/ lunes 7 de enero de 2019

Prisionero de la agorafobia

Hasta los aspectos más mínimos de la vida cotidiana y familiar se ven afectados por la agorafobia y el simple hecho de tener que salir de casa para hacer una compra en el almacén de la esquina puede volverse una tarea imposible de realizar

Un día cualquiera, sin que haya ocurrido nada importante, alguien va simplemente caminando por la calle en una actividad rutinaria. De pronto, se siente dominado por una especie de vértigo y una angustia creciente, sin causa precisa. Inesperadamente lo invade la sensación de estar ahogándose, le falta el aire para respirar e interiormente parece estar suspendido en una dimensión fuera de la realidad normal. Después de esa primera crisis, ya no puede volver a salir tranquilamente de su casa sin sentir malestar y necesitar ir acompañado para superar su temor.

Probablemente esa persona es víctima de la agorafobia. El trastorno se define como el temor irracional a frecuentar lugares en los que siente que le resulta difícil escapar por sí mismo o donde no podría ser socorrido en caso de necesidad, ya sea en la calle sería imposible ser socorrido, ya sea en la calle, mientras hace fila para entrar a un cine, circulando por espacios abiertos o en el interior del metro, bus o cualquier medio de transporte. Para no exponerse a sufrir una crisis de pánico que no pueden dominar, esas personas evitan exponerse a los lugares o situaciones que les provocan angustia.

La agorafobia es producto de una vulnerabilidad biológica y de la dificultad para controlar los estados de angustia. Por lo general, se presenta entre las personas que tienen rasgos comunes de personalidad, como las que se sienten atemorizadas ante la separación momentánea de un acompañante o un familiar. Según las cifras de salud pública, afecta al doble de mujeres que hombres y suele manifestarse preferentemente entre los 20 y los 30 años, e incluso más tarde en la vida.

Cada persona desarrolla la fobia según sus propias características y los síntomas también son variables en intensidad. Algunos especialistas consideran a la espasmofilia como una versión mínima de la agorafobia, cuando el sujeto es capaz de enfrentar situaciones angustiantes, pero tiene que pagar un precio en exceso de irritabilidad. En mayor o menor grado, la agorafobia tiene fuertes repercusiones en la vida familiar, social y laboral.

En la forma más moderada del trastorno, la persona trata de evitar las situaciones en las que se expone a tener una crisis de pánico. Rehúye ir a ver una película al cine o asistir a un espectáculo al aire libre y prefiere los caminos secundarios a las autopistas. En cambio, si se sufre una agorafobia severa, los afectos repercuten hasta en los aspectos más mínimos de la vida cotidiana y familiar. El simple hecho de tener que salir de casa para hacer una compra en el almacén de la esquina se vuelve una tarea imposible de realizar.

La agorafobia provoca inevitablemente un estado de dependencia y una baja autoestima. En algunos casos especialmente graves, ni siquiera la presencia de un acompañante basta para aliviar la angustia. Entonces, la persona se convierte prácticamente en un cautivo dentro de su propia casa. No puede salir a trabajar ni desarrollar cualquier actividad normal. En ese estado, la persona cae en la depresión. Pero, si bien los antidepresivos tienen efectos beneficiosos para superar las crisis de pánico, no logran sanar la enfermedad misma.

Las terapias cognitivas y conductuales son el mejor camino para una solución completa. En forma dirigida y paulatina, los pacientes son expuestos a las sensaciones que más temen. Después, acuden a los lugares que generalmente les causan pánico. Al principio, van acompañados de un terapeuta y más adelante, a medida que se sienten más fuertes, tienen que enfrentarse solos a la situación que los perturba. Como en cualquier otra disciplina, los pacientes tienen que practicar ciertas técnicas y métodos para lograr el control. La terapia incluye realizar escrupulosamente los ejercicios cotidianos prescritos por el especialista e ir avanzando poco a poco, hasta vencer los temores que le impiden desarrollar su vida normalmente.

Un día cualquiera, sin que haya ocurrido nada importante, alguien va simplemente caminando por la calle en una actividad rutinaria. De pronto, se siente dominado por una especie de vértigo y una angustia creciente, sin causa precisa. Inesperadamente lo invade la sensación de estar ahogándose, le falta el aire para respirar e interiormente parece estar suspendido en una dimensión fuera de la realidad normal. Después de esa primera crisis, ya no puede volver a salir tranquilamente de su casa sin sentir malestar y necesitar ir acompañado para superar su temor.

Probablemente esa persona es víctima de la agorafobia. El trastorno se define como el temor irracional a frecuentar lugares en los que siente que le resulta difícil escapar por sí mismo o donde no podría ser socorrido en caso de necesidad, ya sea en la calle sería imposible ser socorrido, ya sea en la calle, mientras hace fila para entrar a un cine, circulando por espacios abiertos o en el interior del metro, bus o cualquier medio de transporte. Para no exponerse a sufrir una crisis de pánico que no pueden dominar, esas personas evitan exponerse a los lugares o situaciones que les provocan angustia.

La agorafobia es producto de una vulnerabilidad biológica y de la dificultad para controlar los estados de angustia. Por lo general, se presenta entre las personas que tienen rasgos comunes de personalidad, como las que se sienten atemorizadas ante la separación momentánea de un acompañante o un familiar. Según las cifras de salud pública, afecta al doble de mujeres que hombres y suele manifestarse preferentemente entre los 20 y los 30 años, e incluso más tarde en la vida.

Cada persona desarrolla la fobia según sus propias características y los síntomas también son variables en intensidad. Algunos especialistas consideran a la espasmofilia como una versión mínima de la agorafobia, cuando el sujeto es capaz de enfrentar situaciones angustiantes, pero tiene que pagar un precio en exceso de irritabilidad. En mayor o menor grado, la agorafobia tiene fuertes repercusiones en la vida familiar, social y laboral.

En la forma más moderada del trastorno, la persona trata de evitar las situaciones en las que se expone a tener una crisis de pánico. Rehúye ir a ver una película al cine o asistir a un espectáculo al aire libre y prefiere los caminos secundarios a las autopistas. En cambio, si se sufre una agorafobia severa, los afectos repercuten hasta en los aspectos más mínimos de la vida cotidiana y familiar. El simple hecho de tener que salir de casa para hacer una compra en el almacén de la esquina se vuelve una tarea imposible de realizar.

La agorafobia provoca inevitablemente un estado de dependencia y una baja autoestima. En algunos casos especialmente graves, ni siquiera la presencia de un acompañante basta para aliviar la angustia. Entonces, la persona se convierte prácticamente en un cautivo dentro de su propia casa. No puede salir a trabajar ni desarrollar cualquier actividad normal. En ese estado, la persona cae en la depresión. Pero, si bien los antidepresivos tienen efectos beneficiosos para superar las crisis de pánico, no logran sanar la enfermedad misma.

Las terapias cognitivas y conductuales son el mejor camino para una solución completa. En forma dirigida y paulatina, los pacientes son expuestos a las sensaciones que más temen. Después, acuden a los lugares que generalmente les causan pánico. Al principio, van acompañados de un terapeuta y más adelante, a medida que se sienten más fuertes, tienen que enfrentarse solos a la situación que los perturba. Como en cualquier otra disciplina, los pacientes tienen que practicar ciertas técnicas y métodos para lograr el control. La terapia incluye realizar escrupulosamente los ejercicios cotidianos prescritos por el especialista e ir avanzando poco a poco, hasta vencer los temores que le impiden desarrollar su vida normalmente.

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