/ miércoles 13 de marzo de 2024

Autorretratos de hielo / El libro en el espejo

Lo conocí hace más de dos décadas, durante un verano de invitaciones académicas en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Me llevó a comer por los rumbos de la colonia del Valle, en un chiringuito donde, me decía, preparaban unos chiles rellenos en salsa de mango nunca vistos por nadie con mala memoria...

Me gustaba presentir su andadura de caballero malherido y sus requiebros de niño-adulto detrás de unos anteojos impecables y las camisas sujetas desde el primer botón. Cojeaba un poco, y, sin embargo, su cadera de poeta saltarín nunca perdía el ritmo de nada, ni del camino, ni de la puntualidad, ni del recetario de aquel restaurante, y mucho menos de la amistad que presagiábamos al paso de las esquinas y de los viajes. Además, en Héctor Carreto (1953-2024) se cumplía a quemarropa una de mi más íntimas convicciones: los verdaderos poetas no hablan nunca de sus versos…, si acaso los susurran entre líneas, o tal vez los murmuran encriptados en algún parpadeo. Y sí, Héctor murió en el último enero, justo el día de mi cumpleaños, y su fallecimiento vuelve a confundir esa forma tan suya de andar por las banquetas y por los recuerdos, pues su despedida también fue un abrazo de aniversario. O quizás valiera decir que los poetas son así, inventores de laberintos y galimatías donde todo puede suceder, o donde todo comienza a suceder.

El azar se confabuló para hacernos coincidir en otras ciudades. Su paso por la isla de Montreal se debió a invitaciones en universidades locales y recibirlo entre las borrascas del otoño añadió la magia de contemplar juntos los árboles del rojo y del ocre, tonalidades que hacían cambiar el ritmo de cualquier suspiro. En la Ciudad de Quebec, luego de las escapadas a la Facultad de Letras para cumplir compromisos, dimos caminatas por los bosques que la rodeaban hasta llegar a un centro comercial donde, memoria entrañable, había una tienda de artículos sexuales que nos hizo sonreír adolescentes: en nuestros tiempos, estuvimos de acuerdo, algo así hubiese sido imposible allá en Tampico, y también en la Ciudad de México. Osadía mayor, entré directo a la caja para suplicarle a la señorita (con mi francés de travesura inesperada) que por favor una fotografía, que por favor los escaparates como telón de fondo, que todo por favor porque éramos dos frailes mexicanos en peregrinación hacia el Polo Norte, y nuestros congregantes en el terruño nunca nos lo creerían.

Invitado por la Asociación Canadiense de Hispanistas (ACH), al año siguiente vino a Vancouver junto a otros escritores mexicanos, Mónica Lavín y David Huerta. Nos esperamos en el aeropuerto para dirigirnos a las residencias de la Universidad de la Columbia Británica (UBC), y, ya en el taxi, mientras le advertía de mi primera vez en la ciudad, cayó un chaparrón de los que duran un infinito de minutos cortos frente al Pacífico. Por fin instalados en el bar universitario, algo me habló del libro que preparaba, “Clase turista” (Posdata Editores, 2012), y bebimos una cerveza kilométrica, comimos una hamburguesa de bisonte, y por la tarde nos fuimos a caminar entre las marinas y los veleros y ahora era una lluvia menuda, y, justo cuando regresaba el sol a su rostro de barbas inmutables, pasó un eclipse de mujer enfundada en una falda histórica: diseño de anillos ascendentes hasta la cintura, en fin, elegancia del gris en estado puro. En asombrosa combinación de ternuras, aquella señora arrastraba una pequeña carriola posmoderna (aquí mejor decir ergonómica) con un bebé: nos quedamos sin aliento, por el niño, por el cielo, por la falda, por el mar, por el chipichipi, y se lo dije al botepronto, Héctor, que acababa de pasar otro poema para su libro, y que siquiera tuviese la decencia de dedicármelo. Y volvimos a sonreír.

