/ domingo 14 de junio de 2020

El enemigo a vencer

Como si se tratara de una siniestra patología, fatalmente inscrita en nuestro código genético, o como si fuera un destino inevitable que ya está predeterminado nos vencerá, los humanos hemos convertido nuestro noble esfuerzo por crecer, en una lucha infructífera por culpar a los demás de todo aquello que nos impide lograr la trascendencia.

Buscar siempre culpables fuera de nosotros, en lugar de hacer recaer sobre nuestro libre albedrío la responsabilidad por nuestras acciones, es una forma cómoda de rehuir las consecuencias que de ellas se derivan, refiriéndolas a los demás. Con mucha frecuencia arrojamos la culpabilidad de todo lo negativo que hemos alimentado en nuestro interior a alguien que desde luego no somos nosotros.

Si algo no funciona, es el otro quien tiene la culpa; si nos va mal en el colegio, es porque los profesores no nos quieren, si elegimos lo mediocre, es porque no tuvimos otras opciones. Y lo mismo nos sucede en el trabajo, en la iglesia y desde luego con nuestros padres, cuando afirmamos que “nunca nos comprenden”. En pocas palabras, con este absurdo argumento reduccionista, cualquier cosa que nos acontezca podrá ser justificado y explicado por la influencia ajena, pero jamás aceptaremos que puede también ser imputable a la actitud propia

Si esto es ya de por sí trágico, el siguiente paso de este inùtil esfuerzo por deslindarnos de nuestra responsabilidad, aun a costa de nuestra libertad, es peor aún: buscamos convertir en enemigos a aquellos en los que depositamos nuestra culpabilidad creyendo que así quedaremos libres de ella, o al menos pensando neciamente que lograremos eludirla.

Y es de esta forma absurda que vemos como ignorantes a quienes no creen lo que nosotros creemos y a quienes no comparten nuestra ideología; es por esa razón o mejor dicho sinrazón, que arrojamos la culpabilidad de los males económicos, sociales y morales que nuestra comunidad padece, a quien no opina como nosotros y lo declaramos responsable absoluto y único de todo lo malo que nos acontece. Pero por esa intolerancia nos perdemos de la riqueza que los demás también tienen y que la sociedad humana igualmente necesita para seguir creciendo.

Porque si reflexionamos un poco, veríamos que el mundo sería más triste si nuestros razonamientos fueran siempre idénticos y lineales, sin ningún grado de separación entre los pensantes. El mundo sería aburridamente monótono si no respetáramos las necesarias divergencias entre las formas de pensar, creer y vivir de todos los que conformamos este maravilloso genérico que es la especie humana. Si no tuviéramos la oportunidad de confrontar nuestras ideas y elegir entre todas las que más nos ayuden a crecer sin que eso signifique despreciar las otras, y si en definitiva todos tuviéramos que optar por lo mismo, seríamos sin duda muy infelices. Porque es cierto que donde todos piensan igual, alguien está dejando de pensar.

Porque la riqueza de toda cultura está en su dinamismo, en la diversidad de sus aprendizajes y en el multiesplendente caleidoscopio cuyo colorido nos refleja a todos por igual. Está en la pluralidad de las opiniones de quienes las asumen, en el universo de cosmovisiones que la enriquecen, en la formulación siempre viva de la idiosincrasia de quienes la comparten y en el respeto con que se definen a sí mismos. Pero sobre todo está en el derecho que tenemos de expresar nuestra propia opinión sin que eso nos convierta en enemigos de quienes creen tener la verdad en exclusiva y por ello nos impiden manifestar la nuestra, sólo porque no coincide con la de ellos.

Nuestro verdadero enemigo es entonces la negación de esa pluralidad, el rechazo a las naturales diferencias y la incapacidad para enfrentar opuestos. El enemigo a vencer es el dogmatismo, la intolerancia y la discriminación. Es la ignorancia, el miedo, la falta de memoria histórica y el desamor, la ausencia de respeto a la dignidad propia y a la ajena. El enemigo siempre presente es la calumnia, la mentira y la simulación, la marginación inducida, la soberbia, el odio y la injusticia.

Hemos invertido tanto tiempo en el torpe despropósito de destruirnos mutuamente, que no nos hemos percatado de lo que en realidad nos ha hecho falta; es un poco de imaginación para construir con el esfuerzo común, una sociedad más justa, menos dependiente, más comprometida y solidaria. Y en lugar de vernos como enemigos, entender que si somos capaces de privilegiar la generosidad y la inclusión, podremos realmente ser redimidos de esa pobre visión individualista que tanto nos seduce y que a nada nos ha conducido. Los seres humanos hemos perdido de vista que somos compañeros en esta aventura de la vida y que sólo juntos podremos luchar para disfrutar en verdad de los frutos apetecibles de la sana convivencia humana.

Jean Paul Sartre, filósofo existencialista francés escribió: “el infierno son los otros.” Y esta es una aseveración que hemos aceptado sin pensar. Ingenuamente creemos que es siempre fuera de nosotros que encontramos los enemigos que nos asechan. Pero por desgracia los más peligrosos son los que viven en nuestro interior y ahì debemos buscarlos, para expulsarlos para siempre de nuestra vida.

Pero también y para nuestra fortuna, si hurgamos profundamente dentro de nosotros, podremos ahí mismo encontrar todo aquello con lo cual podremos construir una nueva civilización planetaria, en la que la especie humana tenga como horizonte de realización personal y la de sus comunidades, el amor por la verdad, la generosidad, la inclusión y la justicia.

EL ENEMIGO A VENCER.

“…No hay enemigo mayor,

que el enemigo de casa…”

Tirso de Molina

Rubén Núñez de Cáceres V.

