/ miércoles 17 de abril de 2024

Autorretratos de hielo / Un eclipse y muchos pasaportes

Nos pusimos de acuerdo hace meses, cuando se anunció el eclipse total. Abril sería un lugar de magias en el cielo, nos decíamos, de atardeceres efímeros, bromeábamos, o de noches que duran cuatro suspiros, filosofábamos. Ni qué decir de los anillos de diamante despertando por la espalda de la Luna, y ojalá que la tarde prometida estuviese despejada, ojalá que no lloviese, ojalá que el invierno boreal nos diese un respiro en esa fecha. La vida es así en el Polo Norte, uno sueña tantas cosas en el otoño esperando que las inclemencias del invierno no retrasen la llegada de la primavera.

Junto a mi grupo de amigos, casi todos transterrados y con una historia de exilios en el alma, organizaríamos un pícnic en el parque La Fontaine. Cada uno pondría algo, comida o bebidas, lo que quisiese, y durante un par de horas gozaríamos del espectáculo del cielo entre sándwiches y ensaladas y sidras de sello ecológico y también ese postre de naranja que Joëlle, judía nacida en Líbano, sabe preparar. Por cierto, Joëlle llegó a Montreal hace más de medio siglo, era muy niña; cuando a sus padres los expulsaron de Siria en los años cincuenta, huyeron a Beirut, de allí viajaron a Canadá, y ella recuerda con claridad (y con escalofríos en el acento) sus primeros inviernos en Norteamérica: increíbles de nieve y sorprendentes de lluvias congeladas. Casada con Christophe el francés, conocedor de quesos históricos y sabio de vinos irrefutables, ambos suelen decir que los migrantes siempre andamos de viaje, estamos de paso en todas las cosas, somos trashumantes incluso de los días de campo… Y tienen razón, qué duda cabe.

Multinacional y variopinto, así es mi círculo más cotidiano de buenos amigos… Por su parte, Guyrol el haitiano compraría las gafas certificadas para protegernos las pupilas; seis antiparras (la palabreja es bella, aunque de poco uso en la calle Colón, ¿no es cierto?), una para cada uno de nosotros, y su historia es muy distinta a la de Joëlle y Christophe. Adoptado por una familia quebequense en Puerto Príncipe, aprendió a triunfar sobre los racismos debido a que todos a su alrededor fueron blancos durante su infancia. Gracias a su piel tan excepcional en aquel entorno, creció en la isla de Montreal cruzado de identidades, y, con su sonrisa de resabios caribeños, muchas veces nos ha dicho que él es como las galletas de chocolate con relleno de vainilla. Ni más ni menos. Tendrá cuarenta y cinco años de edad, en las fiestas baila que da miedo, y en la última reunión yo he recordado mi único eclipse total, hace más de tres décadas, allá en Tampico: fue en las azoteas del viejo recinto de este diario, sobre la calle Altamira, y lo viví junto a Palmita, aquel fotógrafo de imágenes excepcionales. Bajito y de carácter bonachón, un genio del obturador y del diafragma, así era el gran Palmita persiguiendo con varias lentes al mismo tiempo aquel fenómeno.

Las salsas, el pan y los embutidos correrían por cuenta de Isa-belle, mujer local recién separada de Horacio el uruguayo. A él le gustaba trabajar en las cafeterías, eso era lo suyo: un barista excepcional (nuestro diccionario nada dice del término “barista”, aunque la realidad de nuestra lengua lo desmienta). Tantos años de vida en común, ¡más de veinte!, “y nada hay más triste que el amor cuando se acaba”, y mientras cito a Pedro Almodóvar ya no estoy tan seguro de que haya sido él quien dijo esto último. Y no, Horacio el uruguayo ya nunca verá eclipses junto a nosotros en los parques de la ciudad, aunque allí estaría sin falta Fidel, el único hijo de la República Centroafricana que he conocido en toda mi vida; oriundo de Bangui, capital de aquel país, hoy trabaja como empleado municipal al cuidado de los jardines de Montreal, y hace tantos, tantísimos años que no regresa a casa, por la situación política, y él se encargaría de las aguas minerales y quizás de las cervezas.

