/ miércoles 28 de febrero de 2024

Autorretratos de hielo / Murales de muchos mundos

En este primer párrafo que quiere ser breve (Dios te libre, lector, de prólogos largos, decía Quevedo), empecemos de otra manera el último miércoles del mes. Mientras miro hacia mi calle frente al consulado de Líbano, reconforta sospechar que no estoy solo, y que quizás nunca lo he estado: en la isla cosmopolita de Montreal todo migrante que se respete aprovecha los latidos del invierno para ejercitar sus añoranzas, y está muy bien que así sea...

De mis escapadas al centro con los amigos de infancia, recuerdo el edificio del Ayuntamiento. La escalinata, el hierro negro de los portones, subir al balcón del segundo piso y mirar las palmeras de la Plaza de Armas, adivinar desde allá las ardillas de La Victoria, y, en su momento, contemplar durante horas diminutas aquellas maquetas prometiendo, ¡ahora sí sería verdad!, un puente sobre el río Pánuco. Había bustos heroicos, teníamos menos de diez años, y al bajar mirábamos los murales con la historia de la ciudad, obra de Carlos Sens, si la memoria no se me despeña, paisajes obreros a la manera de Diego Rivera (por definición, sólo podían ser trabajadores petroleros), también banderas latinoamericanas, y yo no entendía, nunca lo entendí, por qué la de España no se contaba entre las otras. Eso sí, recuerdo con claridad las explicaciones de mis padres, periodistas como siempre fueron, respondiendo a mis preguntas: se trataba tan sólo de un olvido, los pasados no son negociables, decían, y si alguna herida nos quedaba en esto de andar por la vida cobrándole facturas a la desmemoria, ella tenía que sanar con los acentos heredados de lo mexicano, y, por elocuente añadidura, entre las palabras españolas renovadas por el náhuatl.

Aquellos murales no fueron, claro que no, mi primer contacto con el arte en los lugares públicos. Y al bajar del Ayuntamiento, corriendo alrededor del quiosco morisco, estaba el frontón de la catedral pintado sobre mosaiquillo veneciano por José Ruiz Diez, artista llegado con su familia desde Burgos en plena adolescencia y migrante de los que lo dejaron todo huyendo del franquismo allá en España. Además, y esto creo haberlo dicho en otro miércoles de contenidos distintos, su familia y la nuestra eran vecinas en aquel edificio Assad que se vino abajo, Canseco casi esquina con calle Tamaulipas. Por las tardes, solíamos subir al cuarto piso para jugar con los hijos de los españoles, y el estudio del tío Pepe…, así le decíamos, el tío Pepe…, era nuestro coto vedado, zona restringida, una celda de colores y lienzos y caballetes y el inconfundible olor a tíner (disolvente, para los puristas del lenguaje) y las vasijas con mil pinceles y los trapos arrugados y los carboncillos y el papel estraza por todos lados. Esa sí fue mi experiencia iniciática como espectador de pintores, porque el tío Pepe le había dado forma a una catedral y el orgullo que me daba presumir que lo conocía, cuando muchas tardes me saludó en las escaleras del edificio, aire quijotesco y sonrisa extraviada entre su mochila de trabajo y los cigarros sin filtro. Alguien tan cercano, aunque de otra manera, fue Jorge Yapur. Nacido en El Mante y discípulo del maestro Cano Manilla, a su modo él también era un transterrado, pues vivió hasta su muerte en Tampico. Cuando los astros se alienaron y se convirtió además en profesor universitario, nos entretenían muchísimo sus cursos sobre Historia del Arte, por ejemplo, y asimismo los de Apreciación Estética (I y II). Al paso de las reflexiones sobre los prerrafaelitas, artistas ingleses del siglo XIX, entendimos mejor su personalidad, pues aquel periodo le fascinaba por su espíritu contestatario y su carácter liberador. Varias veces nos invitó a su casa en La Herradura, horas de horas observándolo en su taller, y era genial mirarlo trabajar mientras yo tomaba notas de todo para una entrevista en este mismo periódico de hace tantas nostalgias. La última obra que le reconocí, en alguno de mis ocasionales regresos al puerto, fue su mural en la iglesia del Santo Ángel: pintado detrás del altar, lo vi junto a mi madre, ella siempre tan reglamentaria en cualquier misa dominical.

