/ miércoles 20 de marzo de 2024

Autorretratos de hielo / Los ríos de marzo (I)

(PRIMERA DE DOS PARTES)

Era otro siglo… Hablo del marzo de mi llegada a las auroras boreales. Veintiocho años ya, y mientras recogía el equipaje, y mientras alzaba aquella mochila verde tan hija de mil batallas, y mientras procuraba mantener el pasaporte al alcance de los ojos, también mi boleto Greyhound comprado en una agencia sobre la avenida Hidalgo (viaje sin límite durante tres días por Norteamérica, ¡ochenta y cinco dólares!, así decía la publicidad), por fin llegué a Matamoros.

Mediaban los noventa, y las estadísticas de aquella década, lo recuerdo bien, hablaban de más de trescientos mil nuevos migrantes mexicanos en Estados Unidos cada año. Increíble. En fin, y en los microbuses del transporte público, una última vez fui tamaulipeco de tiempo completo: todavía recuerdo las caras, los alientos, la música norteña y ese acento de Matamoros que algo tiene de mar picado y otro poco de aridez casi texana. A las ocho de la mañana, desde lo alto del puente miré hacia la estrechura del río Bravo, los basurales, grupos de gente a la espera de algo, ¿cómo decirlo?, era gente inminente de esperanzas; sobre todo, imposible olvidar la extrema pobreza de aquel hombre llevando el ritmo invisible de su música interior mientras suplicaba dinero, desde allá abajo, con el lenguaje de sus manos. Y acompañado de varios campesinos guatemaltecos (reconocí sus pasaportes), crucé el puesto fronterizo.

Ya en la estación de Brownsville supe que mi viaje a la isla de Montreal tomaría sesenta horas. Primero, rodearíamos por San Antonio antes de llegar a Houston, y me sorprendió el paisaje humano en el interior del ómnibus: muchos de los asientos iban ocupados por hombres que, en mi propia lengua, hablaban de parcelas y contratos, de optimismos y campos de labranza, de salarios posibles y su gran fe en Dios. De hecho, a mis espaldas reconocí el acento de Jalisco, frases como de Juan Rulfo (igualitas a las de mi madre y sus hermanas, todas oriundas de San Miguel el Alto), y mi compañero de asiento no se quitó el sombrero ni para dormir. Se llamaba Federico, treintañero, o más o menos, oriundo de Guerrero, y porque pronto fuimos amigos de toda la vida, varias veces llegó a ofrecerme un poco de su tequila subrepticio, y no, muchas gracias. Parecía haberle firmado tratados de paz a su propia historia, y algo me dijo Federico de la mujer que dejaba atrás, yo también, y de sus hijas, y yo también; lo que más llamaba mi atención era su manera de no asombrarse de nada, ni de las ciudades que descubríamos, ni de los ríos del otro lado de la ventanilla, vaya, ni siquiera de un loco como yo camino al Polo Norte. Para él, la vida, cualquier vida, era una sucesión de ausencias, y nada de lo mío parecía desdecirlo.

En la noche de Houston cambiamos de unidad (en la calle Colón, la verdad, suena mejor camión), y tomamos rumbo a Nueva Orleans. Los pasillos olían a limpieza exagerada, y cada quien durmió como pudo, yo nunca había estado en Luisiana, y aquel amanecer de kilómetros distintos nos trajo un horizonte de rascacielos, vegetación de trópico y un puente interminable sobre el río Mississippi. Al despedirme de Federico, por primera vez creo haber pensado en las zozobras existenciales del desarraigado: ¿qué somos?..., ¿viajeros?, ¿expulsados?, ¿peregrinos?, ¿despojados?, ¿exploradores de un mundo que jamás nos mirará con buenos ojos? Porque nuestra identidad está hecha de tránsitos, cada posible respuesta anuncia nuevas inquietudes, y, en fin, muy a colación vino a mi mente “Prisa”, aquel minicuento de Octavio Paz que de repente cobijó mi contemplación del Mississippi, porque “desde que abrí los ojos me di cuenta que mi sitio no estaba aquí, donde yo estoy, sino en donde no estoy ni he estado nunca. En alguna parte hay un lugar vacío y ese vacío se llenará de mí.”

