/ miércoles 27 de marzo de 2024

Autorretratos de hielo / Los ríos de marzo (II)

(SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE)

Los migrantes guardamos muy bien en la nostalgia el día de los rostros, el mes de los acentos, la hora de las esperanzas y el minuto exacto de nuestra llegada al Polo Norte. Revisitamos la fecha con palabras propias de un cumpleaños: aniversario, acontecimiento, efeméride, antes de aprender a explicarla como un segundo nacimiento (esta vez a ojos abiertos, claro está).

En efecto, de nueva cuenta nos espera la tarea de salir del vientre de nuestra cultura. Y damos los primeros pasos en un mundo hecho de escarchas, y para sobrevivir hemos de florecer entre gramáticas ajenas, y además aprenderemos las vestimentas de un frío inexplicable, y en la parte final de mi trayecto, en este último miércoles de marzo en que evoco mi arribo a la isla de Montreal, ¡hace veintiocho años ya!, en cuarenta horas de Greyhound había dejado atrás el río Pánuco, también el Bravo, luego el Mississippi, y porque cambiábamos de camión a cada rato, o porque a toda hora era hora de un cansancio acumulado, muchos brazos de agua debieron pasar de madrugada en el dormitar de mi asiento, y ni modo.

Atrás quedaba la Union Station, en la ciudad de Washington. Rumbo a la gran manzana, quise decir, camino a Nueva York, conocí a dos hermanos boricuas; acentos parecidos al cubano pero de un cantar distinto, requiebros emparentados con el dominicano y también con el andaluz, aunque ellos me corregían que no, muchacho, su español era irrepetible. Para cualquier hijo de la calle Colón aquel también hubiese sido un atardecer de paisajes insólitos, con bosques congelados y campos cubiertos de nieve en el observatorio de mi ventanilla. El conductor (casi todos afroamericanos, elegantísimos de terno gris armonizando con una corbata turquesa) corría a una velocidad media sobre la autopista donde de repente apareció la imagen imborrable de un río nocturno, el Susquehanna. Los puertorriqueños dormían, gracias a Dios, y abriendo bien los ojos sobre un puente, pasó ese caudal de témpanos: el agua obscura de la noche hacía fluir los pequeños glaciares en la mirada, más agua sombría con su torrente de icebergs diminutos, ¿cómo decirlo?, la blancura del deshielo escribía sus elocuencias sobre una página líquida, sin color y casi sin tiempo.

Nueva York nos despertó en una carretera a las siete de la mañana. Era domingo, y al entrar por el Lincoln Tunnel ya no regresamos al mundo exterior, pues los andenes de la Port Authority Station estaban bajo tierra. Desayunamos juntos en uno de los muchos quioscos de comida rápida; primero, un vaso kilométrico de café, y lo mismo para los tres, por favor: pan con mantequilla, huevos revueltos, salchicha, papas fritas, y teníamos tiempo, ellos invitaban, mucho tiempo, porque mi corrida para la isla de Montreal salía hasta la una de la tarde. Tenían razón, aquella terminal era un laberinto de escaleras eléctricas y de recodos en un gran flujo de gente amodorrada (sus semblantes también llenan mi memoria de los afluentes de marzo), y había muchas tiendas abiertas, y su acento, era verdad, no parecía cubano. Después de descifrarme los subsuelos, los andenes y los anuncios en los paneles, se despidieron con abrazos sinceros, y no nos dijimos nuestros nombres, vaya uno a saber por qué, y, aunque nos gustaba el beisbol, nunca creyeron lo del Parque Alijadores frente al río Pánuco, con una vía del tren atravesando los jardines…, imposible, muchacho, a quién se le ocurría.

