/ miércoles 8 de mayo de 2024

Autorretratos de hielo / Nueve veces el mar…

Algo me hizo creer que aquella petición sería diferente: de tu viaje a Budapest sólo quiero una palabra, la que fuera, la que más le gustase, le dije… Mi amiga Yvette debe haber sentido excentricidad en la solicitud, o tal vez un poco de ternura, vaya uno a saber, pues no le pedía un imán para presumir en los refrigeradores, tampoco playeras estampadas con el nombre de aquella ciudad, y mucho menos un mandil de cocinero húngaro cuyos tejidos tricolores (verde, blanco y rojo, como la bandera mexicana) dibujasen un plato de “goulash”, esa especie de estofado picante preparado con carne y paprika, receta emparentada en línea directa con los mondongos del Golfo de México, o con los ajiacos colombianos, o con los sancochos de Dominicana, en fin, mejor dejarlo en paz porque, lo sabemos, nuestra lengua es harto propicia para las acrobacias.

Con sus variantes, los boricuas llaman sopones a dicho platillo. Decía, pues, que a Yvette, hija de húngara casada con alemán, le solicité una palabra de regalo, la que quisiese, tan sólo un recuerdo pronunciable, eso sería mi mejor obsequio. Y justo el día de su regreso a la isla de Montreal, cuando ya casi estaba decidido a entretejer en esta columna las sopas transhispánicas con el arte de coleccionar voces extranjeras en la ciudad cosmopolita, nos hemos ahogado en la noticia de una lancha frente a las costas de Brasil, nueve cadáveres a bordo, ¿de Mali?, lo más seguro es que de Mauritania.

Fue como si la vida me impusiese la obligación de posicionarme ante las tragedias que el periodismo internacional ha naturalizado: las pantallas informativas de las estaciones del metro también fueron muy lacónicas, y la televisión no dijo casi nada de aquellos seres sin nombre, despojos sin nacionalidad, en fin, almas con el mensaje de su piel como último vestigio de su origen.

En Sucre comí algo parecido al “goulash”, una sopa de piedra volcánica a base de carne de llama. La “kalapurka” la nombran las y los bolivianos, imposible olvidarla, y, desde luego, Yvette no es la primera persona a la que solicito palabras como recuerdo de sus viajes.

Cuando Ahmed, microbiólogo egipcio arraigado en el Polo Norte desde hace más de quince inviernos, volvió de El Cairo, en tono de broma me ofreció el regalo del término árabe “sadiqi” (persona justa, alguien digno de amistad). Lo cierto es que aquella gente, ¿de Senegal tal vez?, buscaba llegar a las Canarias, solicitar refugio en el archipiélago para presentir que sus destinos cambiaban de rumbo al tocar las puertas de Europa.

Ahora bien, lo que ya no se comenta en ningún noticiero es algo más bien elemental, a saber, qué pasa por la mente de un ser humano capaz de arrojarse al mar en busca de otro destino, y, asimismo, cuántas vidas se pierden a diario en la injusticia de una muerte olvidada en otras fronteras.

Agonizaron durante semanas, quizás reflejados en un miedo sin salida. La imaginación nos asiste aquí para sospechar el temor de saberse al garete y casi muertos de antemano: ¿en qué lengua sufrirían la sed y el hambre bajo un sol abrasador?, ¿tenían palabras o sopas preferidas que pudiesen acercarlos a nuestras indiferencias durante las noticias de abril? Y, al decirlo así, de repente caigo en la cuenta de que las aficiones de cualquier migrante (o sus preferencias alimenticias) debiesen simplificar nuestra identificación con su humanidad. Por lo demás, y dicho sea como de paso, cada uno de nosotros juega a ser distinto para que los otros proyecten mejor sus diferencias en nuestros rostros, ¿no es cierto?

