/ domingo 13 de octubre de 2019

De crisálida a mariposa

Cuando el invierno se aproxima, la oruga se envuelve en su capullo y, convertida en crisálida, sueña con ser mariposa.

En la primavera siguiente, cuando el clima se hace más benigno, brota esplendente y maravilloso -dice el poeta- ese poquito de brisa en una mágica lluvia de colores, y con sus alas como pétalos de seda, le da un suave matiz al paisaje. Las mariposas despiertan entonces como flores magníficas de su sueño, abandonando la larva que un día produjo sus ansias de encontrarlo.

Por eso apenas aparece el otoño, miríadas de mariposas reinician su lucha ancestral por deshacerse de la estorbosa prisión que su capullo representa para, desembarazándose de él, volar entre los suaves vientos de la noche, iluminándolos con su vuelo multicolor. Y el premio a su esfuerzo será poder hacerlo muchas veces más, en otras esplendorosas mañanas de abril, a pesar de lo breve de su ciclo vital.

Como ellas, todos los que ahora vivimos, fuimos alguna vez crisálidas que el amor fecundó en el asombroso estruendo de la vida. Como ellas, un día abandonamos el lecho de nácar que para nosotros fue el seno materno, para aspirar profundamente el aroma fugaz de la existencia. Poco a poco descubrimos la matriz simbólica en que se tejieron nuestras fantasías, la tela inconsútil con que nos arropó nuestra historia personal y la ternura suave de nuestra carga genética, descubierta gozosamente en el tibio abrazo de nuestros padres y nuestros abuelos.

Llegado nuestro tiempo, nos convertimos en mariposas que la tenue brisa nocturna estremeció en el plenilunio de nuestra existencia. Y ni distancia, ni tiempo, ni tormenta hubo que no fueran vencidos por nuestras ansias de vestir un día de arcoíris el paisaje. Conocimos entonces cuán poderosa es la fuerza del amor, que, como dice el poeta, “bebiéndose a sí mismo rescata lo pequeño de ilímites distancias” ante lo grandioso de la paradójicamente contingente temporalidad de la vida.

No obstante sucede que, en ese proceso, algunas crisálidas jamás llegan a ser plenamente mariposas. A veces, por desgracia y a pesar de la dolorosa y esforzada lucha que realizan por deshacerse de la inútil carcasa que es su capullo, perecen sin cumplimentar su sueño. Por razones serenas, el Hacedor de todos los colores las reserva para que puedan disfrutar por siempre de su jardín eterno, donde alucinadas brillarán en la danza infinita del regocijo. La fe entonces se hace amor en la esperanza cierta: el mayor milagro que podemos admirar es que, para muchos, la vida se transforma, no se acaba.

Otras veces, en el tránsito hacia su maravilloso despertar, algunas mariposas sufren mientras luchan por desplegar su singular colorido. Pareciera entonces como si cada uno de sus colores fuera dado a luz en la congoja que sus ansias de permanencia reclaman, mientras que otras, en cambio, comienzan a gozar cabalmente del maravilloso privilegio de la vida. Es entonces que debemos acompañar a las dolientes y a las que sufren sentiéndolas entrañablemente nuestras, aunque creamos que no lo perciban ni parezcan advertir la calidez de nuestra cercanía y permanezcan distantes. El mejor regalo que les podemos hacer a sus vidas es estar ahí, presentes y próximos, aun cuando veamos que ellas sólo tímidamente se acercan a la nuestra.

Aquí, de nuevo, muy a pesar del justificado reclamo por nuestra pena, el Autor de todo permite ese dolor para que entendamos mejor el amor y podamos asirnos con vehemencia a su derrotero. Comprender entonces nuestra contingencia es encontrar la respuesta que necesitamos: de una u otra forma en la ruta de nuestro santuario las alas de nuestras bellas mariposas podrán ser heridas, pero a él sin duda llegarán.

Un día, a pesar de su fragilidad, nuestras hermosas crisálidas convertidas en mariposas, podrán distribuir sus propios colores en el multifacético esplendor de la tarde. Pero para eso deberán abandonar, en ese ritual repetido por siglos, dolorosa y esforzadamente, su temporal prisión, propiciando así que otros capullos puedan ser construidos, aquellos en los que la vida refleje los felices e irisados sueños de su propio destino.

A nuestra vez, el antaño brillante caleidoscopio que un día fuimos, desaparecerá sin remedio en alguna tarde gris del invierno. Nuestro privilegio será entonces saber que no nos desdibujamos en las sombras sino que nos multiplicamos en la brisa y por eso nuestra imagen repetida estará en cada tímido vuelo que ellas, nuestras bellas mariposas, ensayen, aun aquellas de mirada ausente y sentimiento inexpresado, pero no por ello menos entrañable. El tiempo habrá entonces cumplido su promesa en nosotros, dadores del color con que ahora se revisten, para inundar de matices el silencio. Pero es gracias a eso que, generosamente, también en ellas el ciclo de la vida comenzará de nuevo.

Y en un desfile inacabable, como flores de un jardín mágico, nuevas crisálidas de otoño retomarán el camino de la vida, en el incomparable sueño de verse convertidas en mariposas…

PS. Este escrito fue hecho con afecto para todos los niños y niñas autistas del mundo, cuya escondida belleza revela esa parte de Dios, que sólo a través de ellos conocemos.

