/ miércoles 6 de marzo de 2024

Autorretratos de hielo / Marzo, abril y Gabo

De aquel día recuerdo el color urgente en la voz de mi hija del otro lado de la línea… En mi escritorio, la percibía con una tristeza distinta, pues su acento era de prudencia aunque también de asombro: se parecía a un dolor que no podía ser nuestro y que sin embargo también lo era. Mi respuesta fue un silencio corto, no lo podía creer, aquel día de abril de 2014, hace justo una década, moría Gabriel García Márquez en la Ciudad de México, allá, en el barrio de San Ángel donde dio vida a sus “Cien años de soledad”.

Con su imaginación distinta y bigote caribeño (verruga de pirata señalada con timidez en el paréntesis), su obra le ofreció a nuestra lengua nuevos horizontes de lo simbólico. En efecto, sus libros nos proponen formas impensadas de nombrar el tiempo y maneras insólitas de estar en las palabras; por si fuera poco, cada novela suya diseña espejos donde nuestra identidad de hispanohablantes se sabe abierta a la reinvención del lenguaje.

Quizás por eso comenzamos a contarnos historias, desde la época de las cavernas hasta la edad digital: para triunfar sobre los límites gramaticales, entiéndase, para desafiar los purismos lingüísticos que pugnan por la uniformidad de los verbos y de los destinos. Y al colgar el aparato de aquella llamada irrepetible, se me confundieron las añoranzas, las estanterías de casa en la isla de Montreal se cruzaron con las de mi adolescencia en la calle Colón, y a la evocación de mi padre leyendo “La mala hora” se empalmó mi primer viaje a Cartagena de Indias, acaso la ciudad más amada por Gabo.

Tantas cosas enredó aquel telefonazo... Y a Cartagena de Indias llegué poco antes de su muerte: salí de un pequeño aeropuerto en la ciudad de Panamá rumbo a Medellín, y allí abordé las busetas de un conductor que anunciaba, a voz en cuello, el nombre del barrio indicado, “¡hasta San Diego nomás!”, y lo intenso de aquel grito no era la soltura de las sílabas, sino el cantadito “paisa”, porque nuestra lengua es eso, mil aventuras diferentes o mil correrías excepcionales en cada pronunciación, y Gabo lo sabía, claro que lo sabía, porque en sus libros triunfa siempre el instinto verbal de los personajes, o, si acaso pudiera decirse así, las figuras de “El coronel no tiene quien le escriba” son habitantes a rajatabla de sus propios requiebros, y nunca ciudadanos a ultranza del diccionario. Y en una noche de diluvios parecidos a Macondo, convencido de que no encontraría transporte entre tanta gente bajo la lluvia, crucé una avenida para refugiarme en las marquesinas de aquel edificio donde, sin saber cómo ni por qué, se detuvo un taxi amarillo frente a mis ojos. Buenas noches, y media hora después, calado de lluvia y con una propina que doblaba el costo de la corrida, dormía en casa de mis anfitriones, y cuatro días duró el chubasco en Medellín antes de poner rumbo a Cartagena de Indias.

Aquella llamada de malas noticias reflejaba ternura y emergencia mientras invitaba a entrar en los círculos viciosos de la eternidad. En el acento de mi hija (a manera de consuelo, yo sabía que se despediría con un tajante y abrigador “te quiero mucho”) se mezclaba esa intranquila tarde de abril con la fecha de hoy, cuando recuerdo el natalicio de Gabo, nacido en Aracataca un 6 de marzo de hace casi un siglo. Y aún ahora, a la mitad de mi mesa de trabajo en este primer miércoles de mes, cómo entender que la muerte de un escritor pueda soliviantar la intimidad de tanta gente que todavía lo considera parte intrínseca de su desarrollo emocional. Muchas veces he oído decir, por ejemplo, que alguien salió feliz de su juventud gracias a la lectura de “La hojarasca”, y, en fin, yo llegué a Cartagena de Indias un lunes feriado, después de trece horas de viaje nocturno en un país que, como Colombia, se parece a los sudores y a las sonrisas en el Golfo de México.

