/ domingo 3 de abril de 2022

La tercera ley…

La tercera ley del movimiento forma parte de las leyes de la dinámica que estableció Newton: …“a toda fuerza de acción, corresponde una fuerza de reacción, de igual magnitud, pero en sentido opuesto”.

Pero esta ley, cuyo contenido empírico es evidente y puede fácilmente demostrarse con lecciones de la vida cotidiana, como patear un balón o halar una cuerda: ¿Podría también aplicarse, salvadas las indiscutibles distancias con la física experimental, a las relaciones humanas, tanto personales como interpersonales de las que está lleno nuestro día a día? Pienso que sí. Y que además podría demostrarse de manera semejante en dichas relaciones.

Tomemos como ejemplo las muy variadas acciones que diariamente realizamos con nuestro cuerpo y que, lo queramos o no, de alguna forma regresan a nosotros en forma de respuestas, positivas o negativas. Como el contenedor físico que es, sus partes han sido de tal forma ensambladas por el Diseñador de nuestro mundo, o por la sofisticada evolución que otros defienden, que cualquier acción que tengamos hacia él, puede producir equilibrio o desequilibrio en su maravilloso funcionamiento. Esto significa que si lo cuidamos, lo ejercitamos, lo alimentamos y le damos reposo razonable, tendremos una respuesta benéfica para nuestra salud. Pero si lo maltratamos, lo llenamos de basura y lo sometemos a desgastes perniciosos y vicios destructivos, él responderá devolvíéndonos golpe por golpe. Entender esta sencilla ley, sabiamente inscrita en nuestro organismo, es encontrar que efectivamente su equilibrio u homeostasis, como dicen los científicos, dependen del cuidado o descuido con que tratemos tal contenedor, que por otra parte solo nos fue dado temporalmente para su resguardo y no para su administración negligente.

Pero no somos solo un organismo físico, cuya meta es ser fiel a su instinto de supervivencia. Tenemos también una mente, capaz de enfrentar dilemas y resolver problemas difíciles; disfrutar de las artes y la belleza, la lectura y la meditación. Y de un espíritu con aspiraciones de trascendencia, siempre en búsqueda de los valores superiores intangibles, como la valentía, la honestidad y el respeto por la dignidad de los otros seres como él. Y capaces de demostrar igualmente a través del aprecio por todo eso, que no somos una anomalía del universo, sino la criatura que logró convertirse con su esfuerzo en “el eje y la flecha” de su crecimiento, más que todas las otras especies de la tierra, luchador tenaz de su felicidad.

Pero tal vez donde más claramente podemos percibir ese fenómeno de las acciones-reacciones que nuestra conducta propicia, en es aquella parte de nuestra naturaleza que tiene que ver con nuestros sentimientos y la gestión de nuestras emociones. Con todo aquello que se refiere al amor, la compasión y nuestra benevolencia hacia nosotros mismos, como la autoestima y los sentimientos los cuales podemos transferir y hacer vivos y actuantes través de nuestra solidaridad con los demás.

Pero por desgracia esta compleja gama de relaciones personales e intrapersonales está cada vez olvidada y hasta menospreciada. Y la consecuencia lógica de esta insensata conducta hacia ellas, está a la vista en el deterioro cada vez evidente de lo que los eruditos llaman “el tejido social”. ¿Cómo se puede tener amor, compasión y afecto si a nosotros mismos no lo tenemos? ¿Cómo hacer parte esencial de nuestras vidas aquello de “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”? ¿Como sentir con el otro, “ponerse en sus zapatos,” si la ley que rige el destino de nuestras comunidades está en la lógica de la exclusión y no de inclusión, en la discriminación, en el desprecio por lo que los demás piensan y en la satisfacción del ego por encima de las convicciones y los principios?

La norma suprema que toda conducta humana, debería residir entonces en el abandono del egoísmo, en salir de su ser específico e incorporarse al genérico que es su propia especie y le define. Y en la sublime tarea darle sentido a su historia, dejar atrás la barbarie, junto con la idea equivocada de que “el hombre es lobo del hombre”

En el Budismo Zen se afirma que “la Ciencia nos da conocimiento, pero solo la Iluminación nos da sabiduría”. Y la mejor forma que tenemos para demostrarlo es iluminar nuestro interior de tal suerte que esa introspección que nos alumbra, sea capaz de llevarnos a descubrir la luz que también existe en nuestros semejantes y lograr así hacernos sabios a ambos. Porque es de esa manera que podremos entender lo que se lee en el Libro Santo cuando el Creador de todo, la Armonía perfecta y la Belleza y el Amor mismo, culminó su obra cumbre cuando dijo: “Ahora hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.