Cuando el invierno se aproxima, la oruga se envuelve en su capullo y, convertida en crisálida, sueña con ser mariposa.

En la primavera siguiente, cuando el clima se hace más benigno, brota esplendente y maravilloso -dice el poeta- ese poquito de brisa en una mágica lluvia de colores, y con sus alas como pétalos de seda, le da un suave matiz al paisaje. Las mariposas despiertan entonces como flores magníficas de su sueño, abandonando la larva que un día produjo sus ansias de encontrarlo.

Por eso apenas aparece el otoño, miríadas de mariposas reinician su lucha ancestral por deshacerse de la estorbosa prisión que su capullo representa para, desembarazándose de él, volar entre los suaves vientos de la noche, iluminándolos con su vuelo multicolor. Y el premio a su esfuerzo será poder hacerlo muchas veces más, en otras esplendorosas mañanas de abril, a pesar de lo breve de su ciclo vital.

Como ellas, todos los que ahora vivimos, fuimos alguna vez crisálidas que el amor fecundó en el asombroso estruendo de la vida. Como ellas, un día abandonamos el lecho de nácar que para nosotros fue el seno materno, para aspirar profundamente el aroma fugaz de la existencia. Poco a poco descubrimos la matriz simbólica en que se tejieron nuestras fantasías, la tela inconsútil con que nos arropó nuestra historia personal y la ternura suave de nuestra carga genética, descubierta gozosamente en el tibio abrazo de nuestros padres y nuestros abuelos.

Llegado nuestro tiempo, nos convertimos en mariposas que la tenue brisa nocturna estremeció en el plenilunio de nuestra existencia. Y ni distancia, ni tiempo, ni tormenta hubo que no fueran vencidos por nuestras ansias de vestir un día de arcoíris el paisaje. Conocimos entonces cuán poderosa es la fuerza del amor, que, como dice el poeta, “bebiéndose a sí mismo rescata lo pequeño de ilímites distancias” ante lo grandioso de la paradójicamente contingente temporalidad de la vida.

No obstante sucede que, en ese proceso, algunas crisálidas jamás llegan a ser plenamente mariposas. A veces, por desgracia y a pesar de la dolorosa y esforzada lucha que realizan por deshacerse de la inútil carcasa que es su capullo, perecen sin cumplimentar su sueño. Por razones serenas, el Hacedor de todos los colores las reserva para que puedan disfrutar por siempre de su jardín eterno, donde alucinadas brillarán en la danza infinita del regocijo. La fe entonces se hace amor en la esperanza cierta: el mayor milagro que podemos admirar es que, para muchos, la vida se transforma, no se acaba.

Otras veces, en el tránsito hacia su maravilloso despertar, algunas mariposas sufren mientras luchan por desplegar su singular colorido. Pareciera entonces como si cada uno de sus colores fuera dado a luz en la congoja que sus ansias de permanencia reclaman, mientras que otras, en cambio, comienzan a gozar cabalmente del maravilloso privilegio de la vida. Es entonces que debemos acompañar a las dolientes y a las que sufren sentiéndolas entrañablemente nuestras, aunque creamos que no lo perciban ni parezcan advertir la calidez de nuestra cercanía y permanezcan distantes. El mejor regalo que les podemos hacer a sus vidas es estar ahí, presentes y próximos, aun cuando veamos que ellas sólo tímidamente se acercan a la nuestra.

Aquí, de nuevo, muy a pesar del justificado reclamo por nuestra pena, el Autor de todo permite ese dolor para que entendamos mejor el amor y podamos asirnos con vehemencia a su derrotero. Comprender entonces nuestra contingencia es encontrar la respuesta que necesitamos: de una u otra forma en la ruta de nuestro santuario las alas de nuestras bellas mariposas podrán ser heridas, pero a él sin duda llegarán.

Un día, a pesar de su fragilidad, nuestras hermosas crisálidas convertidas en mariposas, podrán distribuir sus propios colores en el multifacético esplendor de la tarde. Pero para eso deberán abandonar, en ese ritual repetido por siglos, dolorosa y esforzadamente, su temporal prisión, propiciando así que otros capullos puedan ser construidos, aquellos en los que la vida refleje los felices e irisados sueños de su propio destino.

A nuestra vez, el antaño brillante caleidoscopio que un día fuimos, desaparecerá sin remedio en alguna tarde gris del invierno. Nuestro privilegio será entonces saber que no nos desdibujamos en las sombras sino que nos multiplicamos en la brisa y por eso nuestra imagen repetida estará en cada tímido vuelo que ellas, nuestras bellas mariposas, ensayen, aun aquellas de mirada ausente y sentimiento inexpresado, pero no por ello menos entrañable. El tiempo habrá entonces cumplido su promesa en nosotros, dadores del color con que ahora se revisten, para inundar de matices el silencio. Pero es gracias a eso que, generosamente, también en ellas el ciclo de la vida comenzará de nuevo.

Y en un desfile inacabable, como flores de un jardín mágico, nuevas crisálidas de otoño retomarán el camino de la vida, en el incomparable sueño de verse convertidas en mariposas…

PS. Este escrito fue hecho con afecto para todos los niños y niñas autistas del mundo, cuya escondida belleza revela esa parte de Dios, que sólo a través de ellos conocemos.