Tal vez las maravillas celestes (cometas visibles, estrellas fugaces, lluvias de meteoros, auroras boreales, por ejemplo) nos recuerdan que somos seres cósmicos. Incluso las palabras que voy tejiendo aquí mismo están hechas de “polvo de estrellas”, según me enseñó a decirlo Carl Sagan durante la televisión de mi niñez…, aunque lo mejor sería regresar a la organización del día de campo. También vendrían Yoandry y Stéphanie, él cubanísimo de Camagüey y ella nacida aquí mismo, en la urbe nórdica. Se conocieron en Varadero, él era solista en un grupo musical, experto en boleros y sones montunos, Stéphanie estaba de vacaciones, y se miraron como se miran los que saben que ha llegado la hora de cambiar de vida. Se instalaron en Montreal en el 2009, si mal no recuerdo, y tienen un hijo adolescente, Enzo, y mientras los imagino felices preparando en estas líneas una pasta con vegetales, atún y mayonesa, Yoandry ha hecho un camino larguísimo de adaptación: aprendió las dos lenguas oficiales de la ciudad, cambió de clima y de cultura y validó estudios para convertirse en soldador profesional. Nunca han visto un eclipse, y allí estarían, ella y él, puntuales en el mediodía del parque La Fontaine, el lunes 8 de abril.

Fue entonces que el tiempo se detuvo en los ojos de toda la ciudad. El Sol se fue de paseo hacia las dos, y, en el último párrafo del miércoles, en punto de las 3:24 de la tarde, el eclipse fue total y nos dejó maravillados. Después de una noche eterna de dos minutos, amanecimos en la silenciosa certeza de que, como lo dijera Ernst Jünger, escritor alemán, “es necesario desplazar la mirada de la historia humana a la historia de la Tierra, hay que dirigirse de la consideración del tiempo histórico a la del tiempo cósmico”, y yo, por mi parte, les preparé mi tradicional guacamole con totopos...


Nos pusimos de acuerdo hace meses, cuando se anunció el eclipse total. Abril sería un lugar de magias en el cielo, nos decíamos, de atardeceres efímeros, bromeábamos, o de noches que duran cuatro suspiros, filosofábamos. Ni qué decir de los anillos de diamante despertando por la espalda de la Luna, y ojalá que la tarde prometida estuviese despejada, ojalá que no lloviese, ojalá que el invierno boreal nos diese un respiro en esa fecha. La vida es así en el Polo Norte, uno sueña tantas cosas en el otoño esperando que las inclemencias del invierno no retrasen la llegada de la primavera.

Junto a mi grupo de amigos, casi todos transterrados y con una historia de exilios en el alma, organizaríamos un pícnic en el parque La Fontaine. Cada uno pondría algo, comida o bebidas, lo que quisiese, y durante un par de horas gozaríamos del espectáculo del cielo entre sándwiches y ensaladas y sidras de sello ecológico y también ese postre de naranja que Joëlle, judía nacida en Líbano, sabe preparar. Por cierto, Joëlle llegó a Montreal hace más de medio siglo, era muy niña; cuando a sus padres los expulsaron de Siria en los años cincuenta, huyeron a Beirut, de allí viajaron a Canadá, y ella recuerda con claridad (y con escalofríos en el acento) sus primeros inviernos en Norteamérica: increíbles de nieve y sorprendentes de lluvias congeladas. Casada con Christophe el francés, conocedor de quesos históricos y sabio de vinos irrefutables, ambos suelen decir que los migrantes siempre andamos de viaje, estamos de paso en todas las cosas, somos trashumantes incluso de los días de campo… Y tienen razón, qué duda cabe.

