/ lunes 21 de junio de 2021

Con café y a media luz | La nueva normalidad educativa

Hace días y por azares del destino que no tiene caso comentar en estos renglones, atestigüé un debate entre dos profesores –ambos amigos míos– debido al nuevo calendario propuesto por la Secretaría de Educación Pública para el ciclo escolar 2021–2022, el cual iniciaría los primeros días de agosto y culminaría el 28 de julio, cumpliendo así, prácticamente un año continuo de labores para docentes y para alumnos.

Cabe hacer mención que, aunque ambos se dedican a la más noble de las profesiones, la de enseñar, el primero de ellos –que, por cierto, inició la discusión– se emplea en el nivel básico y el segundo, en el nivel superior, en lo que él llama el sistema educativo público y tecnológico más grande de América Latina.

La tensa charla inició cuando el primero declaró estar molesto porque la indicación que los maestros de nivel primaria han tenido por parte de sus autoridades es la de aprobar a todos los alumnos por el mero hecho de estar conectados en tiempo y forma en las clases en línea, sin importar si han entregado trabajos, enviado tareas o participado en las actividades académicas que permitan evidenciar, de alguna manera u otra, un avance considerable para promover al estudiante al nivel inmediato superior.

El colmo, según dijo este personaje, fue que existe una población considerable de alumnos que, por alguna razón, no estuvieron presentes en las sesiones de instrucción y, es más, ni siquiera se pudo establecer un medio de comunicación con los padres de familia pues, aunque muchos de ellos están en las salas virtuales de intercambio de información, nunca contestaron un solo mensaje. Por tanto, la pregunta obligada es ¿Qué medida se va a tomar con estos menores que nunca aparecieron para tomar clases? Fue en ese instante que, de un solo impulso se incorporó el catedrático universitario y, sin duda, recalcó: “¡Repruébalos! ¡No hay más!”

“No puedo”, contestó el normalista. “Si llegara a sancionar reprobatoriamente a uno de los niños que no se conectó a las clases porque sus padres carecen de recurso económico suficiente, yo tendría un problema con derechos humanos y con la supervisión de zona en la que está el plantel”. Mientras nos decía esto, mostraba en su rostro un verdadero gesto de frustración. “Y es imposible determinar quién está en esa situación cuando no te contestan los mensajes o las llamadas telefónicas”, señaló.

Para rematar, el profesor sostuvo que “…por otra parte, si yo apruebo a aquel niño que nunca estuvo presente, implica que aquel que realizó dos o tres trabajos, yo le deba poner un nueve o un diez, porque de no ser así, los papás reclamarán y con justicia, mi aparente incongruencia de criterio al momento de plasmar la misma calificación en ambos casos”.

Mientras este servidor cavilaba en torno a la difícil situación, el otro oyente que compartía la mesa y, aunque maestro, está licenciado en la abogacía, exclamó: ¡Pues qué bueno que van a hacerles el ciclo escolar más largo, porque no es posible que lleguen a la universidad sin siquiera saber escribir su nombre!

Fue cuando el intercambio de ideas comenzó a tornar su tono en uno más áspero.

“¿Tu crees que extendiendo el ciclo escolar se van a acabar estos problemas?”, preguntó el pedagogo de los niveles de educación inicial y, antes de que cualquiera de los allí presentes pudiéramos contestarle, él mismo respondió con un rotundo “no” que se escuchó en casi todo el restaurante en el que acostumbramos a reunirnos.

“¡El problema no está en extender el número de semanas que está el niño en el salón de clases!”, señaló de manera severa y, acto seguido, le dio un sorbo a su café para continuar con la explicación. “La verdadera problemática estriba en que, además de que ya no hay comunión entre padres y maestros para sacar adelante a las nuevas generaciones, a esta disociación se le ha sumado la llegada de teléfonos, tabletas y cualquier otro aparato que ponen en manos de los niños para que se entretengan y, estos equipos, han pasado de ser un medio de comunicación a ser un juguete caro que roba la atención del infante y les está mermando la capacidad de razonar”.

El profesor nuevamente jaló aire y siguió adelante con su disertación: “Si la solución fuera la extensión del tiempo de clases, los primeros en aceptarla hubiéramos sido los educadores, pero debemos reconocer que los niños, en un determinado punto del ciclo escolar, están cansados y fastidiados y ya no te ponen la misma atención. Incluso aquellos que se destacaron de los demás por sus buenas calificaciones, empiezan a vivir una curva decreciente de aprovechamiento, por lo que se vuelve imperante el periodo de asueto”.

Y, para concluir, antes de levantarse de la mesa, el docente insistió: ¡La solución está en que padres y maestros estén comprometidos con la educación de los niños porque es un trabajo en conjunto! ¡Es la transmisión ordenada, sistematizada y dosificada de conocimientos de una generación previa a una posterior! ¡No se trata de calendarios, fechas o niveles! ¡Debe ser un compromiso permanente!

Después de eso, el buen hombre cogió sus cosas y se marchó. Los que nos quedamos en la mesa guardamos silencio para tratar de comprender lo que había ocurrido y yo decidí esa mañana de domingo cuál sería el tema de la siguiente columna que presentaría a sus amables juicios y dispensa, gentil amigo lector.

¡Y hasta aquí!, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”.

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, será un gran día.

