/ miércoles 25 de julio de 2018

Con café y a media luz | Cuidemos lo nuestro

El pasado fin de semana tuve la oportunidad de ir con mi familia al máximo paseo de nuestra zona conurbada el cual, al igual que en años anteriores, se vio abarrotado de turistas provenientes de varias partes de nuestro país que le apostaron a la zona sur de Tamaulipas como destino para descansar y relajarse en las cálidas aguas del Golfo de México, en particular, en nuestra playa de Miramar.

Pude observar placas automovilísticas de estados sumamente distantes del nuestro, como Chihuahua, Coahuila, Morelos, Querétaro y Durango, además de las que son comunes de ver en esta época del año como las de San Luis Potosí, Veracruz, Hidalgo, Nuevo León, Estado de México y la capital de la República.

Todos los comercios que se encontraban a lo largo del bulevar costero estaban repletos de compradores que lo mismo buscaban una botana sencilla acompañada de una bebida alcohólica, hasta una comida completa para una familia numerosa que demandaba, también, una buena cantidad de botellas de refresco y hielos para poder departir mientras se acomodaban bajo una palapa a la orilla del mar.

El encontrar lugar para estacionar el vehículo fue sumamente complejo, sin embargo, pudimos hallar un último cajón vacío de uno de los terrenos aledaños habilitados como estacionamientos privados. Debo reconocer que fue menos difícil elegir una palapa y acomodar la ropa, toallas, juguetes, maletas y hielera.

Empecé a observar a mi alrededor y fue cuando me percaté de lo que estaba ocurriendo y la tristeza me invadió. La arena de mar más bella de México estaba “adornada” con ribetes de bolsas de plástico de tiendas de conveniencia, incontables garigolas formadas por latas de cerveza de todas las marcas que rebotaban la luz del sol, remates fracturados de botellas de vidrio que mostraban sus filos punzantes por sobre la sílice y así puedo continuar con cajas de cigarros, corcholatas y taparroscas, papel de todo tipo, pañales envueltos y mil cosas más.

Junto a mí pasaba un joven de aproximadamente quince años terminándose un raspado y, después de dar el último sorbo, apretó el vaso de plástico y lo tiró por encima de su hombro, sentí que “la sangre me hervía” y haciendo un esfuerzo enorme por contenerme y no mostrarme maleducado le dije con suma cortesía: “Oye, se te cayó el vaso”. El mozalbete me miró, volteó al lugar que yo le señalaba, me volvió a mirar y me dijo despreocupado “Sí”, y sin más, siguió su marcha.

Puse una bolsa en la palapa que había rentado y empecé a arrojar la basura en ella. Basta y sobra decir que algunas personas que estaban a mi derredor me miraron como si estuviera haciendo algo extraño.

Pocas veces me he sentido tan frustrado de no poder hacer algo más útil.

Me quedé en la playa hasta aproximadamente las ocho de la noche, aprovechando que con el horario de verano a esa hora aún no oscurece y el espectáculo mostrado antes de que se ocultara el sol era todavía más lamentable. Toda la basura se había multiplicado por mucho, dando como resultado un número incontable de huesos de pollo, popotes, servilletas, envases de PET, tapas de plástico que, sumado a lo que le había descrito con anterioridad, proporcionaban un paisaje sumamente deprimente.

Lo más triste es que por la hora y por lo ingerido a lo largo de la tarde por muchos paseantes, empezaron a hacer su aparición actitudes grotescas a causa del alcohol.

Un hombre de edad avanzada gritaba una retahíla de palabras soeces a un familiar más joven mientras éste le pedía que bajara el tono de la voz, pues varios de los allí presentes ya nos habíamos percatado del conato de pleito que estaba ocurriendo. El anciano, ante eso, más se embravecía y sentenciaba amenazante “A mí no me calles”.

Metros más adelante, en una camioneta, un hombre hacía víctima de albures y comentarios de doble sentido a un menor quien, por causa de su inocencia, no comprendía exactamente lo que le decían y, por tanto, se volvía objeto de burla del mayor. ¡Qué lamentable!

Durante muchos años, la playa de Miramar ha sido un paseo familiar por excelencia en el que los más pequeños conviven con los más ancianos en un marco de respeto y armonía desarrollando actividades lúdicas, deportivas y hasta culturales, evitando a toda costa las faltas de respeto y los comentarios indebidos.

Es por eso, querido amigo lector, que en esta ocasión le pido que hagamos un frente común y cuidemos nuestro patrimonio, y no me refiero únicamente a la playa, sino al patrimonio de respeto y sana convivencia que deseamos dejarle a nuestros hijos, para que el máximo paseo turístico sea un lugar al que podemos asistir con la tranquilidad de que nuestra familia no será agredida, la sana convivencia no será perturbada y, sobre todo, que siga siendo ese punto de unidad e identidad social de la zona sur de Tamaulipas ante el mundo.