Como si se tratara de una siniestra patología, fatalmente inscrita en nuestro código genético, o como si fuera un destino inevitable que ya está predeterminado nos vencerá, los humanos hemos convertido nuestro noble esfuerzo por crecer, en una lucha infructífera por culpar a los demás de todo aquello que nos impide lograr la trascendencia.

Buscar siempre culpables fuera de nosotros, en lugar de hacer recaer sobre nuestro libre albedrío la responsabilidad por nuestras acciones, es una forma cómoda de rehuir las consecuencias que de ellas se derivan, refiriéndolas a los demás. Con mucha frecuencia arrojamos la culpabilidad de todo lo negativo que hemos alimentado en nuestro interior a alguien que desde luego no somos nosotros.

Si algo no funciona, es el otro quien tiene la culpa; si nos va mal en el colegio, es porque los profesores no nos quieren, si elegimos lo mediocre, es porque no tuvimos otras opciones. Y lo mismo nos sucede en el trabajo, en la iglesia y desde luego con nuestros padres, cuando afirmamos que “nunca nos comprenden”. En pocas palabras, con este absurdo argumento reduccionista, cualquier cosa que nos acontezca podrá ser justificado y explicado por la influencia ajena, pero jamás aceptaremos que puede también ser imputable a la actitud propia

Si esto es ya de por sí trágico, el siguiente paso de este inùtil esfuerzo por deslindarnos de nuestra responsabilidad, aun a costa de nuestra libertad, es peor aún: buscamos convertir en enemigos a aquellos en los que depositamos nuestra culpabilidad creyendo que así quedaremos libres de ella, o al menos pensando neciamente que lograremos eludirla.

Y es de esta forma absurda que vemos como ignorantes a quienes no creen lo que nosotros creemos y a quienes no comparten nuestra ideología; es por esa razón o mejor dicho sinrazón, que arrojamos la culpabilidad de los males económicos, sociales y morales que nuestra comunidad padece, a quien no opina como nosotros y lo declaramos responsable absoluto y único de todo lo malo que nos acontece. Pero por esa intolerancia nos perdemos de la riqueza que los demás también tienen y que la sociedad humana igualmente necesita para seguir creciendo.

Porque si reflexionamos un poco, veríamos que el mundo sería más triste si nuestros razonamientos fueran siempre idénticos y lineales, sin ningún grado de separación entre los pensantes. El mundo sería aburridamente monótono si no respetáramos las necesarias divergencias entre las formas de pensar, creer y vivir de todos los que conformamos este maravilloso genérico que es la especie humana. Si no tuviéramos la oportunidad de confrontar nuestras ideas y elegir entre todas las que más nos ayuden a crecer sin que eso signifique despreciar las otras, y si en definitiva todos tuviéramos que optar por lo mismo, seríamos sin duda muy infelices. Porque es cierto que donde todos piensan igual, alguien está dejando de pensar.

Porque la riqueza de toda cultura está en su dinamismo, en la diversidad de sus aprendizajes y en el multiesplendente caleidoscopio cuyo colorido nos refleja a todos por igual. Está en la pluralidad de las opiniones de quienes las asumen, en el universo de cosmovisiones que la enriquecen, en la formulación siempre viva de la idiosincrasia de quienes la comparten y en el respeto con que se definen a sí mismos. Pero sobre todo está en el derecho que tenemos de expresar nuestra propia opinión sin que eso nos convierta en enemigos de quienes creen tener la verdad en exclusiva y por ello nos impiden manifestar la nuestra, sólo porque no coincide con la de ellos.

Nuestro verdadero enemigo es entonces la negación de esa pluralidad, el rechazo a las naturales diferencias y la incapacidad para enfrentar opuestos. El enemigo a vencer es el dogmatismo, la intolerancia y la discriminación. Es la ignorancia, el miedo, la falta de memoria histórica y el desamor, la ausencia de respeto a la dignidad propia y a la ajena. El enemigo siempre presente es la calumnia, la mentira y la simulación, la marginación inducida, la soberbia, el odio y la injusticia.

Hemos invertido tanto tiempo en el torpe despropósito de destruirnos mutuamente, que no nos hemos percatado de lo que en realidad nos ha hecho falta; es un poco de imaginación para construir con el esfuerzo común, una sociedad más justa, menos dependiente, más comprometida y solidaria. Y en lugar de vernos como enemigos, entender que si somos capaces de privilegiar la generosidad y la inclusión, podremos realmente ser redimidos de esa pobre visión individualista que tanto nos seduce y que a nada nos ha conducido. Los seres humanos hemos perdido de vista que somos compañeros en esta aventura de la vida y que sólo juntos podremos luchar para disfrutar en verdad de los frutos apetecibles de la sana convivencia humana.

Jean Paul Sartre, filósofo existencialista francés escribió: “el infierno son los otros.” Y esta es una aseveración que hemos aceptado sin pensar. Ingenuamente creemos que es siempre fuera de nosotros que encontramos los enemigos que nos asechan. Pero por desgracia los más peligrosos son los que viven en nuestro interior y ahì debemos buscarlos, para expulsarlos para siempre de nuestra vida.

Pero también y para nuestra fortuna, si hurgamos profundamente dentro de nosotros, podremos ahí mismo encontrar todo aquello con lo cual podremos construir una nueva civilización planetaria, en la que la especie humana tenga como horizonte de realización personal y la de sus comunidades, el amor por la verdad, la generosidad, la inclusión y la justicia.

EL ENEMIGO A VENCER.

“…No hay enemigo mayor,

que el enemigo de casa…”

Tirso de Molina

Rubén Núñez de Cáceres V.