobre todo en los últimos meses de aquel invierno iniciático, cuando sentía que los zapatos ya no daban para más en las calles escarchadas de aquellas tardes, muerto de frío bajando por las aceras del Chinatown, y era eso, me lo dijo sin rodeos y con acentos de viejo amable: los vocabularios de la calle Colón podrían ayudarle a recobrar la lucidez de sus propios recuerdos. Sin pretenderlo, aquella terapia lingüística en la que por accidente participaba me hizo descubrir la soterrada relación entre memoria y caligrafía, o entre pensamiento y escritura, o, si se prefiere, entre buen juicio y buena letra.

Al abordar el metro del regreso a casa me ponía filosófico pensando en esas libretas de palabras impecables. Presentía que cualquier gramática representaba el germen de una juventud inesperada, pues el aprendizaje de nuevas reglas de acentuación o el estudio de otras convenciones verbales podrían eternizar nuestra frescura intelectual. Me pagaba cuarenta dólares por dos horas completitas, y, estoy seguro, no sólo veía en mí a un recién llegado a las borrascas del Polo Norte, sino que, por insólita añadidura, acaso también me estaba previniendo del infortunio de sus amnesias: por eso, sólo por eso tenía que enseñarle bien los fundamentos de la gramática española, para que en su momento míster Xian pudiese recordarme como es debido. Gracias a su forma de invertir el alma en cada línea, recuerdo que por aquellos días pude aplicar (sin duda por primera vez en mi vida) la palabra “pendolario”, sinónimo de calígrafo, a saber, persona de muy buena letra. Por cierto, su esposa, también bajita y también canosa, no hablaba francés, tampoco inglés, y hacia el final de cada sesión solía ofrecernos una infusión sin azúcar en unas tacitas de porcelana con estilizados dibujos de árboles parecidos a los palos de rosa.

Con su español incipiente, escribía como si estuviese restaurando algún cuadro dañado por el tiempo. Y no, ya no me cabía ninguna duda, míster Xian era todo un pendolario, y aunque para entonces yo no había leído a Jean Cocteau, aquella frase suya que reza “escribir es un acto de amor: si no lo es, es sólo escritura” me hubiese sido bastante útil para filosofar su caligrafía (aunque fuerzo la interpretación de la cita, nada me impide ser literal donde Cocteau quiso ser metafórico, creo yo). Camino a casa me gustaba muchísimo presentir, entre las costras de hielo de las aceras, que nos hemos inventado los silabarios y los catones para recordar lo que amamos tanto como para protegernos de las cosas que duelen. Sin romanticismos de utilería ni frases acartonadas, y un poco inspirados en las ideas de Umberto Eco en “La memoria vegetal”, digámoslo así: aprendimos a escribir para heredar felicidades, sí, que nadie lo dude, y acudimos a la tinta y el papel para prevenirnos de los peligros del mundo.

En efecto, cualquier grafema de cualquier palabra, y también cualquier sintaxis, connota nuestros instintos de protección lo mismo que nuestros afanes de armonía. Permítaseme, por ello, reiterar lo inevitable que me resultaba pensar en todas estas cosas gracias a los trazos de aquel hombre mayor. Ah, sí, y la lengua inglesa era la puerta idiomática que se abría para dejar entrar el español en los ojos rasgados de míster Xian que, recuérdese mientras lo escribo, había nacido en Taiwán y quería volver a sus memorias de juventud aprendiendo el español. De mi diccionario mental a menudo extraje, para ofrecérselas como regalo en las tardes de mi primer invierno canadiense, las influencias del chino en los léxicos del río Pánuco, vocablos para nosotros tan familiares como la salsa “kétchup” y los zapatos de “charol” y el “té” de yerbabuena y algún otro que ahora mismo se me va del cacumen.

Tratando de florecer un poco más en el recuerdo de los minuciosos caracteres de míster Xian, casi un artesano de la pluma, debo repetir que de todo esto hace casi tres décadas. Y porque su cuadernillo me sugirió entonces que la forma más eficaz de devolverle al mundo su extraviada humanidad sería, quizás, emprendiendo el regreso a nuestra condición de calígrafos o de pendolarios, hoy puedo criticar con una convicción distinta los excesos de una edad que, como la digital, ha llevado la rigidez de los teclados a todos los ámbitos de nuestra sensibilidad (¡incluso a las cartas de amor!). En la ilusión de derrotar lo mecanuscrito mediante el rescate de nuestra olvidada identidad manuscrita, acaso así aprenderíamos otra vez a ser indulgentes con los borrones y los gazapos ajenos, pues, dígase lo que se quiera, el ejercicio de la tolerancia hacia las tachaduras que nos rodean empieza siempre por la benevolencia con nuestros propios garabatos, ¿no es cierto?...