A la una en punto abordé mi último autobús, y mi compañero de asiento fue un señor chileno, don Carlos. Regresaba a su casa en la isla de Montreal, había venido de visita, un familiar enfermo en Nueva York, porque casi toda la familia dejó Santiago tras el golpe de Estado del 73. Miró hacia mis zapatos, y mis suelas de puerto le hablaron a las claras de mi condición de recién llegado; por cierto, cuando dejamos Manhattan (era muy propio de modales, muy educado al hablar, sesenta años quizás), don Carlos me ofreció algún calzado de sus hijos, que no me preocupase, todo saldría bien, y recuerdo el río Hudson, sobrecargado de bruma, todo saldrá bien, insistía, y en Saratoga Springs su conversación era esperanzadora por demás. Muchos años después, la vida me pondría en las manos aquel libro “Nosotros refugiados”, de Hannah Arendt, y en él aprendí a recordar con mayor integridad a la gente como don Carlos, porque para los migrantes “nuestro optimismo es efectivamente remarcable, pese a que seamos nosotros mismos los que lo proclamamos”, y entonces cruzamos Plattsburgh hasta el puesto fronterizo de Blackpool, entre el estado de Vermont y la provincia de Quebec…, y, por fin, Canadá.

Había en el río Saint-Laurent de aquel otro mes de marzo, ¡veintiocho años ya!, un gélido manto de espuma que los rascacielos de Montreal iluminaban con sus luces nocturnas. Cruzar el hielo inmóvil de la marea era como imaginar que el río Pánuco tenía frío, o que se había echado a dormir bajo mil olas indecisas y que mi deber era despertarlo a golpe de añoranzas. Sí, ya tendría yo tiempo de desperezarlo con mi memoria de aquellos transbordadores (les decíamos “chalanes”), con sus botes de pasajeros cruzando por el Paso del Humo, con el puente Tampico de diseños agigantados uniendo Tamaulipas con Quebec y Veracruz con Vermont.

En la estación del Greyhound me esperaba mi viejo amigo Émile. Barba vikinga, botas térmicas, estatura diminuta para un alma tan generosa, y me preguntó en español por los sudores del Pánuco, y qué frío hace en el Saint-Laurent, le respondí. Y ya en los vagones del metro, rumbo a su domicilio, claro que yo había filosofado todos los puentes y las miradas, los acentos y sus meandros, porque nadie que nazca frente a un río se va de casa para siempre, Émile, o porque nadie que arraigue en un río vivirá por completo en el exilio. Juro que así le dije, y supongo fue entonces que comencé a llegar a todas estas nostalgias.

(SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE)

Los migrantes guardamos muy bien en la nostalgia el día de los rostros, el mes de los acentos, la hora de las esperanzas y el minuto exacto de nuestra llegada al Polo Norte. Revisitamos la fecha con palabras propias de un cumpleaños: aniversario, acontecimiento, efeméride, antes de aprender a explicarla como un segundo nacimiento (esta vez a ojos abiertos, claro está).

En efecto, de nueva cuenta nos espera la tarea de salir del vientre de nuestra cultura. Y damos los primeros pasos en un mundo hecho de escarchas, y para sobrevivir hemos de florecer entre gramáticas ajenas, y además aprenderemos las vestimentas de un frío inexplicable, y en la parte final de mi trayecto, en este último miércoles de marzo en que evoco mi arribo a la isla de Montreal, ¡hace veintiocho años ya!, en cuarenta horas de Greyhound había dejado atrás el río Pánuco, también el Bravo, luego el Mississippi, y porque cambiábamos de camión a cada rato, o porque a toda hora era hora de un cansancio acumulado, muchos brazos de agua debieron pasar de madrugada en el dormitar de mi asiento, y ni modo.

Atrás quedaba la Union Station, en la ciudad de Washington. Rumbo a la gran manzana, quise decir, camino a Nueva York, conocí a dos hermanos boricuas; acentos parecidos al cubano pero de un cantar distinto, requiebros emparentados con el dominicano y también con el andaluz, aunque ellos me corregían que no, muchacho, su español era irrepetible. Para cualquier hijo de la calle Colón aquel también hubiese sido un atardecer de paisajes insólitos, con bosques congelados y campos cubiertos de nieve en el observatorio de mi ventanilla. El conductor (casi todos afroamericanos, elegantísimos de terno gris armonizando con una corbata turquesa) corría a una velocidad media sobre la autopista donde de repente apareció la imagen imborrable de un río nocturno, el Susquehanna. Los puertorriqueños dormían, gracias a Dios, y abriendo bien los ojos sobre un puente, pasó ese caudal de témpanos: el agua obscura de la noche hacía fluir los pequeños glaciares en la mirada, más agua sombría con su torrente de icebergs diminutos, ¿cómo decirlo?, la blancura del deshielo escribía sus elocuencias sobre una página líquida, sin color y casi sin tiempo.

