/ miércoles 10 de abril de 2024

Autorretratos de hielo / Las tres vidas de Félix

Con su acento ruso acribillando el inglés de nuestra última conversación, me hizo prometer que le cambiaría el nombre…

Si en alguno de todos estos fríos miércoles de abril (volvió a nevar la semana pasada en la isla de Montreal, aunque hoy hace un Sol en estreno: Sol recién salido de un eclipse, diríase) yo decidía escribir su historia de desarraigos acumulados, o narrar la forma en que se convirtió en profesional de los destierros, o describirlo como un maestro en éxodos o como un perito en huidas, que por favor lo cubriese con el disfraz de algún pseudónimo. A su manera, Félix sin ser Félix lleva razón: sin pretenderlo, la escritura puede idealizar las cosas y los sufrimientos, y, para el caso que nos ocupa, arrojar colores de aventura en experiencias que, como la migración, son por demás desgarradoras. Por ello, nada como el anonimato para decir las cosas de frente, supongo, y también para triunfar sobre las imposturas.

En la puerta del edificio y ojos grises muy atentos, en su tableta de cartero me hace firmar de recibido la entrega de algún libro. Desde la aspereza de un acento a todas luces eslavo, un buen día se atrevió a preguntar por mi profesión, y, en fin, yo sólo podía ser escritor, insistía, y en su mirada siempre dispuesta a charlar de literatura, poco a poco me fue contando sus aficiones, cuánto amaba a Dostoievsky, y yo la mía, seguidor incorregible de García Márquez, por supuesto. Nacido en San Petersburgo, sus casi dos metros de estatura revelan a un hombre de cuarenta y cinco años, o más o menos, y su familia era judía askenazi, y, curiosidad mayor para cualquier tampiqueño transterrrado, suele hablar con indiferencia de su ciudad natal. De hecho, pasa rápido por la mención de las calles de su infancia, las sinagogas, los ríos, aquellas visitas al museo del Hermitage al lado de su padre, y no, Félix (que nunca ha sido Félix) jamás regresaría a San Petersburgo, ni siquiera de vacaciones, y mucho menos para recordar su adolescencia perdida.

Los escritores que cita son siempre decimonónicos, hijos mayores de la edad dorada de las letras rusas: Pushkin, Lermontov, otros así, Turgueneiv o Góncharov. Al principio, los autores de aquel siglo XIX le venían mal a ese uniforme suyo de cartero impecable; después, tenía que ser, he recordado que la isla de Montreal es un mundo de oficios en ebullición y de profesiones cambiantes (aquí he conocido ingenieros serbios en labores de taxista, y alguna vez yo mismo fui cocinero en una cafetería de burócratas). Al paso de las conversaciones hemos aprendido a darnos tiempo para que Gogol vuelva a suceder en nuestra memoria de novelas como “Taras Bulba” o “Almas muertas”, no sin interrumpir el diálogo para oír la historia del día en que la Unión Soviética se vino abajo y Leningrado volvió a ser San Petersburgo. Félix tendría doce años de edad, y los noventa fueron de una escasez terrible allá en Rusia: los supermercados eran casi simbólicos, también los restaurantes, y, según dice, decenas de miles de judíos rusos emigraron a Israel al acabar el siglo XX.

No, no hay nada de amargura cuando recuerda aquel viaje en familia. Abordaron un transbordador de San Petersburgo a Helsinki en el invierno de 1992, y desde allí volaron a Tel Aviv, ciudad en la que vivió una juventud hecha de estudios. Sí, en Israel se inscribió en la universidad, primero una licenciatura en Arqueología, enseguida una maestría de lo mismo, jamás un doctorado, y su tesis estuvo dedicada a la evolución de los metales durante el periodo romano de Palestina. Trabajó en diversas excavaciones clasificando objetos de otros siglos, fascinante, y las jornadas de trabajo eran durísimas bajo el Sol de las geografías bíblicas donde además conoció a su mujer, también judía errante y también arqueóloga.