De aquel señor taiwanés, que quería aprender español, recuerdo su caligrafía. La elegancia de los trazos, la finura de sus virgulillas, ese cuidado suyo en cada renglón (como de cirujano de las letras, como de relojero ortográfico) acompañan la memoria de mi llegada a la isla de Montreal, allá por los años noventa, cuando recién aterrizaba en estos “Autorretratos de hielo” y había que ganarse el pan como fuese, a veces lavando platos en cafeterías atestadas de burócratas, o aprendiendo el arte de limpiar pisos en los edificios públicos. Esto, sin duda, nunca lo diré lo suficiente: el verdadero migrante es un alma dispuesta a todos los trabajos imaginables, aunque mejor entrar en materia de una buena vez…

Su exquisitez caligráfica me informaba que la gente nacida en los alfabetos de Oriente posee un arte innato para la belleza escritural. Tenía 72 años de edad y me recibía en la sencillez de su domicilio, allá por el barrio chino donde hasta hoy es posible mirar a los ejercitantes del “falung gong” en la brevedad de los veranos boreales (buen tema para una columna venidera), y porque míster Xian comenzaba a perder sus capacidades retentivas, su médico le había ordenado aprender un nuevo idioma. A veces era imposible ocultar mi novatez como instructor de lengua, sobre todo en los últimos meses de aquel invierno iniciático, cuando sentía que los zapatos ya no daban para más en las calles escarchadas de aquellas tardes, muerto de frío bajando por las aceras del Chinatown, y era eso, me lo dijo sin rodeos y con acentos de viejo amable: los vocabularios de la calle Colón podrían ayudarle a recobrar la lucidez de sus propios recuerdos. Sin pretenderlo, aquella terapia lingüística en la que por accidente participaba me hizo descubrir la soterrada relación entre memoria y caligrafía, o entre pensamiento y escritura, o, si se prefiere, entre buen juicio y buena letra.

Al abordar el metro del regreso a casa me ponía filosófico pensando en esas libretas de palabras impecables. Presentía que cualquier gramática representaba el germen de una juventud inesperada, pues el aprendizaje de nuevas reglas de acentuación o el estudio de otras convenciones verbales podrían eternizar nuestra frescura intelectual. Me pagaba cuarenta dólares por dos horas completitas, y, estoy seguro, no sólo veía en mí a un recién llegado a las borrascas del Polo Norte, sino que, por insólita añadidura, acaso también me estaba previniendo del infortunio de sus amnesias: por eso, sólo por eso tenía que enseñarle bien los fundamentos de la gramática española, para que en su momento míster Xian pudiese recordarme como es debido. Gracias a su forma de invertir el alma en cada línea, recuerdo que por aquellos días pude aplicar (sin duda por primera vez en mi vida) la palabra “pendolario”, sinónimo de calígrafo, a saber, persona de muy buena letra. Por cierto, su esposa, también bajita y también canosa, no hablaba francés, tampoco inglés, y hacia el final de cada sesión solía ofrecernos una infusión sin azúcar en unas tacitas de porcelana con estilizados dibujos de árboles parecidos a los palos de rosa.

Con su español incipiente, escribía como si estuviese restaurando algún cuadro dañado por el tiempo. Y no, ya no me cabía ninguna duda, míster Xian era todo un pendolario, y aunque para entonces yo no había leído a Jean Cocteau, aquella frase suya que reza “escribir es un acto de amor: si no lo es, es sólo escritura” me hubiese sido bastante útil para filosofar su caligrafía (aunque fuerzo la interpretación de la cita, nada me impide ser literal donde Cocteau quiso ser metafórico, creo yo). Camino a casa me gustaba muchísimo presentir, entre las costras de hielo de las aceras, que nos hemos inventado los silabarios y los catones para recordar lo que amamos tanto como para protegernos de las cosas que duelen. Sin romanticismos de utilería ni frases acartonadas, y un poco inspirados en las ideas de Umberto Eco en “La memoria vegetal”, digámoslo así: aprendimos a escribir para heredar felicidades, sí, que nadie lo dude, y acudimos a la tinta y el papel para prevenirnos de los peligros del mundo.

En efecto, cualquier grafema de cualquier palabra, y también cualquier sintaxis, connota nuestros instintos de protección lo mismo que nuestros afanes de armonía. Permítaseme, por ello, reiterar lo inevitable que me resultaba pensar en todas estas cosas gracias a los trazos de aquel hombre mayor. Ah, sí, y la lengua inglesa era la puerta idiomática que se abría para dejar entrar el español en los ojos rasgados de míster Xian que, recuérdese mientras lo escribo, había nacido en Taiwán y quería volver a sus memorias de juventud aprendiendo el español. De mi diccionario mental a menudo extraje, para ofrecérselas como regalo en las tardes de mi primer invierno canadiense, las influencias del chino en los léxicos del río Pánuco, vocablos para nosotros tan familiares como la salsa “kétchup” y los zapatos de “charol” y el “té” de yerbabuena y algún otro que ahora mismo se me va del cacumen.

Tratando de florecer un poco más en el recuerdo de los minuciosos caracteres de míster Xian, casi un artesano de la pluma, debo repetir que de todo esto hace casi tres décadas. Y porque su cuadernillo me sugirió entonces que la forma más eficaz de devolverle al mundo su extraviada humanidad sería, quizás, emprendiendo el regreso a nuestra condición de calígrafos o de pendolarios, hoy puedo criticar con una convicción distinta los excesos de una edad que, como la digital, ha llevado la rigidez de los teclados a todos los ámbitos de nuestra sensibilidad (¡incluso a las cartas de amor!). En la ilusión de derrotar lo mecanuscrito mediante el rescate de nuestra olvidada identidad manuscrita, acaso así aprenderíamos otra vez a ser indulgentes con los borrones y los gazapos ajenos, pues, dígase lo que se quiera, el ejercicio de la tolerancia hacia las tachaduras que nos rodean empieza siempre por la benevolencia con nuestros propios garabatos, ¿no es cierto?...