Multinacional y variopinto, así es mi círculo más cotidiano de buenos amigos… Por su parte, Guyrol el haitiano compraría las gafas certificadas para protegernos las pupilas; seis antiparras (la palabreja es bella, aunque de poco uso en la calle Colón, ¿no es cierto?), una para cada uno de nosotros, y su historia es muy distinta a la de Joëlle y Christophe. Adoptado por una familia quebequense en Puerto Príncipe, aprendió a triunfar sobre los racismos debido a que todos a su alrededor fueron blancos durante su infancia. Gracias a su piel tan excepcional en aquel entorno, creció en la isla de Montreal cruzado de identidades, y, con su sonrisa de resabios caribeños, muchas veces nos ha dicho que él es como las galletas de chocolate con relleno de vainilla. Ni más ni menos. Tendrá cuarenta y cinco años de edad, en las fiestas baila que da miedo, y en la última reunión yo he recordado mi único eclipse total, hace más de tres décadas, allá en Tampico: fue en las azoteas del viejo recinto de este diario, sobre la calle Altamira, y lo viví junto a Palmita, aquel fotógrafo de imágenes excepcionales. Bajito y de carácter bonachón, un genio del obturador y del diafragma, así era el gran Palmita persiguiendo con varias lentes al mismo tiempo aquel fenómeno.

Las salsas, el pan y los embutidos correrían por cuenta de Isa-belle, mujer local recién separada de Horacio el uruguayo. A él le gustaba trabajar en las cafeterías, eso era lo suyo: un barista excepcional (nuestro diccionario nada dice del término “barista”, aunque la realidad de nuestra lengua lo desmienta). Tantos años de vida en común, ¡más de veinte!, “y nada hay más triste que el amor cuando se acaba”, y mientras cito a Pedro Almodóvar ya no estoy tan seguro de que haya sido él quien dijo esto último. Y no, Horacio el uruguayo ya nunca verá eclipses junto a nosotros en los parques de la ciudad, aunque allí estaría sin falta Fidel, el único hijo de la República Centroafricana que he conocido en toda mi vida; oriundo de Bangui, capital de aquel país, hoy trabaja como empleado municipal al cuidado de los jardines de Montreal, y hace tantos, tantísimos años que no regresa a casa, por la situación política, y él se encargaría de las aguas minerales y quizás de las cervezas.

Tal vez las maravillas celestes (cometas visibles, estrellas fugaces, lluvias de meteoros, auroras boreales, por ejemplo) nos recuerdan que somos seres cósmicos. Incluso las palabras que voy tejiendo aquí mismo están hechas de “polvo de estrellas”, según me enseñó a decirlo Carl Sagan durante la televisión de mi niñez…, aunque lo mejor sería regresar a la organización del día de campo. También vendrían Yoandry y Stéphanie, él cubanísimo de Camagüey y ella nacida aquí mismo, en la urbe nórdica. Se conocieron en Varadero, él era solista en un grupo musical, experto en boleros y sones montunos, Stéphanie estaba de vacaciones, y se miraron como se miran los que saben que ha llegado la hora de cambiar de vida. Se instalaron en Montreal en el 2009, si mal no recuerdo, y tienen un hijo adolescente, Enzo, y mientras los imagino felices preparando en estas líneas una pasta con vegetales, atún y mayonesa, Yoandry ha hecho un camino larguísimo de adaptación: aprendió las dos lenguas oficiales de la ciudad, cambió de clima y de cultura y validó estudios para convertirse en soldador profesional. Nunca han visto un eclipse, y allí estarían, ella y él, puntuales en el mediodía del parque La Fontaine, el lunes 8 de abril.

Fue entonces que el tiempo se detuvo en los ojos de toda la ciudad. El Sol se fue de paseo hacia las dos, y, en el último párrafo del miércoles, en punto de las 3:24 de la tarde, el eclipse fue total y nos dejó maravillados. Después de una noche eterna de dos minutos, amanecimos en la silenciosa certeza de que, como lo dijera Ernst Jünger, escritor alemán, “es necesario desplazar la mirada de la historia humana a la historia de la Tierra, hay que dirigirse de la consideración del tiempo histórico a la del tiempo cósmico”, y yo, por mi parte, les preparé mi tradicional guacamole con totopos...