Y Carlos Sens, y el tío Pepe, y el maestro Yapur, cada uno de ellos me preparó para reconocer a Vera en la isla de Montreal y al primer golpe de ojos. Judía húngara, había dejado Budapest cuando el comunismo se vino abajo y se declaró el final de las igualdades obligatorias: una nueva oleada de antisemitismo se desató en aquel país, y Vera primero pasó por Berlín camino a París, finales de los noventas, madre soltera de Simón, y durante dos años siguió pintando a salto de mata hasta que llegó a Marruecos. Seis meses después emprendió el viaje a la Ciudad de México de todos nosotros; con un hijo a cuestas y un estuche de lápices y aquel cuadernillo de bosquejar andanzas, solicitó refugio en Canadá, y muchas veces su casa-taller (aquí nomás, a tres cuadras de todas estas líneas) nos ha servido de refugio cuando a los dos se nos desbordan las melancolías, a ella desde su Danubio imaginario, a mí desde las olas más idealizadas de Miramar… Al final, los migrantes somos un poco eso, quise decir, el deseo constante de enlazar nuestros orígenes con nuestras ciudades de adopción. Y así vamos por el desarraigo, insistiendo en que la novedad de lo observado siempre ha contado con antecedentes en la primera parte de nuestras biografías. Acaso para sentirnos menos divididos (o siquiera menos inciertos en las dos vidas que arrastramos en el cuerpo), lo aprovechamos todo para “(con)fundirlo” todo: el Tampico de Burgos, el Budapest de Montreal, la calle Colón entre las aceras escarchadas del consulado de Líbano, con todos los viceversas imaginables en el aliento más pintoresco de cualquier febrero.

En este primer párrafo que quiere ser breve (Dios te libre, lector, de prólogos largos, decía Quevedo), empecemos de otra manera el último miércoles del mes. Mientras miro hacia mi calle frente al consulado de Líbano, reconforta sospechar que no estoy solo, y que quizás nunca lo he estado: en la isla cosmopolita de Montreal todo migrante que se respete aprovecha los latidos del invierno para ejercitar sus añoranzas, y está muy bien que así sea...

De mis escapadas al centro con los amigos de infancia, recuerdo el edificio del Ayuntamiento. La escalinata, el hierro negro de los portones, subir al balcón del segundo piso y mirar las palmeras de la Plaza de Armas, adivinar desde allá las ardillas de La Victoria, y, en su momento, contemplar durante horas diminutas aquellas maquetas prometiendo, ¡ahora sí sería verdad!, un puente sobre el río Pánuco. Había bustos heroicos, teníamos menos de diez años, y al bajar mirábamos los murales con la historia de la ciudad, obra de Carlos Sens, si la memoria no se me despeña, paisajes obreros a la manera de Diego Rivera (por definición, sólo podían ser trabajadores petroleros), también banderas latinoamericanas, y yo no entendía, nunca lo entendí, por qué la de España no se contaba entre las otras. Eso sí, recuerdo con claridad las explicaciones de mis padres, periodistas como siempre fueron, respondiendo a mis preguntas: se trataba tan sólo de un olvido, los pasados no son negociables, decían, y si alguna herida nos quedaba en esto de andar por la vida cobrándole facturas a la desmemoria, ella tenía que sanar con los acentos heredados de lo mexicano, y, por elocuente añadidura, entre las palabras españolas renovadas por el náhuatl.

