/ viernes 24 de enero de 2020

Con café y a media luz | La importancia de la ortografía

Antes de comenzar la entrega de este día, gentil amigo lector, debo confesarle que el título que pensé originalmente para la columna de esta ocasión fue: “La importancia de la ortografía en el quehacer de los servidores públicos, la actualización de los sistemas informáticos y la educación en las nuevas generaciones”, empero resultaba sumamente largo, así que decidimos recortarlo a la primera acepción, mas no por ello omitiré los detalles que perseguía el concepto inicial que hoy nos permite compartir una taza de café a media luz.

Resulta que hace algunos días, la necesidad me llevó a cierta dependencia pública a realizar un trámite del que debía obtener una documentación en específico para acreditar mi personalidad ante el gobierno de nuestro país. Para tal efecto alisté la papelería que se requería y, cuando llegué al lugar correspondiente, me formé como me lo indicó el guardia que se hallaba en la puerta. Delante de mí había tres o cuatro jóvenes que acudían por otro motivo que no viene al caso mencionar.

Me llamó la atención que, en una de las ventanillas, uno de los muchachos devolvía un papel con cierto aire de altanería y soberbia diciendo con voz en cuello: “Mis apellidos están mal escritos porque les pusieron acento”. Yo supuse que, a pesar de la apariencia latina del mozalbete, procedía de cierta familia extranjera de abolengo con apellidos complicados y poco comunes y esa era la razón del error de la señora que lo atendía. Me sorprendió que la dama le replicó diciéndole: “Pérez y Hernández se escriben con acento”. Indiscutiblemente, ambos apellidos hacían juego con las características del muchacho, tanto como “Jiménez” hace juego con las mías.

El imberbe que no pasaba los diez y ocho años le devolvió el documento y le contestó con esa actitud tan lamentable de la juventud de hoy que pareciera que la sociedad entera está dispuesta rendirles pleitesía: “Pues yo siempre los he escrito sin acento porque así están en mi acta de nacimiento”. La señora, ante esa respuesta y esa conducta, no tuvo otra opción más que rehacer el papel.

Curiosamente el caso se repitió con una niña de apellido “Barragán” quien, al ver que le habían consentido el capricho al señor Pérez Hernández, exigió el mismo privilegio con argumentos similares y con una actitud más nefasta que la de su antecesor.

Cuando, por fin me tocó ser atendido por la mujer, a manera de chascarrillo le comenté que mi apellido “Jiménez” sí se escribía con la tilde correspondiente, ella no pudo contener la frustración a la que había estado sometida durante los últimos días y comenzó a desahogarse. La mujer me dijo, que habían sido muchos los jovencitos que llegaban con ese mismo discurso de omisión ortográfica “legaloide”.

Eso me hizo reflexionar que estamos ante una generación de muchachos que escriben sus nombres y apellidos como más cómodo les resulta, es decir, sin acentos.

Curiosamente, ayer tuve que acudir al registro civil de Tampico y no me quedé con las ganas de preguntar cuál era la razón de escribir los nombres y apellidos sin acentos. La respuesta que me dieron fue que el sistema escribe en mayúsculas y que las mayúsculas no llevaban la tilde y, a manera de solución, cuando los padres de familia llevaban a registrar a “su chamaco”, se les decía que “aunque en el acta no lleve acento, usted sí lo debe acentuar”.

Además, me recalcaron que nadie había tenido problema alguno con esa situación.

Por principio de cuentas todas las letras vocales que caigan en cualquiera de las reglas de acentuación según su sílaba tónica y su terminación, incluyendo a las mayúsculas, se deben acentuar. El mito de no colocar tilde proviene de varias historias. Una de ellas es que las máquinas de escribir montaban la capital sobre el acento y este desaparecía al mezclarse con el cuerpo de la letra y así hay otros miles de argumentos fantasiosos. No obstante, insistimos en que las reglas de la lengua hispana son sumamente claras: Las mayúsculas sí se acentúan.

Por otra parte, si el problema es el sistema computacional que ocupa el registro civil, pues las autoridades deberían reflexionar en la importancia de renovarlo, mejorarlo o arreglarle ese pequeño pero importante detalle para que el nombre aparezca como es correcto, de lo contrario seguiremos teniendo ese problema en la documentación general de un individuo, pues para la gran mayoría de los procesos, el nombre se escribe como viene en el acta de nacimiento, la pregunta es ¿Aunque esté mal escrito a propósito es obligación del individuo vivir con el error?

Valdría la pena un comunicado, un documento, un oficio o por lo menos un mensaje en letras pequeñas en el cuerpo del acta de cada niño, en el que se le recordara a los papás, a otras dependencias y a los mismos registrados que por causas del sistema los acentos no aparecen pero sí los deben escribir conforme lo marcan las reglas ortográficas del español.

Y, por último, los papás debemos estar al pendiente del comportamiento de los jovencitos, pues no es posible que anden realizando los trámites relativos a sus derechos ciudadanos dando muestras claras y lamentables de la poca educación y civilidad que, se supone, recibieron en sus hogares. Y hasta aquí gentil amigo mío, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”.