Las amenazas de bomba hacían muy dura la vida en Tel Aviv. A menudo había que salir corriendo de los apartamentos, dirigirse a los refugios, y, una vez más, Félix decidió buscarse un país de nuevas esperanzas, sobre todo para sus hijas, y tocó la puerta de los programas de migración de Canadá, y siempre las hijas. Si primero había huido de San Petersburgo a Tel Aviv por la situación económica, esta segunda vez huía del miedo: era muy difícil vivir en un mundo de sirenas y de alarmas, me dijo hace poco, y a mí el último Tolstói no me gusta mucho. De hecho, toda esa moral entreverada en las páginas de “La sonata a Kreutzer” o de “Resurrección” aleja dichas obras de mis entusiasmos de lector. Aquella vez hablamos también del vegetarianismo del autor de “Anna Karenina”, de su amor por el esperanto, esa “lengua de lenguas” que León Tolstói presumía haber aprendido en un par de horas y que lo hubiese convertido, sin duda, en ciudadano perfecto de la isla políglota de Montreal.

Aterrizó en el Polo Norte el 24 de junio de 2014, lo recuerda bien, durante la fiesta de San Juan (día nacional de Quebec, por cierto). Tres vidas y tres ciudades en una sola biografía: San Petersburgo, Tel Aviv, Montreal, y aquí decidió que cambiaría de oficio. Quizás estudiaría enfermería, y después de pasar por los cursos de inmersión al mercado de trabajo, optó por la profesión de cartero, llevar y traer palabras, tenía su encanto, acarrear voces y portear tarjetas postales, quién lo diría. Sus hijas mudaron pronto el miedo a las alarmas por los abrigos, y alguna vez hablamos de novelas que se le parecen, como “Cartero” del americano Bukowski, o “El cartero de Neruda” del chileno Skármeta, porque la literatura es el arte de descubrir lo extraordinario en la gente ordinaria, decía el mismísimo Pasternak, y porque Félix que no es Félix me ha prometido leerlas, salir de su obsesión por el siglo XIX y terminar de llegar, acaso con su propio nombre y un acento menos cerrado, a todas estas palabras…

Con su acento ruso acribillando el inglés de nuestra última conversación, me hizo prometer que le cambiaría el nombre…

Si en alguno de todos estos fríos miércoles de abril (volvió a nevar la semana pasada en la isla de Montreal, aunque hoy hace un Sol en estreno: Sol recién salido de un eclipse, diríase) yo decidía escribir su historia de desarraigos acumulados, o narrar la forma en que se convirtió en profesional de los destierros, o describirlo como un maestro en éxodos o como un perito en huidas, que por favor lo cubriese con el disfraz de algún pseudónimo. A su manera, Félix sin ser Félix lleva razón: sin pretenderlo, la escritura puede idealizar las cosas y los sufrimientos, y, para el caso que nos ocupa, arrojar colores de aventura en experiencias que, como la migración, son por demás desgarradoras. Por ello, nada como el anonimato para decir las cosas de frente, supongo, y también para triunfar sobre las imposturas.

En la puerta del edificio y ojos grises muy atentos, en su tableta de cartero me hace firmar de recibido la entrega de algún libro. Desde la aspereza de un acento a todas luces eslavo, un buen día se atrevió a preguntar por mi profesión, y, en fin, yo sólo podía ser escritor, insistía, y en su mirada siempre dispuesta a charlar de literatura, poco a poco me fue contando sus aficiones, cuánto amaba a Dostoievsky, y yo la mía, seguidor incorregible de García Márquez, por supuesto. Nacido en San Petersburgo, sus casi dos metros de estatura revelan a un hombre de cuarenta y cinco años, o más o menos, y su familia era judía askenazi, y, curiosidad mayor para cualquier tampiqueño transterrrado, suele hablar con indiferencia de su ciudad natal. De hecho, pasa rápido por la mención de las calles de su infancia, las sinagogas, los ríos, aquellas visitas al museo del Hermitage al lado de su padre, y no, Félix (que nunca ha sido Félix) jamás regresaría a San Petersburgo, ni siquiera de vacaciones, y mucho menos para recordar su adolescencia perdida.

