/ miércoles 6 de diciembre de 2023

Autorretratos de hielo | Carretera de identidades

El autobús salía de Ottawa, y en el pasillo oí un acento que me reflejaba… Al alejarnos de la caja de resonancias de la lengua española, tal y como la conjugamos entre los luminosos verbos de la playa de Miramar, el migrante tampiqueño asiste al asombro de presentirse extranjero de sus propias frases: entonces, como por arte de magia, reconocemos la mexicanidad de las palabras que nos habitan, y eran dos muchachas en plan carretera de aventuras, ¿cómo decirlo?, dos amigas haciendo turismo en edad universitaria, almas de ojos negros paseando su juventud por estos andurriales del hielo, y nos hemos saludado con gestos de buenos modales, buenos días, y el autobús salió en punto de las once de la mañana. En el asiento delantero había una charla francesa, interesantísima, aunque resultaba imposible descifrar el rostro de aquellas voces hablando sobre un proyecto de ley que, de promulgarse, impedirá al solicitante de refugio en Canadá regresar a su país de origen.

Otorgado el asilo, el perseguido de conciencia no podrá volver al lugar de su nacimiento. De hacerlo, estaría poniendo en entredicho su condición de tránsfuga, y enseguida lo he preguntado, ¿mexicanas, verdad?, por supuesto, y al botepronto me han devuelto la curiosidad, sí, yo también, hijo pródigo del pozole y niño perdido de los frijoles refritos. Lo que hizo memorable el trayecto, al grado de venir a todas estas líneas casi sin aliento, fue descubrir la ciudad común de nuestros orígenes: ellas de Tampico, y yo lo mismo, y no se lo puedo creer, señor, y una y otra vez lo he jurado con rostro tranquilo, como de Plaza de Armas a las cinco de la tarde. A pregunta expresa sobre mis apellidos, les he respondido con la mejor de todas nuestras ciudadanías, porque lo que más extraña un tampiqueño entre las auroras boreales, lo que más añora un expatriado del parque Méndez durante las celliscas del Polo Norte (ayer el día trajo más de treinta centímetros de nieve), son las tortas de la barda, sin queso de puerco, por favor, así me las preparaba Chente en la calle Sor Juana, nunca lo volví a ver, tampoco a Yoya y su comedero frente a los muelles, y ahora éramos tres voces idénticas, tres miradas de río Pánuco recordando la salsa verde, el chicharrón escurrido, la carne deshebrada, el sabor del chorizo.

La lengua francesa de los dos funcionarios (sólo podían ser funcionarios) me seguía distrayendo con sus consideraciones sobre la mentada ley. Si los miembros del parlamento federal la aprobaban, cualquier refugiado que sintiera el impulso de visitar su país natal, por la razón que fuese, perderá la residencia permanente en Canadá, y acaso también el pasaporte. Xenofobia disfrazada de legalidad, pensé, y, de vuelta a las jovencitas de marras en los asientos de la izquierda, en ellas todo era un paisaje de sorpresas del otro lado de las ventanillas: los árboles desnudos de hojas, la escarcha en los campos de labranza, la vida retirándose de los surcos entre la nieve, la grisura de los ríos en un invierno cuyas borrascas pueden durar ocho meses, tienen que creerme...

Una se llamaba Aidé, la otra Claudia, ella de Lomas de Rosales, la otra de la colonia Minerva. Esta era su primera visita en la isla de Montreal, y en la construcción de las identidades lingüísticas nada como los vocabularios de nuestra primera memoria verbal. Nunca lo repetiré lo suficiente: la verdadera filiación de lo que somos debe buscarse en nuestros balbuceos iniciáticos, sí, siempre seremos la franqueza de nuestras expresiones heredadas antes que el repertorio aprendido de voces obligatorias. Es más, el único diccionario imposible de falsificaciones se compone de las pronunciaciones de infancia, cuando de inmediato ambas me ponían al día con las interjecciones arrumbadas en el último cajón de mis recuerdos, porque en buen tampiqueño un “despapaye” es un gran lío, lo había olvidado, un desorden monumental (un “quilombo” dicen los rioplatenses, un “follón” según los madrileños, un “chirmol” guatemalteco, un “chicarrón” en Cartagena de Indias o un “cahuín” allá en Valparaíso), y, de alguna manera, la susodicha ley convertirá al refugiado político en una especie de reo de su propia escapatoria.