Aquellos murales no fueron, claro que no, mi primer contacto con el arte en los lugares públicos. Y al bajar del Ayuntamiento, corriendo alrededor del quiosco morisco, estaba el frontón de la catedral pintado sobre mosaiquillo veneciano por José Ruiz Diez, artista llegado con su familia desde Burgos en plena adolescencia y migrante de los que lo dejaron todo huyendo del franquismo allá en España. Además, y esto creo haberlo dicho en otro miércoles de contenidos distintos, su familia y la nuestra eran vecinas en aquel edificio Assad que se vino abajo, Canseco casi esquina con calle Tamaulipas. Por las tardes, solíamos subir al cuarto piso para jugar con los hijos de los españoles, y el estudio del tío Pepe…, así le decíamos, el tío Pepe…, era nuestro coto vedado, zona restringida, una celda de colores y lienzos y caballetes y el inconfundible olor a tíner (disolvente, para los puristas del lenguaje) y las vasijas con mil pinceles y los trapos arrugados y los carboncillos y el papel estraza por todos lados. Esa sí fue mi experiencia iniciática como espectador de pintores, porque el tío Pepe le había dado forma a una catedral y el orgullo que me daba presumir que lo conocía, cuando muchas tardes me saludó en las escaleras del edificio, aire quijotesco y sonrisa extraviada entre su mochila de trabajo y los cigarros sin filtro. Alguien tan cercano, aunque de otra manera, fue Jorge Yapur. Nacido en El Mante y discípulo del maestro Cano Manilla, a su modo él también era un transterrado, pues vivió hasta su muerte en Tampico. Cuando los astros se alienaron y se convirtió además en profesor universitario, nos entretenían muchísimo sus cursos sobre Historia del Arte, por ejemplo, y asimismo los de Apreciación Estética (I y II). Al paso de las reflexiones sobre los prerrafaelitas, artistas ingleses del siglo XIX, entendimos mejor su personalidad, pues aquel periodo le fascinaba por su espíritu contestatario y su carácter liberador. Varias veces nos invitó a su casa en La Herradura, horas de horas observándolo en su taller, y era genial mirarlo trabajar mientras yo tomaba notas de todo para una entrevista en este mismo periódico de hace tantas nostalgias. La última obra que le reconocí, en alguno de mis ocasionales regresos al puerto, fue su mural en la iglesia del Santo Ángel: pintado detrás del altar, lo vi junto a mi madre, ella siempre tan reglamentaria en cualquier misa dominical.

Y Carlos Sens, y el tío Pepe, y el maestro Yapur, cada uno de ellos me preparó para reconocer a Vera en la isla de Montreal y al primer golpe de ojos. Judía húngara, había dejado Budapest cuando el comunismo se vino abajo y se declaró el final de las igualdades obligatorias: una nueva oleada de antisemitismo se desató en aquel país, y Vera primero pasó por Berlín camino a París, finales de los noventas, madre soltera de Simón, y durante dos años siguió pintando a salto de mata hasta que llegó a Marruecos. Seis meses después emprendió el viaje a la Ciudad de México de todos nosotros; con un hijo a cuestas y un estuche de lápices y aquel cuadernillo de bosquejar andanzas, solicitó refugio en Canadá, y muchas veces su casa-taller (aquí nomás, a tres cuadras de todas estas líneas) nos ha servido de refugio cuando a los dos se nos desbordan las melancolías, a ella desde su Danubio imaginario, a mí desde las olas más idealizadas de Miramar… Al final, los migrantes somos un poco eso, quise decir, el deseo constante de enlazar nuestros orígenes con nuestras ciudades de adopción. Y así vamos por el desarraigo, insistiendo en que la novedad de lo observado siempre ha contado con antecedentes en la primera parte de nuestras biografías. Acaso para sentirnos menos divididos (o siquiera menos inciertos en las dos vidas que arrastramos en el cuerpo), lo aprovechamos todo para “(con)fundirlo” todo: el Tampico de Burgos, el Budapest de Montreal, la calle Colón entre las aceras escarchadas del consulado de Líbano, con todos los viceversas imaginables en el aliento más pintoresco de cualquier febrero.