Sí, al singularizarnos nos lavamos la cara para reflejarnos con mayor nitidez en los espejos ajenos. Sin embargo, tienen que creérmelo, mi pasión por las palabras de otros universos nació en Tampico, en aquel taller literario donde Gloria la poeta nos explicaba el significado de la voz portuguesa “saudade” (algo parecido a una nostalgia hecha de morriñas, nos decía), o cuando, al regresar a casa sobre la calle Colón, los antojos de mi hermana mayor defendían a voz en cuello que el “pay” de queso era la definición más deliciosa del diccionario hispánico.

De vuelta al Atlántico, sin duda fueron cerrando los ojos como quien se despide de las olas que duelen, aunque las autoridades brasileñas tampoco informaron de ello, ni de sus posibles edades ni de la tristeza de sus ropas deshechas. Eso sí, fueron muy precisas en el cálculo de los miles de kilómetros recorridos por aquellos cuerpos a la deriva, y también en la descripción del bote, pintado de azul y blanco, con treinta y nueve pies de eslora; además, hablaron de los vientos alisios que arrastraron la lancha, e incluso ofrecieron cifras del número creciente de barcas y de cadáveres rescatados en las costas brasileñas durante los últimos años debido al aumento de la migración africana en busca de las costas españolas.

No, ya casi no hay tiempo ni espacio para enumerar todas las palabras extranjeras recogidas en estos años, ni para recordar otras sopas del mundo hispánico. Y a pesar de que ignorar los callos a la madrileña sería quizás olvidar demasiado, de Budapest mi amiga Yvette me trajo el suvenir (perdón por el galicismo) de “picike”, expresión magiar que significa pequeña; tenía que ser, supuse, pues Yvette es muy bajita, casi reducida a la mínima expresión de su estatura. Recíproco como soy con las magias del lenguaje, en compensación le regalé “cabañuela”, término que congrega en un solo día los climas de varias estaciones y que descubrí durante los léxicos campesinos de la sierra Tarahumara, allá en Chihuahua.

Al final, lo de siempre: los muertos de aquella barca diluyeron pronto la tribulación de sus destinos en nuestras rutinas, tal vez porque entre los migrantes de la isla de Montreal abundan las odiseas, ¿cómo decirlo?, o porque, sin pretenderlo, aquí hemos aprendido a resignarnos nueve veces en todos los océanos…

Algo me hizo creer que aquella petición sería diferente: de tu viaje a Budapest sólo quiero una palabra, la que fuera, la que más le gustase, le dije… Mi amiga Yvette debe haber sentido excentricidad en la solicitud, o tal vez un poco de ternura, vaya uno a saber, pues no le pedía un imán para presumir en los refrigeradores, tampoco playeras estampadas con el nombre de aquella ciudad, y mucho menos un mandil de cocinero húngaro cuyos tejidos tricolores (verde, blanco y rojo, como la bandera mexicana) dibujasen un plato de “goulash”, esa especie de estofado picante preparado con carne y paprika, receta emparentada en línea directa con los mondongos del Golfo de México, o con los ajiacos colombianos, o con los sancochos de Dominicana, en fin, mejor dejarlo en paz porque, lo sabemos, nuestra lengua es harto propicia para las acrobacias.

Con sus variantes, los boricuas llaman sopones a dicho platillo. Decía, pues, que a Yvette, hija de húngara casada con alemán, le solicité una palabra de regalo, la que quisiese, tan sólo un recuerdo pronunciable, eso sería mi mejor obsequio. Y justo el día de su regreso a la isla de Montreal, cuando ya casi estaba decidido a entretejer en esta columna las sopas transhispánicas con el arte de coleccionar voces extranjeras en la ciudad cosmopolita, nos hemos ahogado en la noticia de una lancha frente a las costas de Brasil, nueve cadáveres a bordo, ¿de Mali?, lo más seguro es que de Mauritania.

Fue como si la vida me impusiese la obligación de posicionarme ante las tragedias que el periodismo internacional ha naturalizado: las pantallas informativas de las estaciones del metro también fueron muy lacónicas, y la televisión no dijo casi nada de aquellos seres sin nombre, despojos sin nacionalidad, en fin, almas con el mensaje de su piel como último vestigio de su origen.