Gabo también creía que la verdadera literatura nos comprueba. Venga de donde venga, la fantasía en nuestra lengua, cuando es capaz de reflejarnos, nos hace celebrar el infinito de los léxicos transhispánicos. Otra vez, permítaseme abundar: si en las páginas de “Crónica de una muerte anunciada” sólo fuese posible reproducir el vocabulario amoroso de “Niebla”, ¿para qué leer a Gabo?, o viceversa, ¿para qué leer a Unamuno? (en la variedad está el gusto, diría mi abuela Josefina, la de San Miguel el Alto), y en aquel lunes de seguir llegando a Cartagena de Indias encontré lectores ávidos, bibliotecas privadas, mucho calor, y, a pesar de los turistas absortos en las fachadas coloniales, me dirigí al chiringuito que dio lugar a “Del amor y otros demonios”. Resultaba arrobador sentarse en las bancas de la Plaza Bolívar, entre lustrabotas universales, vendedores de café y mi memoria de “Vivir para contarla”. Luego, las andanzas me condujeron al clausurado edificio de “El Universal”, a su casa de bardas altísimas sobre la calle del Curato, al barrio de Getsemaní, y así hasta tomar respiro en la plaza Fernández Madrid, frente a la residencia de Juventina Daza, la de “El amor en los tiempos del cólera”.

Vuelvo, pues, a la llamada de aquel día… Enseguida pensé en la muerte de Víctor Hugo, cuando todo París (incluso el más analfabeta) salió a las avenidas a llorar a su escritor: lo mismo sucedería en la gran república de la lengua española, le dije a mi hija a manera de despedida. Y al final de aquella visita a Colombia, después de colgar el auricular en la isla de Montreal, entré a mi memoria del Claustro de la Merced en la Universidad de Cartagena. Allí, en las mesas de una exposición fotográfica sobre su vida, aprendí a sentir que hay días de abril ocurriendo en cada marzo, ¿cómo decirlo?, y que hay escritores como Gabo sucediendo todo el año entre nosotros.

De aquel día recuerdo el color urgente en la voz de mi hija del otro lado de la línea… En mi escritorio, la percibía con una tristeza distinta, pues su acento era de prudencia aunque también de asombro: se parecía a un dolor que no podía ser nuestro y que sin embargo también lo era. Mi respuesta fue un silencio corto, no lo podía creer, aquel día de abril de 2014, hace justo una década, moría Gabriel García Márquez en la Ciudad de México, allá, en el barrio de San Ángel donde dio vida a sus “Cien años de soledad”.

Con su imaginación distinta y bigote caribeño (verruga de pirata señalada con timidez en el paréntesis), su obra le ofreció a nuestra lengua nuevos horizontes de lo simbólico. En efecto, sus libros nos proponen formas impensadas de nombrar el tiempo y maneras insólitas de estar en las palabras; por si fuera poco, cada novela suya diseña espejos donde nuestra identidad de hispanohablantes se sabe abierta a la reinvención del lenguaje.

Quizás por eso comenzamos a contarnos historias, desde la época de las cavernas hasta la edad digital: para triunfar sobre los límites gramaticales, entiéndase, para desafiar los purismos lingüísticos que pugnan por la uniformidad de los verbos y de los destinos. Y al colgar el aparato de aquella llamada irrepetible, se me confundieron las añoranzas, las estanterías de casa en la isla de Montreal se cruzaron con las de mi adolescencia en la calle Colón, y a la evocación de mi padre leyendo “La mala hora” se empalmó mi primer viaje a Cartagena de Indias, acaso la ciudad más amada por Gabo.

