/ miércoles 21 de febrero de 2024

Autorretratos de hielo / Sinónimos y desempleos

Una de las experiencias más inquietantes para el transterrado de la calle Colón en Norteamérica, es perder el empleo en su ciudad natal y tener que rebuscarse la vida en otra lengua, en otra cultura, en fin, y también en otra forma de sobrevivir las pulmonías.

Pero, mejor entrar en materia… Cuando los trabajos remunerados escriben su punto final en la primera parte de nuestras historias (el día en que dejamos de ser tampiqueños de tiempo completo, eso es lo que quise decir aquí), la experiencia del desarraigo, la expulsión, el viaje incierto, el tímido desembarco en la isla de Montreal, todo eso nos hace sentir como aquel personaje de Kafka en “América”: almas capaces de cualquier cosa, ágiles para lavar platos o para dirigir empresas transnacionales, competentes para el aseo en los edificios públicos o genios insuperables de proyectos rimbombantes. Parafraseando aquel verso de Sabines, lo mismo nos creemos el capitán del barco que los cocineros, y, a pesar de todo, para cualquier migrante la desocupación representa un paréntesis hecho de lenguas y de angustias, una ruptura emparentada con los diccionarios y con los desasosiegos.

Al iniciar la búsqueda de nuestro primer trabajo en el Polo Norte, los desterrados tomamos un largo respiro hecho de esperanzas. Asimismo, muy pronto desarrollamos astucias nuevas y habilidades insólitas en el arte de pedir “chamba” (“curro” según dicen en Madrid, o “pega” en Valparaíso y también en Bolivia, o “pincha” allá en La Habana, y, por favor, cúlpese de mis distracciones a la juguetona riqueza de nuestra lengua)… Decía, pues, que al salir del ámbito natural de nuestros acentos, y por una rarísima ironía vivencial, la cesantía en otro idioma nos hace abrir habitaciones desconocidas en el sótano de nuestras almas. Incluso, a menudo nos sospecharemos muy ingeniosos cuando, al penetrar en el mercado laboral de la ciudad boreal, frecuentamos lugares que se nos parecen y sitios que nos reflejan, restaurantes de menús caribeños o bares latinos donde una tarde de Copa América tomé el rumbo de La Fiesta, sobre la calle Somerset, y yo acababa de llegar, mediaban los años noventa, y pagué una cerveza con un dinero que casi no tenía mientras miraba el partido de futbol con pasión mal disimulada.

Conocí poca gente en esas mesas, aunque nadie digno de mención en estas líneas. El sitio rezumaba desencantos, así lo percibí, los peruanos estaban muy ocupados en ser peruanos en la televisión, nadie quería hablar de su trabajo, y lo mismo sucedía con los ecuatorianos y los argentinos y los hondureños, todos gritando goles que no importaban, acaso para olvidar la realidad de la expatriación. Y aunque cada cerveza invertida era un atentado contra la tristeza de mi bolsillo, volví un par de veces a La Fiesta confiado en que su propietario me orientase sobre cómo socializar en el destierro transhispánico: lo que debía hacer, me dijo, era solicitar “hueso” (en Bogotá le dicen “camello”, o “laburo” en Salta y Montevideo) en una franquicia de bebidas y pastelillos donde trabajaban muchos salvadoreños llegados a Canadá cuando la guerra.

En el mostrador, anunciado como en un tablero de honor, miré con sorpresa el apellido del gerente en la cafetería de marras: Rodríguez. Leerlo hacía presagiar una especie de familia extendida, era como un anuncio de complicidades, como un barrunto de algo parecido a la solidaridad. Me amarré el corazón para no anticipar milagros, le entregué la hojita del formulario y en español le informé que cualquier vacante sería ideal, pues yo apenas estaba aprendiendo a descifrar las veredas escarchadas de mi nueva realidad. El tal Rodríguez me miró con fastidio, acaso porque en su horario abundaban los latinoamericanos dando palos de ciego en busca de “camarón” (centroamericanismo para solicitar “jale”, si mal no me acuerdo).