En Sucre comí algo parecido al “goulash”, una sopa de piedra volcánica a base de carne de llama. La “kalapurka” la nombran las y los bolivianos, imposible olvidarla, y, desde luego, Yvette no es la primera persona a la que solicito palabras como recuerdo de sus viajes.

Cuando Ahmed, microbiólogo egipcio arraigado en el Polo Norte desde hace más de quince inviernos, volvió de El Cairo, en tono de broma me ofreció el regalo del término árabe “sadiqi” (persona justa, alguien digno de amistad). Lo cierto es que aquella gente, ¿de Senegal tal vez?, buscaba llegar a las Canarias, solicitar refugio en el archipiélago para presentir que sus destinos cambiaban de rumbo al tocar las puertas de Europa.

Ahora bien, lo que ya no se comenta en ningún noticiero es algo más bien elemental, a saber, qué pasa por la mente de un ser humano capaz de arrojarse al mar en busca de otro destino, y, asimismo, cuántas vidas se pierden a diario en la injusticia de una muerte olvidada en otras fronteras.

Agonizaron durante semanas, quizás reflejados en un miedo sin salida. La imaginación nos asiste aquí para sospechar el temor de saberse al garete y casi muertos de antemano: ¿en qué lengua sufrirían la sed y el hambre bajo un sol abrasador?, ¿tenían palabras o sopas preferidas que pudiesen acercarlos a nuestras indiferencias durante las noticias de abril? Y, al decirlo así, de repente caigo en la cuenta de que las aficiones de cualquier migrante (o sus preferencias alimenticias) debiesen simplificar nuestra identificación con su humanidad. Por lo demás, y dicho sea como de paso, cada uno de nosotros juega a ser distinto para que los otros proyecten mejor sus diferencias en nuestros rostros, ¿no es cierto?

Sí, al singularizarnos nos lavamos la cara para reflejarnos con mayor nitidez en los espejos ajenos. Sin embargo, tienen que creérmelo, mi pasión por las palabras de otros universos nació en Tampico, en aquel taller literario donde Gloria la poeta nos explicaba el significado de la voz portuguesa “saudade” (algo parecido a una nostalgia hecha de morriñas, nos decía), o cuando, al regresar a casa sobre la calle Colón, los antojos de mi hermana mayor defendían a voz en cuello que el “pay” de queso era la definición más deliciosa del diccionario hispánico.

De vuelta al Atlántico, sin duda fueron cerrando los ojos como quien se despide de las olas que duelen, aunque las autoridades brasileñas tampoco informaron de ello, ni de sus posibles edades ni de la tristeza de sus ropas deshechas. Eso sí, fueron muy precisas en el cálculo de los miles de kilómetros recorridos por aquellos cuerpos a la deriva, y también en la descripción del bote, pintado de azul y blanco, con treinta y nueve pies de eslora; además, hablaron de los vientos alisios que arrastraron la lancha, e incluso ofrecieron cifras del número creciente de barcas y de cadáveres rescatados en las costas brasileñas durante los últimos años debido al aumento de la migración africana en busca de las costas españolas.

No, ya casi no hay tiempo ni espacio para enumerar todas las palabras extranjeras recogidas en estos años, ni para recordar otras sopas del mundo hispánico. Y a pesar de que ignorar los callos a la madrileña sería quizás olvidar demasiado, de Budapest mi amiga Yvette me trajo el suvenir (perdón por el galicismo) de “picike”, expresión magiar que significa pequeña; tenía que ser, supuse, pues Yvette es muy bajita, casi reducida a la mínima expresión de su estatura. Recíproco como soy con las magias del lenguaje, en compensación le regalé “cabañuela”, término que congrega en un solo día los climas de varias estaciones y que descubrí durante los léxicos campesinos de la sierra Tarahumara, allá en Chihuahua.

Al final, lo de siempre: los muertos de aquella barca diluyeron pronto la tribulación de sus destinos en nuestras rutinas, tal vez porque entre los migrantes de la isla de Montreal abundan las odiseas, ¿cómo decirlo?, o porque, sin pretenderlo, aquí hemos aprendido a resignarnos nueve veces en todos los océanos…