Hace días y por azares del destino que no tiene caso comentar en estos renglones, atestigüé un debate entre dos profesores –ambos amigos míos– debido al nuevo calendario propuesto por la Secretaría de Educación Pública para el ciclo escolar 2021–2022, el cual iniciaría los primeros días de agosto y culminaría el 28 de julio, cumpliendo así, prácticamente un año continuo de labores para docentes y para alumnos.

Cabe hacer mención que, aunque ambos se dedican a la más noble de las profesiones, la de enseñar, el primero de ellos –que, por cierto, inició la discusión– se emplea en el nivel básico y el segundo, en el nivel superior, en lo que él llama el sistema educativo público y tecnológico más grande de América Latina.

La tensa charla inició cuando el primero declaró estar molesto porque la indicación que los maestros de nivel primaria han tenido por parte de sus autoridades es la de aprobar a todos los alumnos por el mero hecho de estar conectados en tiempo y forma en las clases en línea, sin importar si han entregado trabajos, enviado tareas o participado en las actividades académicas que permitan evidenciar, de alguna manera u otra, un avance considerable para promover al estudiante al nivel inmediato superior.

El colmo, según dijo este personaje, fue que existe una población considerable de alumnos que, por alguna razón, no estuvieron presentes en las sesiones de instrucción y, es más, ni siquiera se pudo establecer un medio de comunicación con los padres de familia pues, aunque muchos de ellos están en las salas virtuales de intercambio de información, nunca contestaron un solo mensaje. Por tanto, la pregunta obligada es ¿Qué medida se va a tomar con estos menores que nunca aparecieron para tomar clases? Fue en ese instante que, de un solo impulso se incorporó el catedrático universitario y, sin duda, recalcó: “¡Repruébalos! ¡No hay más!”

“No puedo”, contestó el normalista. “Si llegara a sancionar reprobatoriamente a uno de los niños que no se conectó a las clases porque sus padres carecen de recurso económico suficiente, yo tendría un problema con derechos humanos y con la supervisión de zona en la que está el plantel”. Mientras nos decía esto, mostraba en su rostro un verdadero gesto de frustración. “Y es imposible determinar quién está en esa situación cuando no te contestan los mensajes o las llamadas telefónicas”, señaló.

Para rematar, el profesor sostuvo que “…por otra parte, si yo apruebo a aquel niño que nunca estuvo presente, implica que aquel que realizó dos o tres trabajos, yo le deba poner un nueve o un diez, porque de no ser así, los papás reclamarán y con justicia, mi aparente incongruencia de criterio al momento de plasmar la misma calificación en ambos casos”.

Mientras este servidor cavilaba en torno a la difícil situación, el otro oyente que compartía la mesa y, aunque maestro, está licenciado en la abogacía, exclamó: ¡Pues qué bueno que van a hacerles el ciclo escolar más largo, porque no es posible que lleguen a la universidad sin siquiera saber escribir su nombre!

Fue cuando el intercambio de ideas comenzó a tornar su tono en uno más áspero.

“¿Tu crees que extendiendo el ciclo escolar se van a acabar estos problemas?”, preguntó el pedagogo de los niveles de educación inicial y, antes de que cualquiera de los allí presentes pudiéramos contestarle, él mismo respondió con un rotundo “no” que se escuchó en casi todo el restaurante en el que acostumbramos a reunirnos.

“¡El problema no está en extender el número de semanas que está el niño en el salón de clases!”, señaló de manera severa y, acto seguido, le dio un sorbo a su café para continuar con la explicación. “La verdadera problemática estriba en que, además de que ya no hay comunión entre padres y maestros para sacar adelante a las nuevas generaciones, a esta disociación se le ha sumado la llegada de teléfonos, tabletas y cualquier otro aparato que ponen en manos de los niños para que se entretengan y, estos equipos, han pasado de ser un medio de comunicación a ser un juguete caro que roba la atención del infante y les está mermando la capacidad de razonar”.

El profesor nuevamente jaló aire y siguió adelante con su disertación: “Si la solución fuera la extensión del tiempo de clases, los primeros en aceptarla hubiéramos sido los educadores, pero debemos reconocer que los niños, en un determinado punto del ciclo escolar, están cansados y fastidiados y ya no te ponen la misma atención. Incluso aquellos que se destacaron de los demás por sus buenas calificaciones, empiezan a vivir una curva decreciente de aprovechamiento, por lo que se vuelve imperante el periodo de asueto”.

Y, para concluir, antes de levantarse de la mesa, el docente insistió: ¡La solución está en que padres y maestros estén comprometidos con la educación de los niños porque es un trabajo en conjunto! ¡Es la transmisión ordenada, sistematizada y dosificada de conocimientos de una generación previa a una posterior! ¡No se trata de calendarios, fechas o niveles! ¡Debe ser un compromiso permanente!

Después de eso, el buen hombre cogió sus cosas y se marchó. Los que nos quedamos en la mesa guardamos silencio para tratar de comprender lo que había ocurrido y yo decidí esa mañana de domingo cuál sería el tema de la siguiente columna que presentaría a sus amables juicios y dispensa, gentil amigo lector.

¡Y hasta aquí!, pues como decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”.

Escríbame a: licajimenezmcc@hotmail.com

Y recuerde, será un gran día.