Cambié la estrategia. Ahora me apersonaría en clubes de lectura en castellano, en exposiciones de arte y simposios de temas nuestros, y también en aquel espectáculo de flamenco que tuvo lugar en los salones del Ayuntamiento de Montreal. Socializar en los ámbitos de una cultura común, esa me parecía la clave para conseguir mi primer “brete” (así dicen en Costa Rica, y también en Caracas). Días más tarde, en una sala universitaria miré “Los diablos no sueñan” (1995), documental sobre Jacobo Arbenz Guzmán, presidente guatemalteco derrocado en 1954; en la sesión de preguntas, había que dar en el clavo, dibujar un rostro de ceño inteligente, llamar la atención, y por qué…, ¿por qué el Arbenz de Guatemala no posee la notoriedad con que aún duele el Allende chileno?, y sí, socializar en los territorios de una herencia compartida, esa era la clave.

Cuando supe de un círculo de amigos de la lengua española, reuniones quincenales en un bar de artistas, les di nuevas oportunidades a los horizontes profesionales. Para entonces ya sólo pedía agua mineral, y venían invitados especiales, entrada gratuita, profesores e investigadores políglotas, también poetas bilingües, y de aquellas veladas aún conservo eso que hoy podría llamar viejos amigos. Conocí gente que conocía gente, por supuesto, y en su momento bastó con hilar la trenza de las coincidencias, entretejerse de casualidades, enviar hojas de vida y dejar que los meses florecieran en la certeza de que buscar empleo en un país extranjero es la forma más insólita de reconocernos imaginativos, ¿cómo decirlo?, los seres más inventivos de que se tenga noticia.

En el último párrafo del miércoles, sin embargo, lo que debe destacarse es otra cosa. Venga de donde venga, para el exiliado transhispánico la única forma de conseguir “brega” (léxico boricua, y, por cierto, el coloquialismo para trabajo allá en Managua es “machete”, y no me distraigo más, lo prometo) no sólo exige someter un currículum allí donde la ocasión se presenta: exige convencerse de que el paro nunca será castigo sino accidente, exige sentir que el desarraigo también es un examen de fidelidades hacia la cultura que nos explica, y, por increíble añadidura, sobre todo exige aprender a nombrarnos en la multiforme novedad de las palabras heredadas.

Una de las experiencias más inquietantes para el transterrado de la calle Colón en Norteamérica, es perder el empleo en su ciudad natal y tener que rebuscarse la vida en otra lengua, en otra cultura, en fin, y también en otra forma de sobrevivir las pulmonías.

Pero, mejor entrar en materia… Cuando los trabajos remunerados escriben su punto final en la primera parte de nuestras historias (el día en que dejamos de ser tampiqueños de tiempo completo, eso es lo que quise decir aquí), la experiencia del desarraigo, la expulsión, el viaje incierto, el tímido desembarco en la isla de Montreal, todo eso nos hace sentir como aquel personaje de Kafka en “América”: almas capaces de cualquier cosa, ágiles para lavar platos o para dirigir empresas transnacionales, competentes para el aseo en los edificios públicos o genios insuperables de proyectos rimbombantes. Parafraseando aquel verso de Sabines, lo mismo nos creemos el capitán del barco que los cocineros, y, a pesar de todo, para cualquier migrante la desocupación representa un paréntesis hecho de lenguas y de angustias, una ruptura emparentada con los diccionarios y con los desasosiegos.

Al iniciar la búsqueda de nuestro primer trabajo en el Polo Norte, los desterrados tomamos un largo respiro hecho de esperanzas. Asimismo, muy pronto desarrollamos astucias nuevas y habilidades insólitas en el arte de pedir “chamba” (“curro” según dicen en Madrid, o “pega” en Valparaíso y también en Bolivia, o “pincha” allá en La Habana, y, por favor, cúlpese de mis distracciones a la juguetona riqueza de nuestra lengua)… Decía, pues, que al salir del ámbito natural de nuestros acentos, y por una rarísima ironía vivencial, la cesantía en otro idioma nos hace abrir habitaciones desconocidas en el sótano de nuestras almas. Incluso, a menudo nos sospecharemos muy ingeniosos cuando, al penetrar en el mercado laboral de la ciudad boreal, frecuentamos lugares que se nos parecen y sitios que nos reflejan, restaurantes de menús caribeños o bares latinos donde una tarde de Copa América tomé el rumbo de La Fiesta, sobre la calle Somerset, y yo acababa de llegar, mediaban los años noventa, y pagué una cerveza con un dinero que casi no tenía mientras miraba el partido de futbol con pasión mal disimulada.