Una vez obtenido el asilo, la persona no podrá regresar jamás a sus raíces. Increíble, y mientras Aidé y Claudia seguían sin creer en la coincidencia, qué chiquito es el mundo (o qué grande es Tampico, repliqué), al visitar su país de nacimiento cualquier exiliado se hará sospechoso de haber mentido en su solicitud de refugio. Ya en la terminal de autobuses de Montreal ellas no localizaban a su posible anfitriona, y porque tampoco traían mucho dinero, han aceptado tomar algo en una cafetería cercana donde hemos visto pasar una marcha de banderas palestinas mientras recordábamos los amaneceres en las escolleras, un espectáculo inigualable, ¿verdad que sí?, cuando el litoral se viste de sonrojos y hay gente tempranera por los rumbos del faro, cuando las toninas despiertan alegres y los desmañanados del Golfo de México bostezan ante los arreboles del cielo.

Y en el último párrafo del miércoles les ofrecí dormir en casa, en los sillones de la sala, entre las cobijas sobrevivientes de todas mis mudanzas. Mañana será otro día, les he dicho. Al despertar, siguió nevando toda la noche, ellas se fueron pronto después de un cafecito mientras yo me despedía con la nostalgia insólita de haber hablado en tampiqueño, sólo en tampiqueño, durante veinticuatro horas seguidas, y una ley así sólo provocará que la isla de Montreal se haga mucho más universal. Entre los códigos postales del invierno, sin duda nos reconoceremos atrapados en una ciudad de ciudades, y en cada esquina del barrio latino, en los cruceros del Chinatown, sobre los bulevares de la pequeña Italia o entre los jardines de la plaza de Portugal, seremos rehenes mucho más lúcidos de nuestras lenguas maternas, y también prisioneros mucho más perspicaces (aquí casi digo resignados) de un destino hecho de distancias...


El autobús salía de Ottawa, y en el pasillo oí un acento que me reflejaba… Al alejarnos de la caja de resonancias de la lengua española, tal y como la conjugamos entre los luminosos verbos de la playa de Miramar, el migrante tampiqueño asiste al asombro de presentirse extranjero de sus propias frases: entonces, como por arte de magia, reconocemos la mexicanidad de las palabras que nos habitan, y eran dos muchachas en plan carretera de aventuras, ¿cómo decirlo?, dos amigas haciendo turismo en edad universitaria, almas de ojos negros paseando su juventud por estos andurriales del hielo, y nos hemos saludado con gestos de buenos modales, buenos días, y el autobús salió en punto de las once de la mañana. En el asiento delantero había una charla francesa, interesantísima, aunque resultaba imposible descifrar el rostro de aquellas voces hablando sobre un proyecto de ley que, de promulgarse, impedirá al solicitante de refugio en Canadá regresar a su país de origen.

Otorgado el asilo, el perseguido de conciencia no podrá volver al lugar de su nacimiento. De hacerlo, estaría poniendo en entredicho su condición de tránsfuga, y enseguida lo he preguntado, ¿mexicanas, verdad?, por supuesto, y al botepronto me han devuelto la curiosidad, sí, yo también, hijo pródigo del pozole y niño perdido de los frijoles refritos. Lo que hizo memorable el trayecto, al grado de venir a todas estas líneas casi sin aliento, fue descubrir la ciudad común de nuestros orígenes: ellas de Tampico, y yo lo mismo, y no se lo puedo creer, señor, y una y otra vez lo he jurado con rostro tranquilo, como de Plaza de Armas a las cinco de la tarde. A pregunta expresa sobre mis apellidos, les he respondido con la mejor de todas nuestras ciudadanías, porque lo que más extraña un tampiqueño entre las auroras boreales, lo que más añora un expatriado del parque Méndez durante las celliscas del Polo Norte (ayer el día trajo más de treinta centímetros de nieve), son las tortas de la barda, sin queso de puerco, por favor, así me las preparaba Chente en la calle Sor Juana, nunca lo volví a ver, tampoco a Yoya y su comedero frente a los muelles, y ahora éramos tres voces idénticas, tres miradas de río Pánuco recordando la salsa verde, el chicharrón escurrido, la carne deshebrada, el sabor del chorizo.