Meses después cenamos como benditos en una taquería de Coyoacán, y me obsequió “Clase turista” con sus casi cien páginas inspiradas en el espejo de sus viajes. Después de mandar abrazos para Dana, su mujer, y bendiciones a las hijas, Renata y Emilia, en la soledad de mi hospedaje recorrí su voz confirmando que Héctor no viajaba para escapar de nada, sino, pudiera ser, para reflejarse en los que nos habíamos tenido que ir. En cada poema suyo había una denuncia (aquí casi digo renuncia) contra el desarraigo, una lucidez instintiva exigiendo el reembolso de nuestras calles natales, y, desde luego, había una promesa de regresos: “[…] un mal día el Gobierno retiró los tranvías. Ahora, en San Francisco, retorno al Veracruz de mi infancia”, dice ese verso suyo que, quiérase o no, le presta voz y nostalgia a los nacidos en la calle Colón de otra época. En este botón de muestra hay muchos tesoros ocultos, pues en su interior se vinculan las épocas y las ciudades; en consecuencia, cada libro de Héctor Carreto cumple con el cometido de trastocar todas y cada una de las leyes que predeterminan eso que llamamos destino y que no es tan nuestro como parece: valiente, enfrentaba las reglas de la sintaxis tanto como las del tiempo, y, mientras contravenía las pautas en el amor, nos enseñó, como de paso, a triunfar también sobre los prejuicios ante la muerte.

Cojeando siempre a cuentagotas, su poesía proyecta esos sobresaltos constantes, y, por lo tanto, es un trastabillar por la aventura de darle intimidad a cualquier urbe. “Compré dos bolas de helado. La punta de mi lengua lamió esas dulces cúpulas, y Manhattan toda se estremeció”. Así, así son los versos de un autor que nos asiste en la tarea de reconocer que no hay ciudades lejanas sino miedos a salir de nuestros vecindarios existenciales, porque el misterio de los pueblos apartados siempre ha sido necesario para convertirnos en espejos mucho más sinceros de nuestras reacciones. O porque (quién pudiera dudarlo después de pasear junto a Héctor Carreto) viajar es leernos sin cortapisas, o porque regresar a casa es permitirles nuevas pertinencias a todos los asombros que nos habitan sin saberlo…

Lo conocí hace más de dos décadas, durante un verano de invitaciones académicas en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Me llevó a comer por los rumbos de la colonia del Valle, en un chiringuito donde, me decía, preparaban unos chiles rellenos en salsa de mango nunca vistos por nadie con mala memoria...

Me gustaba presentir su andadura de caballero malherido y sus requiebros de niño-adulto detrás de unos anteojos impecables y las camisas sujetas desde el primer botón. Cojeaba un poco, y, sin embargo, su cadera de poeta saltarín nunca perdía el ritmo de nada, ni del camino, ni de la puntualidad, ni del recetario de aquel restaurante, y mucho menos de la amistad que presagiábamos al paso de las esquinas y de los viajes. Además, en Héctor Carreto (1953-2024) se cumplía a quemarropa una de mi más íntimas convicciones: los verdaderos poetas no hablan nunca de sus versos…, si acaso los susurran entre líneas, o tal vez los murmuran encriptados en algún parpadeo. Y sí, Héctor murió en el último enero, justo el día de mi cumpleaños, y su fallecimiento vuelve a confundir esa forma tan suya de andar por las banquetas y por los recuerdos, pues su despedida también fue un abrazo de aniversario. O quizás valiera decir que los poetas son así, inventores de laberintos y galimatías donde todo puede suceder, o donde todo comienza a suceder.

El azar se confabuló para hacernos coincidir en otras ciudades. Su paso por la isla de Montreal se debió a invitaciones en universidades locales y recibirlo entre las borrascas del otoño añadió la magia de contemplar juntos los árboles del rojo y del ocre, tonalidades que hacían cambiar el ritmo de cualquier suspiro. En la Ciudad de Quebec, luego de las escapadas a la Facultad de Letras para cumplir compromisos, dimos caminatas por los bosques que la rodeaban hasta llegar a un centro comercial donde, memoria entrañable, había una tienda de artículos sexuales que nos hizo sonreír adolescentes: en nuestros tiempos, estuvimos de acuerdo, algo así hubiese sido imposible allá en Tampico, y también en la Ciudad de México. Osadía mayor, entré directo a la caja para suplicarle a la señorita (con mi francés de travesura inesperada) que por favor una fotografía, que por favor los escaparates como telón de fondo, que todo por favor porque éramos dos frailes mexicanos en peregrinación hacia el Polo Norte, y nuestros congregantes en el terruño nunca nos lo creerían.