Tantas cosas enredó aquel telefonazo... Y a Cartagena de Indias llegué poco antes de su muerte: salí de un pequeño aeropuerto en la ciudad de Panamá rumbo a Medellín, y allí abordé las busetas de un conductor que anunciaba, a voz en cuello, el nombre del barrio indicado, “¡hasta San Diego nomás!”, y lo intenso de aquel grito no era la soltura de las sílabas, sino el cantadito “paisa”, porque nuestra lengua es eso, mil aventuras diferentes o mil correrías excepcionales en cada pronunciación, y Gabo lo sabía, claro que lo sabía, porque en sus libros triunfa siempre el instinto verbal de los personajes, o, si acaso pudiera decirse así, las figuras de “El coronel no tiene quien le escriba” son habitantes a rajatabla de sus propios requiebros, y nunca ciudadanos a ultranza del diccionario. Y en una noche de diluvios parecidos a Macondo, convencido de que no encontraría transporte entre tanta gente bajo la lluvia, crucé una avenida para refugiarme en las marquesinas de aquel edificio donde, sin saber cómo ni por qué, se detuvo un taxi amarillo frente a mis ojos. Buenas noches, y media hora después, calado de lluvia y con una propina que doblaba el costo de la corrida, dormía en casa de mis anfitriones, y cuatro días duró el chubasco en Medellín antes de poner rumbo a Cartagena de Indias.

Aquella llamada de malas noticias reflejaba ternura y emergencia mientras invitaba a entrar en los círculos viciosos de la eternidad. En el acento de mi hija (a manera de consuelo, yo sabía que se despediría con un tajante y abrigador “te quiero mucho”) se mezclaba esa intranquila tarde de abril con la fecha de hoy, cuando recuerdo el natalicio de Gabo, nacido en Aracataca un 6 de marzo de hace casi un siglo. Y aún ahora, a la mitad de mi mesa de trabajo en este primer miércoles de mes, cómo entender que la muerte de un escritor pueda soliviantar la intimidad de tanta gente que todavía lo considera parte intrínseca de su desarrollo emocional. Muchas veces he oído decir, por ejemplo, que alguien salió feliz de su juventud gracias a la lectura de “La hojarasca”, y, en fin, yo llegué a Cartagena de Indias un lunes feriado, después de trece horas de viaje nocturno en un país que, como Colombia, se parece a los sudores y a las sonrisas en el Golfo de México.

Gabo también creía que la verdadera literatura nos comprueba. Venga de donde venga, la fantasía en nuestra lengua, cuando es capaz de reflejarnos, nos hace celebrar el infinito de los léxicos transhispánicos. Otra vez, permítaseme abundar: si en las páginas de “Crónica de una muerte anunciada” sólo fuese posible reproducir el vocabulario amoroso de “Niebla”, ¿para qué leer a Gabo?, o viceversa, ¿para qué leer a Unamuno? (en la variedad está el gusto, diría mi abuela Josefina, la de San Miguel el Alto), y en aquel lunes de seguir llegando a Cartagena de Indias encontré lectores ávidos, bibliotecas privadas, mucho calor, y, a pesar de los turistas absortos en las fachadas coloniales, me dirigí al chiringuito que dio lugar a “Del amor y otros demonios”. Resultaba arrobador sentarse en las bancas de la Plaza Bolívar, entre lustrabotas universales, vendedores de café y mi memoria de “Vivir para contarla”. Luego, las andanzas me condujeron al clausurado edificio de “El Universal”, a su casa de bardas altísimas sobre la calle del Curato, al barrio de Getsemaní, y así hasta tomar respiro en la plaza Fernández Madrid, frente a la residencia de Juventina Daza, la de “El amor en los tiempos del cólera”.

Vuelvo, pues, a la llamada de aquel día… Enseguida pensé en la muerte de Víctor Hugo, cuando todo París (incluso el más analfabeta) salió a las avenidas a llorar a su escritor: lo mismo sucedería en la gran república de la lengua española, le dije a mi hija a manera de despedida. Y al final de aquella visita a Colombia, después de colgar el auricular en la isla de Montreal, entré a mi memoria del Claustro de la Merced en la Universidad de Cartagena. Allí, en las mesas de una exposición fotográfica sobre su vida, aprendí a sentir que hay días de abril ocurriendo en cada marzo, ¿cómo decirlo?, y que hay escritores como Gabo sucediendo todo el año entre nosotros.