Conocí poca gente en esas mesas, aunque nadie digno de mención en estas líneas. El sitio rezumaba desencantos, así lo percibí, los peruanos estaban muy ocupados en ser peruanos en la televisión, nadie quería hablar de su trabajo, y lo mismo sucedía con los ecuatorianos y los argentinos y los hondureños, todos gritando goles que no importaban, acaso para olvidar la realidad de la expatriación. Y aunque cada cerveza invertida era un atentado contra la tristeza de mi bolsillo, volví un par de veces a La Fiesta confiado en que su propietario me orientase sobre cómo socializar en el destierro transhispánico: lo que debía hacer, me dijo, era solicitar “hueso” (en Bogotá le dicen “camello”, o “laburo” en Salta y Montevideo) en una franquicia de bebidas y pastelillos donde trabajaban muchos salvadoreños llegados a Canadá cuando la guerra.

En el mostrador, anunciado como en un tablero de honor, miré con sorpresa el apellido del gerente en la cafetería de marras: Rodríguez. Leerlo hacía presagiar una especie de familia extendida, era como un anuncio de complicidades, como un barrunto de algo parecido a la solidaridad. Me amarré el corazón para no anticipar milagros, le entregué la hojita del formulario y en español le informé que cualquier vacante sería ideal, pues yo apenas estaba aprendiendo a descifrar las veredas escarchadas de mi nueva realidad. El tal Rodríguez me miró con fastidio, acaso porque en su horario abundaban los latinoamericanos dando palos de ciego en busca de “camarón” (centroamericanismo para solicitar “jale”, si mal no me acuerdo).

Cambié la estrategia. Ahora me apersonaría en clubes de lectura en castellano, en exposiciones de arte y simposios de temas nuestros, y también en aquel espectáculo de flamenco que tuvo lugar en los salones del Ayuntamiento de Montreal. Socializar en los ámbitos de una cultura común, esa me parecía la clave para conseguir mi primer “brete” (así dicen en Costa Rica, y también en Caracas). Días más tarde, en una sala universitaria miré “Los diablos no sueñan” (1995), documental sobre Jacobo Arbenz Guzmán, presidente guatemalteco derrocado en 1954; en la sesión de preguntas, había que dar en el clavo, dibujar un rostro de ceño inteligente, llamar la atención, y por qué…, ¿por qué el Arbenz de Guatemala no posee la notoriedad con que aún duele el Allende chileno?, y sí, socializar en los territorios de una herencia compartida, esa era la clave.

Cuando supe de un círculo de amigos de la lengua española, reuniones quincenales en un bar de artistas, les di nuevas oportunidades a los horizontes profesionales. Para entonces ya sólo pedía agua mineral, y venían invitados especiales, entrada gratuita, profesores e investigadores políglotas, también poetas bilingües, y de aquellas veladas aún conservo eso que hoy podría llamar viejos amigos. Conocí gente que conocía gente, por supuesto, y en su momento bastó con hilar la trenza de las coincidencias, entretejerse de casualidades, enviar hojas de vida y dejar que los meses florecieran en la certeza de que buscar empleo en un país extranjero es la forma más insólita de reconocernos imaginativos, ¿cómo decirlo?, los seres más inventivos de que se tenga noticia.

En el último párrafo del miércoles, sin embargo, lo que debe destacarse es otra cosa. Venga de donde venga, para el exiliado transhispánico la única forma de conseguir “brega” (léxico boricua, y, por cierto, el coloquialismo para trabajo allá en Managua es “machete”, y no me distraigo más, lo prometo) no sólo exige someter un currículum allí donde la ocasión se presenta: exige convencerse de que el paro nunca será castigo sino accidente, exige sentir que el desarraigo también es un examen de fidelidades hacia la cultura que nos explica, y, por increíble añadidura, sobre todo exige aprender a nombrarnos en la multiforme novedad de las palabras heredadas.