/ lunes 7 de agosto de 2023

El Telar | Hay colcha

Hace unos días fui a visitar a una amiga a su casa. Mientras platicábamos, ella guardaba una colcha tamaulipeca en su funda. Le pregunté dónde la había adquirido porque hacía mucho tiempo que no veía una tan bien conservada. Me contó que se trataba de un regalo que su abuela le había hecho el día de su nacimiento, hace ya 48 años. Entonces, comenzamos a conversar sobre esa hermosa tradición de las mujeres del norte de Tamaulipas, particularmente, de la denominada frontera chica que, tras rememorarla, sentí la necesidad de compartirla en este espacio.

Y es que al igual que doña Eulalia -la abuela de mi amiga-, las mujeres hacían colchas de tela rellenas de lana de borrega que ellas mismas lavaban, escarmenaban, cardaban y extendían en pequeños cuadros sobre un lienzo de tela en el que dibujaban figuras con un gis o un trozo de jabón viejo que después cocían a mano. Las colchas se hacían en un bastidor sostenido en sus cuatro esquinas por troncos de madera oscura, veteada y recia, que estaban unidas en cruz por un tornillo largo que los atravesaba de lado a lado.

Lo maravilloso de estas colchas es su hechura artesanal y su significado social. Una mujer del pueblo les decía a otras, “Virginia tiene colcha”, “hay colcha con Calila”, y sin previa invitación, las demás mujeres llegaban a la casa de esa vecina con su dedal, aguja e hilos para ayudar a la manufactura. Llevaban también sus historias, sus ilusiones, sus tristezas y un gran sentido de solidaridad de género y social.

El proceso duraba aproximadamente un año, el cuál casi siempre era ininterrumpido porque generalmente le hacían una colcha a cada hija o hijo que anunciaba su boda. Era un regalo amoroso, una manera de continuar dando cobijo a la nueva familia y de estar presente en su hogar.

Las mujeres que participaban de esa actividad hacían mucho más que colchas: hacían comunidad, con esta actividad que sólo era de ellas, pero que conllevaba un gran beneficio para la sociedad. Sin que tuvieran que consultar un manual de organización, simplemente cada una hacía en casa de la otra lo que mejor sabía hacer: dibujar, coser, cortar, reparar el bastidor, escuchar, aconsejar y contener a las generaciones que la sucedieron en un abrazo que trasciende el tiempo.

Ellas no sabían de feminismo; sin embargo, sus almas estaban ciertas de que se debían a su genealogía, que provenían de la misma estirpe y que su nobleza no dependía de los bienes materiales. Cosían historias, dibujaban recuerdos y enhebraban porvenires. Qué ganas de saber que hay colcha en casa de alguien y acudir sin ser convocada con la seguridad de que ahí siempre habrá un lugar para mí.

Mirar el pasado me permite ver con claridad lo que tendría que ser el futuro. Es evidente que necesitamos recobrar ese sentido de pertenencia, de hermandad y solidaridad. Tenemos que hacer comunidad, ocupar nuestro espacio, tejer redes, recobrarnos y darnos unas a las otras. Hagamos colchas de lana o de metáforas y digámosles a las demás mujeres que en nuestra casa o en la de alguien más hay colcha.

Ellas no sabían de feminismo; sin embargo, sus almas estaban ciertas de que se debían a su genealogía, que provenían de la misma estirpe y que su nobleza no dependía de los bienes materiales. Cosían historias, dibujaban recuerdos y enhebraban porvenires

  • blancanarro.telar@gmail.com


Hace unos días fui a visitar a una amiga a su casa. Mientras platicábamos, ella guardaba una colcha tamaulipeca en su funda. Le pregunté dónde la había adquirido porque hacía mucho tiempo que no veía una tan bien conservada. Me contó que se trataba de un regalo que su abuela le había hecho el día de su nacimiento, hace ya 48 años. Entonces, comenzamos a conversar sobre esa hermosa tradición de las mujeres del norte de Tamaulipas, particularmente, de la denominada frontera chica que, tras rememorarla, sentí la necesidad de compartirla en este espacio.

Y es que al igual que doña Eulalia -la abuela de mi amiga-, las mujeres hacían colchas de tela rellenas de lana de borrega que ellas mismas lavaban, escarmenaban, cardaban y extendían en pequeños cuadros sobre un lienzo de tela en el que dibujaban figuras con un gis o un trozo de jabón viejo que después cocían a mano. Las colchas se hacían en un bastidor sostenido en sus cuatro esquinas por troncos de madera oscura, veteada y recia, que estaban unidas en cruz por un tornillo largo que los atravesaba de lado a lado.

Lo maravilloso de estas colchas es su hechura artesanal y su significado social. Una mujer del pueblo les decía a otras, “Virginia tiene colcha”, “hay colcha con Calila”, y sin previa invitación, las demás mujeres llegaban a la casa de esa vecina con su dedal, aguja e hilos para ayudar a la manufactura. Llevaban también sus historias, sus ilusiones, sus tristezas y un gran sentido de solidaridad de género y social.

El proceso duraba aproximadamente un año, el cuál casi siempre era ininterrumpido porque generalmente le hacían una colcha a cada hija o hijo que anunciaba su boda. Era un regalo amoroso, una manera de continuar dando cobijo a la nueva familia y de estar presente en su hogar.

Las mujeres que participaban de esa actividad hacían mucho más que colchas: hacían comunidad, con esta actividad que sólo era de ellas, pero que conllevaba un gran beneficio para la sociedad. Sin que tuvieran que consultar un manual de organización, simplemente cada una hacía en casa de la otra lo que mejor sabía hacer: dibujar, coser, cortar, reparar el bastidor, escuchar, aconsejar y contener a las generaciones que la sucedieron en un abrazo que trasciende el tiempo.

Ellas no sabían de feminismo; sin embargo, sus almas estaban ciertas de que se debían a su genealogía, que provenían de la misma estirpe y que su nobleza no dependía de los bienes materiales. Cosían historias, dibujaban recuerdos y enhebraban porvenires. Qué ganas de saber que hay colcha en casa de alguien y acudir sin ser convocada con la seguridad de que ahí siempre habrá un lugar para mí.

Mirar el pasado me permite ver con claridad lo que tendría que ser el futuro. Es evidente que necesitamos recobrar ese sentido de pertenencia, de hermandad y solidaridad. Tenemos que hacer comunidad, ocupar nuestro espacio, tejer redes, recobrarnos y darnos unas a las otras. Hagamos colchas de lana o de metáforas y digámosles a las demás mujeres que en nuestra casa o en la de alguien más hay colcha.

Ellas no sabían de feminismo; sin embargo, sus almas estaban ciertas de que se debían a su genealogía, que provenían de la misma estirpe y que su nobleza no dependía de los bienes materiales. Cosían historias, dibujaban recuerdos y enhebraban porvenires

  • blancanarro.telar@gmail.com