Antes de comenzar la entrega de este día, gentil amigo lector, debo confesarle que el título que pensé originalmente para la columna de esta ocasión fue: “La importancia de la ortografía en el quehacer de los servidores públicos, la actualización de los sistemas informáticos y la educación en las nuevas generaciones”, empero resultaba sumamente largo, así que decidimos recortarlo a la primera acepción, mas no por ello omitiré los detalles que perseguía el concepto inicial que hoy nos permite compartir una taza de café a media luz.

Resulta que hace algunos días, la necesidad me llevó a cierta dependencia pública a realizar un trámite del que debía obtener una documentación en específico para acreditar mi personalidad ante el gobierno de nuestro país. Para tal efecto alisté la papelería que se requería y, cuando llegué al lugar correspondiente, me formé como me lo indicó el guardia que se hallaba en la puerta. Delante de mí había tres o cuatro jóvenes que acudían por otro motivo que no viene al caso mencionar.

Me llamó la atención que, en una de las ventanillas, uno de los muchachos devolvía un papel con cierto aire de altanería y soberbia diciendo con voz en cuello: “Mis apellidos están mal escritos porque les pusieron acento”. Yo supuse que, a pesar de la apariencia latina del mozalbete, procedía de cierta familia extranjera de abolengo con apellidos complicados y poco comunes y esa era la razón del error de la señora que lo atendía. Me sorprendió que la dama le replicó diciéndole: “Pérez y Hernández se escriben con acento”. Indiscutiblemente, ambos apellidos hacían juego con las características del muchacho, tanto como “Jiménez” hace juego con las mías.

El imberbe que no pasaba los diez y ocho años le devolvió el documento y le contestó con esa actitud tan lamentable de la juventud de hoy que pareciera que la sociedad entera está dispuesta rendirles pleitesía: “Pues yo siempre los he escrito sin acento porque así están en mi acta de nacimiento”. La señora, ante esa respuesta y esa conducta, no tuvo otra opción más que rehacer el papel.

Curiosamente el caso se repitió con una niña de apellido “Barragán” quien, al ver que le habían consentido el capricho al señor Pérez Hernández, exigió el mismo privilegio con argumentos similares y con una actitud más nefasta que la de su antecesor.

Cuando, por fin me tocó ser atendido por la mujer, a manera de chascarrillo le comenté que mi apellido “Jiménez” sí se escribía con la tilde correspondiente, ella no pudo contener la frustración a la que había estado sometida durante los últimos días y comenzó a desahogarse. La mujer me dijo, que habían sido muchos los jovencitos que llegaban con ese mismo discurso de omisión ortográfica “legaloide”.

Eso me hizo reflexionar que estamos ante una generación de muchachos que escriben sus nombres y apellidos como más cómodo les resulta, es decir, sin acentos.

Curiosamente, ayer tuve que acudir al registro civil de Tampico y no me quedé con las ganas de preguntar cuál era la razón de escribir los nombres y apellidos sin acentos. La respuesta que me dieron fue que el sistema escribe en mayúsculas y que las mayúsculas no llevaban la tilde y, a manera de solución, cuando los padres de familia llevaban a registrar a “su chamaco”, se les decía que “aunque en el acta no lleve acento, usted sí lo debe acentuar”.

Además, me recalcaron que nadie había tenido problema alguno con esa situación.

Por principio de cuentas todas las letras vocales que caigan en cualquiera de las reglas de acentuación según su sílaba tónica y su terminación, incluyendo a las mayúsculas, se deben acentuar. El mito de no colocar tilde proviene de varias historias. Una de ellas es que las máquinas de escribir montaban la capital sobre el acento y este desaparecía al mezclarse con el cuerpo de la letra y así hay otros miles de argumentos fantasiosos. No obstante, insistimos en que las reglas de la lengua hispana son sumamente claras: Las mayúsculas sí se acentúan.

Por otra parte, si el problema es el sistema computacional que ocupa el registro civil, pues las autoridades deberían reflexionar en la importancia de renovarlo, mejorarlo o arreglarle ese pequeño pero importante detalle para que el nombre aparezca como es correcto, de lo contrario seguiremos teniendo ese problema en la documentación general de un individuo, pues para la gran mayoría de los procesos, el nombre se escribe como viene en el acta de nacimiento, la pregunta es ¿Aunque esté mal escrito a propósito es obligación del individuo vivir con el error?

Valdría la pena un comunicado, un documento, un oficio o por lo menos un mensaje en letras pequeñas en el cuerpo del acta de cada niño, en el que se le recordara a los papás, a otras dependencias y a los mismos registrados que por causas del sistema los acentos no aparecen pero sí los deben escribir conforme lo marcan las reglas ortográficas del español.

Y, por último, los papás debemos estar al pendiente del comportamiento de los jovencitos, pues no es posible que anden realizando los trámites relativos a sus derechos ciudadanos dando muestras claras y lamentables de la poca educación y civilidad que, se supone, recibieron en sus hogares. Y hasta aquí gentil amigo mío, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”.