Los escritores que cita son siempre decimonónicos, hijos mayores de la edad dorada de las letras rusas: Pushkin, Lermontov, otros así, Turgueneiv o Góncharov. Al principio, los autores de aquel siglo XIX le venían mal a ese uniforme suyo de cartero impecable; después, tenía que ser, he recordado que la isla de Montreal es un mundo de oficios en ebullición y de profesiones cambiantes (aquí he conocido ingenieros serbios en labores de taxista, y alguna vez yo mismo fui cocinero en una cafetería de burócratas). Al paso de las conversaciones hemos aprendido a darnos tiempo para que Gogol vuelva a suceder en nuestra memoria de novelas como “Taras Bulba” o “Almas muertas”, no sin interrumpir el diálogo para oír la historia del día en que la Unión Soviética se vino abajo y Leningrado volvió a ser San Petersburgo. Félix tendría doce años de edad, y los noventa fueron de una escasez terrible allá en Rusia: los supermercados eran casi simbólicos, también los restaurantes, y, según dice, decenas de miles de judíos rusos emigraron a Israel al acabar el siglo XX.

No, no hay nada de amargura cuando recuerda aquel viaje en familia. Abordaron un transbordador de San Petersburgo a Helsinki en el invierno de 1992, y desde allí volaron a Tel Aviv, ciudad en la que vivió una juventud hecha de estudios. Sí, en Israel se inscribió en la universidad, primero una licenciatura en Arqueología, enseguida una maestría de lo mismo, jamás un doctorado, y su tesis estuvo dedicada a la evolución de los metales durante el periodo romano de Palestina. Trabajó en diversas excavaciones clasificando objetos de otros siglos, fascinante, y las jornadas de trabajo eran durísimas bajo el Sol de las geografías bíblicas donde además conoció a su mujer, también judía errante y también arqueóloga.

Las amenazas de bomba hacían muy dura la vida en Tel Aviv. A menudo había que salir corriendo de los apartamentos, dirigirse a los refugios, y, una vez más, Félix decidió buscarse un país de nuevas esperanzas, sobre todo para sus hijas, y tocó la puerta de los programas de migración de Canadá, y siempre las hijas. Si primero había huido de San Petersburgo a Tel Aviv por la situación económica, esta segunda vez huía del miedo: era muy difícil vivir en un mundo de sirenas y de alarmas, me dijo hace poco, y a mí el último Tolstói no me gusta mucho. De hecho, toda esa moral entreverada en las páginas de “La sonata a Kreutzer” o de “Resurrección” aleja dichas obras de mis entusiasmos de lector. Aquella vez hablamos también del vegetarianismo del autor de “Anna Karenina”, de su amor por el esperanto, esa “lengua de lenguas” que León Tolstói presumía haber aprendido en un par de horas y que lo hubiese convertido, sin duda, en ciudadano perfecto de la isla políglota de Montreal.

Aterrizó en el Polo Norte el 24 de junio de 2014, lo recuerda bien, durante la fiesta de San Juan (día nacional de Quebec, por cierto). Tres vidas y tres ciudades en una sola biografía: San Petersburgo, Tel Aviv, Montreal, y aquí decidió que cambiaría de oficio. Quizás estudiaría enfermería, y después de pasar por los cursos de inmersión al mercado de trabajo, optó por la profesión de cartero, llevar y traer palabras, tenía su encanto, acarrear voces y portear tarjetas postales, quién lo diría. Sus hijas mudaron pronto el miedo a las alarmas por los abrigos, y alguna vez hablamos de novelas que se le parecen, como “Cartero” del americano Bukowski, o “El cartero de Neruda” del chileno Skármeta, porque la literatura es el arte de descubrir lo extraordinario en la gente ordinaria, decía el mismísimo Pasternak, y porque Félix que no es Félix me ha prometido leerlas, salir de su obsesión por el siglo XIX y terminar de llegar, acaso con su propio nombre y un acento menos cerrado, a todas estas palabras…