Invitado por la Asociación Canadiense de Hispanistas (ACH), al año siguiente vino a Vancouver junto a otros escritores mexicanos, Mónica Lavín y David Huerta. Nos esperamos en el aeropuerto para dirigirnos a las residencias de la Universidad de la Columbia Británica (UBC), y, ya en el taxi, mientras le advertía de mi primera vez en la ciudad, cayó un chaparrón de los que duran un infinito de minutos cortos frente al Pacífico. Por fin instalados en el bar universitario, algo me habló del libro que preparaba, “Clase turista” (Posdata Editores, 2012), y bebimos una cerveza kilométrica, comimos una hamburguesa de bisonte, y por la tarde nos fuimos a caminar entre las marinas y los veleros y ahora era una lluvia menuda, y, justo cuando regresaba el sol a su rostro de barbas inmutables, pasó un eclipse de mujer enfundada en una falda histórica: diseño de anillos ascendentes hasta la cintura, en fin, elegancia del gris en estado puro. En asombrosa combinación de ternuras, aquella señora arrastraba una pequeña carriola posmoderna (aquí mejor decir ergonómica) con un bebé: nos quedamos sin aliento, por el niño, por el cielo, por la falda, por el mar, por el chipichipi, y se lo dije al botepronto, Héctor, que acababa de pasar otro poema para su libro, y que siquiera tuviese la decencia de dedicármelo. Y volvimos a sonreír.

Meses después cenamos como benditos en una taquería de Coyoacán, y me obsequió “Clase turista” con sus casi cien páginas inspiradas en el espejo de sus viajes. Después de mandar abrazos para Dana, su mujer, y bendiciones a las hijas, Renata y Emilia, en la soledad de mi hospedaje recorrí su voz confirmando que Héctor no viajaba para escapar de nada, sino, pudiera ser, para reflejarse en los que nos habíamos tenido que ir. En cada poema suyo había una denuncia (aquí casi digo renuncia) contra el desarraigo, una lucidez instintiva exigiendo el reembolso de nuestras calles natales, y, desde luego, había una promesa de regresos: “[…] un mal día el Gobierno retiró los tranvías. Ahora, en San Francisco, retorno al Veracruz de mi infancia”, dice ese verso suyo que, quiérase o no, le presta voz y nostalgia a los nacidos en la calle Colón de otra época. En este botón de muestra hay muchos tesoros ocultos, pues en su interior se vinculan las épocas y las ciudades; en consecuencia, cada libro de Héctor Carreto cumple con el cometido de trastocar todas y cada una de las leyes que predeterminan eso que llamamos destino y que no es tan nuestro como parece: valiente, enfrentaba las reglas de la sintaxis tanto como las del tiempo, y, mientras contravenía las pautas en el amor, nos enseñó, como de paso, a triunfar también sobre los prejuicios ante la muerte.

Cojeando siempre a cuentagotas, su poesía proyecta esos sobresaltos constantes, y, por lo tanto, es un trastabillar por la aventura de darle intimidad a cualquier urbe. “Compré dos bolas de helado. La punta de mi lengua lamió esas dulces cúpulas, y Manhattan toda se estremeció”. Así, así son los versos de un autor que nos asiste en la tarea de reconocer que no hay ciudades lejanas sino miedos a salir de nuestros vecindarios existenciales, porque el misterio de los pueblos apartados siempre ha sido necesario para convertirnos en espejos mucho más sinceros de nuestras reacciones. O porque (quién pudiera dudarlo después de pasear junto a Héctor Carreto) viajar es leernos sin cortapisas, o porque regresar a casa es permitirles nuevas pertinencias a todos los asombros que nos habitan sin saberlo…