La lengua francesa de los dos funcionarios (sólo podían ser funcionarios) me seguía distrayendo con sus consideraciones sobre la mentada ley. Si los miembros del parlamento federal la aprobaban, cualquier refugiado que sintiera el impulso de visitar su país natal, por la razón que fuese, perderá la residencia permanente en Canadá, y acaso también el pasaporte. Xenofobia disfrazada de legalidad, pensé, y, de vuelta a las jovencitas de marras en los asientos de la izquierda, en ellas todo era un paisaje de sorpresas del otro lado de las ventanillas: los árboles desnudos de hojas, la escarcha en los campos de labranza, la vida retirándose de los surcos entre la nieve, la grisura de los ríos en un invierno cuyas borrascas pueden durar ocho meses, tienen que creerme...

Una se llamaba Aidé, la otra Claudia, ella de Lomas de Rosales, la otra de la colonia Minerva. Esta era su primera visita en la isla de Montreal, y en la construcción de las identidades lingüísticas nada como los vocabularios de nuestra primera memoria verbal. Nunca lo repetiré lo suficiente: la verdadera filiación de lo que somos debe buscarse en nuestros balbuceos iniciáticos, sí, siempre seremos la franqueza de nuestras expresiones heredadas antes que el repertorio aprendido de voces obligatorias. Es más, el único diccionario imposible de falsificaciones se compone de las pronunciaciones de infancia, cuando de inmediato ambas me ponían al día con las interjecciones arrumbadas en el último cajón de mis recuerdos, porque en buen tampiqueño un “despapaye” es un gran lío, lo había olvidado, un desorden monumental (un “quilombo” dicen los rioplatenses, un “follón” según los madrileños, un “chirmol” guatemalteco, un “chicarrón” en Cartagena de Indias o un “cahuín” allá en Valparaíso), y, de alguna manera, la susodicha ley convertirá al refugiado político en una especie de reo de su propia escapatoria.

Una vez obtenido el asilo, la persona no podrá regresar jamás a sus raíces. Increíble, y mientras Aidé y Claudia seguían sin creer en la coincidencia, qué chiquito es el mundo (o qué grande es Tampico, repliqué), al visitar su país de nacimiento cualquier exiliado se hará sospechoso de haber mentido en su solicitud de refugio. Ya en la terminal de autobuses de Montreal ellas no localizaban a su posible anfitriona, y porque tampoco traían mucho dinero, han aceptado tomar algo en una cafetería cercana donde hemos visto pasar una marcha de banderas palestinas mientras recordábamos los amaneceres en las escolleras, un espectáculo inigualable, ¿verdad que sí?, cuando el litoral se viste de sonrojos y hay gente tempranera por los rumbos del faro, cuando las toninas despiertan alegres y los desmañanados del Golfo de México bostezan ante los arreboles del cielo.

Y en el último párrafo del miércoles les ofrecí dormir en casa, en los sillones de la sala, entre las cobijas sobrevivientes de todas mis mudanzas. Mañana será otro día, les he dicho. Al despertar, siguió nevando toda la noche, ellas se fueron pronto después de un cafecito mientras yo me despedía con la nostalgia insólita de haber hablado en tampiqueño, sólo en tampiqueño, durante veinticuatro horas seguidas, y una ley así sólo provocará que la isla de Montreal se haga mucho más universal. Entre los códigos postales del invierno, sin duda nos reconoceremos atrapados en una ciudad de ciudades, y en cada esquina del barrio latino, en los cruceros del Chinatown, sobre los bulevares de la pequeña Italia o entre los jardines de la plaza de Portugal, seremos rehenes mucho más lúcidos de nuestras lenguas maternas, y también prisioneros mucho más perspicaces (aquí casi digo resignados) de un destino hecho de distancias...