Nueva York nos despertó en una carretera a las siete de la mañana. Era domingo, y al entrar por el Lincoln Tunnel ya no regresamos al mundo exterior, pues los andenes de la Port Authority Station estaban bajo tierra. Desayunamos juntos en uno de los muchos quioscos de comida rápida; primero, un vaso kilométrico de café, y lo mismo para los tres, por favor: pan con mantequilla, huevos revueltos, salchicha, papas fritas, y teníamos tiempo, ellos invitaban, mucho tiempo, porque mi corrida para la isla de Montreal salía hasta la una de la tarde. Tenían razón, aquella terminal era un laberinto de escaleras eléctricas y de recodos en un gran flujo de gente amodorrada (sus semblantes también llenan mi memoria de los afluentes de marzo), y había muchas tiendas abiertas, y su acento, era verdad, no parecía cubano. Después de descifrarme los subsuelos, los andenes y los anuncios en los paneles, se despidieron con abrazos sinceros, y no nos dijimos nuestros nombres, vaya uno a saber por qué, y, aunque nos gustaba el beisbol, nunca creyeron lo del Parque Alijadores frente al río Pánuco, con una vía del tren atravesando los jardines…, imposible, muchacho, a quién se le ocurría.

A la una en punto abordé mi último autobús, y mi compañero de asiento fue un señor chileno, don Carlos. Regresaba a su casa en la isla de Montreal, había venido de visita, un familiar enfermo en Nueva York, porque casi toda la familia dejó Santiago tras el golpe de Estado del 73. Miró hacia mis zapatos, y mis suelas de puerto le hablaron a las claras de mi condición de recién llegado; por cierto, cuando dejamos Manhattan (era muy propio de modales, muy educado al hablar, sesenta años quizás), don Carlos me ofreció algún calzado de sus hijos, que no me preocupase, todo saldría bien, y recuerdo el río Hudson, sobrecargado de bruma, todo saldrá bien, insistía, y en Saratoga Springs su conversación era esperanzadora por demás. Muchos años después, la vida me pondría en las manos aquel libro “Nosotros refugiados”, de Hannah Arendt, y en él aprendí a recordar con mayor integridad a la gente como don Carlos, porque para los migrantes “nuestro optimismo es efectivamente remarcable, pese a que seamos nosotros mismos los que lo proclamamos”, y entonces cruzamos Plattsburgh hasta el puesto fronterizo de Blackpool, entre el estado de Vermont y la provincia de Quebec…, y, por fin, Canadá.

Había en el río Saint-Laurent de aquel otro mes de marzo, ¡veintiocho años ya!, un gélido manto de espuma que los rascacielos de Montreal iluminaban con sus luces nocturnas. Cruzar el hielo inmóvil de la marea era como imaginar que el río Pánuco tenía frío, o que se había echado a dormir bajo mil olas indecisas y que mi deber era despertarlo a golpe de añoranzas. Sí, ya tendría yo tiempo de desperezarlo con mi memoria de aquellos transbordadores (les decíamos “chalanes”), con sus botes de pasajeros cruzando por el Paso del Humo, con el puente Tampico de diseños agigantados uniendo Tamaulipas con Quebec y Veracruz con Vermont.

En la estación del Greyhound me esperaba mi viejo amigo Émile. Barba vikinga, botas térmicas, estatura diminuta para un alma tan generosa, y me preguntó en español por los sudores del Pánuco, y qué frío hace en el Saint-Laurent, le respondí. Y ya en los vagones del metro, rumbo a su domicilio, claro que yo había filosofado todos los puentes y las miradas, los acentos y sus meandros, porque nadie que nazca frente a un río se va de casa para siempre, Émile, o porque nadie que arraigue en un río vivirá por completo en el exilio. Juro que así le dije, y supongo fue entonces que comencé a llegar a todas estas nostalgias.