¡Hasta la próxima!

El pasado fin de semana tuve la oportunidad de ir con mi familia al máximo paseo de nuestra zona conurbada el cual, al igual que en años anteriores, se vio abarrotado de turistas provenientes de varias partes de nuestro país que le apostaron a la zona sur de Tamaulipas como destino para descansar y relajarse en las cálidas aguas del Golfo de México, en particular, en nuestra playa de Miramar.

Pude observar placas automovilísticas de estados sumamente distantes del nuestro, como Chihuahua, Coahuila, Morelos, Querétaro y Durango, además de las que son comunes de ver en esta época del año como las de San Luis Potosí, Veracruz, Hidalgo, Nuevo León, Estado de México y la capital de la República.

Todos los comercios que se encontraban a lo largo del bulevar costero estaban repletos de compradores que lo mismo buscaban una botana sencilla acompañada de una bebida alcohólica, hasta una comida completa para una familia numerosa que demandaba, también, una buena cantidad de botellas de refresco y hielos para poder departir mientras se acomodaban bajo una palapa a la orilla del mar.

El encontrar lugar para estacionar el vehículo fue sumamente complejo, sin embargo, pudimos hallar un último cajón vacío de uno de los terrenos aledaños habilitados como estacionamientos privados. Debo reconocer que fue menos difícil elegir una palapa y acomodar la ropa, toallas, juguetes, maletas y hielera.

Empecé a observar a mi alrededor y fue cuando me percaté de lo que estaba ocurriendo y la tristeza me invadió. La arena de mar más bella de México estaba “adornada” con ribetes de bolsas de plástico de tiendas de conveniencia, incontables garigolas formadas por latas de cerveza de todas las marcas que rebotaban la luz del sol, remates fracturados de botellas de vidrio que mostraban sus filos punzantes por sobre la sílice y así puedo continuar con cajas de cigarros, corcholatas y taparroscas, papel de todo tipo, pañales envueltos y mil cosas más.

Junto a mí pasaba un joven de aproximadamente quince años terminándose un raspado y, después de dar el último sorbo, apretó el vaso de plástico y lo tiró por encima de su hombro, sentí que “la sangre me hervía” y haciendo un esfuerzo enorme por contenerme y no mostrarme maleducado le dije con suma cortesía: “Oye, se te cayó el vaso”. El mozalbete me miró, volteó al lugar que yo le señalaba, me volvió a mirar y me dijo despreocupado “Sí”, y sin más, siguió su marcha.

Puse una bolsa en la palapa que había rentado y empecé a arrojar la basura en ella. Basta y sobra decir que algunas personas que estaban a mi derredor me miraron como si estuviera haciendo algo extraño.

Pocas veces me he sentido tan frustrado de no poder hacer algo más útil.

Me quedé en la playa hasta aproximadamente las ocho de la noche, aprovechando que con el horario de verano a esa hora aún no oscurece y el espectáculo mostrado antes de que se ocultara el sol era todavía más lamentable. Toda la basura se había multiplicado por mucho, dando como resultado un número incontable de huesos de pollo, popotes, servilletas, envases de PET, tapas de plástico que, sumado a lo que le había descrito con anterioridad, proporcionaban un paisaje sumamente deprimente.

Lo más triste es que por la hora y por lo ingerido a lo largo de la tarde por muchos paseantes, empezaron a hacer su aparición actitudes grotescas a causa del alcohol.

Un hombre de edad avanzada gritaba una retahíla de palabras soeces a un familiar más joven mientras éste le pedía que bajara el tono de la voz, pues varios de los allí presentes ya nos habíamos percatado del conato de pleito que estaba ocurriendo. El anciano, ante eso, más se embravecía y sentenciaba amenazante “A mí no me calles”.

Metros más adelante, en una camioneta, un hombre hacía víctima de albures y comentarios de doble sentido a un menor quien, por causa de su inocencia, no comprendía exactamente lo que le decían y, por tanto, se volvía objeto de burla del mayor. ¡Qué lamentable!

Durante muchos años, la playa de Miramar ha sido un paseo familiar por excelencia en el que los más pequeños conviven con los más ancianos en un marco de respeto y armonía desarrollando actividades lúdicas, deportivas y hasta culturales, evitando a toda costa las faltas de respeto y los comentarios indebidos.

Es por eso, querido amigo lector, que en esta ocasión le pido que hagamos un frente común y cuidemos nuestro patrimonio, y no me refiero únicamente a la playa, sino al patrimonio de respeto y sana convivencia que deseamos dejarle a nuestros hijos, para que el máximo paseo turístico sea un lugar al que podemos asistir con la tranquilidad de que nuestra familia no será agredida, la sana convivencia no será perturbada y, sobre todo, que siga siendo ese punto de unidad e identidad social de la zona sur de Tamaulipas ante el mundo.

¡Hasta la próxima!