Después, ya todo fueron soledades diferentes hasta Mobile, Alabama. Al despedirme de la calidez de los cielos del Golfo de México, sabía que a partir de Mobile ya todo sería tierra adentro rumbo a Atlanta, Georgia; para consuelo mío, eso sí, aún me quedaba la sorpresa de los ríos para presentir en ellos lo ecos del Pánuco, o los del Tamesí. La precisión de las correspondencias me impidió arrojar un poco de curiosidad tampiqueña sobre aquella ciudad de años olímpicos y de atardeceres olvidadizos, y desde Atlanta subí a un nuevo autobús con destino a la capital americana. Las comidas, siempre realizadas al borde del camino en cadenas de hamburguesas y leches malteadas, también formaban parte de la experiencia de sentir que los rompecabezas de mi destino seguían moviéndose de su lugar, pues en cuarenta y tantas horas de carretera había cambiado de clima, de lengua, de alimentación, de cultura, de ríos…, pero no de zapatos. En efecto, con un abrigo insuficiente y mucha nieve en la mirada, en los andenes de Washington reconocí la inutilidad de mi calzado de trópico así como las miradas compasivas hacia mis pasos, y entonces abordé la penúltima conexión hacia Nueva York.

Tuve miedo de muchas cosas, y mediaban los noventa, y más de trescientas mil historias como la mía se fueron para siempre de su propia calle Colón en ese mismo año. Increíble. Las autopistas entre Washington y Nueva York trajeron la amistad ocasional de dos hermanos boricuas, y charlamos de beisbol, y no lo podían creer, ¡en Greyhound de México a Canadá!, yo era su héroe, muchacho, así me decían, muy caribeños, muchacho. Me regalaron una pequeña radio de transistores para que oyese música en lo que restaba del camino, y en la última frase del día se ofrecieron de lazarillos, porque la estación del Port Authority era un laberinto, muchacho…, aunque pasar por Nueva York exige una columna nueva, también ríos inesperados, y hasta la semana próxima, cuando hace justo veintiocho años por fin desembarcaré en la isla de Montreal...

(PRIMERA DE DOS PARTES)

Era otro siglo… Hablo del marzo de mi llegada a las auroras boreales. Veintiocho años ya, y mientras recogía el equipaje, y mientras alzaba aquella mochila verde tan hija de mil batallas, y mientras procuraba mantener el pasaporte al alcance de los ojos, también mi boleto Greyhound comprado en una agencia sobre la avenida Hidalgo (viaje sin límite durante tres días por Norteamérica, ¡ochenta y cinco dólares!, así decía la publicidad), por fin llegué a Matamoros.

Mediaban los noventa, y las estadísticas de aquella década, lo recuerdo bien, hablaban de más de trescientos mil nuevos migrantes mexicanos en Estados Unidos cada año. Increíble. En fin, y en los microbuses del transporte público, una última vez fui tamaulipeco de tiempo completo: todavía recuerdo las caras, los alientos, la música norteña y ese acento de Matamoros que algo tiene de mar picado y otro poco de aridez casi texana. A las ocho de la mañana, desde lo alto del puente miré hacia la estrechura del río Bravo, los basurales, grupos de gente a la espera de algo, ¿cómo decirlo?, era gente inminente de esperanzas; sobre todo, imposible olvidar la extrema pobreza de aquel hombre llevando el ritmo invisible de su música interior mientras suplicaba dinero, desde allá abajo, con el lenguaje de sus manos. Y acompañado de varios campesinos guatemaltecos (reconocí sus pasaportes), crucé el puesto fronterizo.

Ya en la estación de Brownsville supe que mi viaje a la isla de Montreal tomaría sesenta horas. Primero, rodearíamos por San Antonio antes de llegar a Houston, y me sorprendió el paisaje humano en el interior del ómnibus: muchos de los asientos iban ocupados por hombres que, en mi propia lengua, hablaban de parcelas y contratos, de optimismos y campos de labranza, de salarios posibles y su gran fe en Dios. De hecho, a mis espaldas reconocí el acento de Jalisco, frases como de Juan Rulfo (igualitas a las de mi madre y sus hermanas, todas oriundas de San Miguel el Alto), y mi compañero de asiento no se quitó el sombrero ni para dormir. Se llamaba Federico, treintañero, o más o menos, oriundo de Guerrero, y porque pronto fuimos amigos de toda la vida, varias veces llegó a ofrecerme un poco de su tequila subrepticio, y no, muchas gracias. Parecía haberle firmado tratados de paz a su propia historia, y algo me dijo Federico de la mujer que dejaba atrás, yo también, y de sus hijas, y yo también; lo que más llamaba mi atención era su manera de no asombrarse de nada, ni de las ciudades que descubríamos, ni de los ríos del otro lado de la ventanilla, vaya, ni siquiera de un loco como yo camino al Polo Norte. Para él, la vida, cualquier vida, era una sucesión de ausencias, y nada de lo mío parecía desdecirlo.

En la noche de Houston cambiamos de unidad (en la calle Colón, la verdad, suena mejor camión), y tomamos rumbo a Nueva Orleans. Los pasillos olían a limpieza exagerada, y cada quien durmió como pudo, yo nunca había estado en Luisiana, y aquel amanecer de kilómetros distintos nos trajo un horizonte de rascacielos, vegetación de trópico y un puente interminable sobre el río Mississippi. Al despedirme de Federico, por primera vez creo haber pensado en las zozobras existenciales del desarraigado: ¿qué somos?..., ¿viajeros?, ¿expulsados?, ¿peregrinos?, ¿despojados?, ¿exploradores de un mundo que jamás nos mirará con buenos ojos? Porque nuestra identidad está hecha de tránsitos, cada posible respuesta anuncia nuevas inquietudes, y, en fin, muy a colación vino a mi mente “Prisa”, aquel minicuento de Octavio Paz que de repente cobijó mi contemplación del Mississippi, porque “desde que abrí los ojos me di cuenta que mi sitio no estaba aquí, donde yo estoy, sino en donde no estoy ni he estado nunca. En alguna parte hay un lugar vacío y ese vacío se llenará de mí.”

Después, ya todo fueron soledades diferentes hasta Mobile, Alabama. Al despedirme de la calidez de los cielos del Golfo de México, sabía que a partir de Mobile ya todo sería tierra adentro rumbo a Atlanta, Georgia; para consuelo mío, eso sí, aún me quedaba la sorpresa de los ríos para presentir en ellos lo ecos del Pánuco, o los del Tamesí. La precisión de las correspondencias me impidió arrojar un poco de curiosidad tampiqueña sobre aquella ciudad de años olímpicos y de atardeceres olvidadizos, y desde Atlanta subí a un nuevo autobús con destino a la capital americana. Las comidas, siempre realizadas al borde del camino en cadenas de hamburguesas y leches malteadas, también formaban parte de la experiencia de sentir que los rompecabezas de mi destino seguían moviéndose de su lugar, pues en cuarenta y tantas horas de carretera había cambiado de clima, de lengua, de alimentación, de cultura, de ríos…, pero no de zapatos. En efecto, con un abrigo insuficiente y mucha nieve en la mirada, en los andenes de Washington reconocí la inutilidad de mi calzado de trópico así como las miradas compasivas hacia mis pasos, y entonces abordé la penúltima conexión hacia Nueva York.

Tuve miedo de muchas cosas, y mediaban los noventa, y más de trescientas mil historias como la mía se fueron para siempre de su propia calle Colón en ese mismo año. Increíble. Las autopistas entre Washington y Nueva York trajeron la amistad ocasional de dos hermanos boricuas, y charlamos de beisbol, y no lo podían creer, ¡en Greyhound de México a Canadá!, yo era su héroe, muchacho, así me decían, muy caribeños, muchacho. Me regalaron una pequeña radio de transistores para que oyese música en lo que restaba del camino, y en la última frase del día se ofrecieron de lazarillos, porque la estación del Port Authority era un laberinto, muchacho…, aunque pasar por Nueva York exige una columna nueva, también ríos inesperados, y hasta la semana próxima, cuando hace justo veintiocho años por fin desembarcaré en la isla de Montreal...