“…El regalo es de quien lo da,

siempre regresa a él…”

Mark Twain

La tercera ley del movimiento forma parte de las leyes de la dinámica que estableció Newton: …“a toda fuerza de acción, corresponde una fuerza de reacción, de igual magnitud, pero en sentido opuesto”.

Pero esta ley, cuyo contenido empírico es evidente y puede fácilmente demostrarse con lecciones de la vida cotidiana, como patear un balón o halar una cuerda: ¿Podría también aplicarse, salvadas las indiscutibles distancias con la física experimental, a las relaciones humanas, tanto personales como interpersonales de las que está lleno nuestro día a día? Pienso que sí. Y que además podría demostrarse de manera semejante en dichas relaciones.

Tomemos como ejemplo las muy variadas acciones que diariamente realizamos con nuestro cuerpo y que, lo queramos o no, de alguna forma regresan a nosotros en forma de respuestas, positivas o negativas. Como el contenedor físico que es, sus partes han sido de tal forma ensambladas por el Diseñador de nuestro mundo, o por la sofisticada evolución que otros defienden, que cualquier acción que tengamos hacia él, puede producir equilibrio o desequilibrio en su maravilloso funcionamiento. Esto significa que si lo cuidamos, lo ejercitamos, lo alimentamos y le damos reposo razonable, tendremos una respuesta benéfica para nuestra salud. Pero si lo maltratamos, lo llenamos de basura y lo sometemos a desgastes perniciosos y vicios destructivos, él responderá devolvíéndonos golpe por golpe. Entender esta sencilla ley, sabiamente inscrita en nuestro organismo, es encontrar que efectivamente su equilibrio u homeostasis, como dicen los científicos, dependen del cuidado o descuido con que tratemos tal contenedor, que por otra parte solo nos fue dado temporalmente para su resguardo y no para su administración negligente.

Pero no somos solo un organismo físico, cuya meta es ser fiel a su instinto de supervivencia. Tenemos también una mente, capaz de enfrentar dilemas y resolver problemas difíciles; disfrutar de las artes y la belleza, la lectura y la meditación. Y de un espíritu con aspiraciones de trascendencia, siempre en búsqueda de los valores superiores intangibles, como la valentía, la honestidad y el respeto por la dignidad de los otros seres como él. Y capaces de demostrar igualmente a través del aprecio por todo eso, que no somos una anomalía del universo, sino la criatura que logró convertirse con su esfuerzo en “el eje y la flecha” de su crecimiento, más que todas las otras especies de la tierra, luchador tenaz de su felicidad.

Pero tal vez donde más claramente podemos percibir ese fenómeno de las acciones-reacciones que nuestra conducta propicia, en es aquella parte de nuestra naturaleza que tiene que ver con nuestros sentimientos y la gestión de nuestras emociones. Con todo aquello que se refiere al amor, la compasión y nuestra benevolencia hacia nosotros mismos, como la autoestima y los sentimientos los cuales podemos transferir y hacer vivos y actuantes través de nuestra solidaridad con los demás.

Pero por desgracia esta compleja gama de relaciones personales e intrapersonales está cada vez olvidada y hasta menospreciada. Y la consecuencia lógica de esta insensata conducta hacia ellas, está a la vista en el deterioro cada vez evidente de lo que los eruditos llaman “el tejido social”. ¿Cómo se puede tener amor, compasión y afecto si a nosotros mismos no lo tenemos? ¿Cómo hacer parte esencial de nuestras vidas aquello de “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”? ¿Como sentir con el otro, “ponerse en sus zapatos,” si la ley que rige el destino de nuestras comunidades está en la lógica de la exclusión y no de inclusión, en la discriminación, en el desprecio por lo que los demás piensan y en la satisfacción del ego por encima de las convicciones y los principios?

La norma suprema que toda conducta humana, debería residir entonces en el abandono del egoísmo, en salir de su ser específico e incorporarse al genérico que es su propia especie y le define. Y en la sublime tarea darle sentido a su historia, dejar atrás la barbarie, junto con la idea equivocada de que “el hombre es lobo del hombre”

En el Budismo Zen se afirma que “la Ciencia nos da conocimiento, pero solo la Iluminación nos da sabiduría”. Y la mejor forma que tenemos para demostrarlo es iluminar nuestro interior de tal suerte que esa introspección que nos alumbra, sea capaz de llevarnos a descubrir la luz que también existe en nuestros semejantes y lograr así hacernos sabios a ambos. Porque es de esa manera que podremos entender lo que se lee en el Libro Santo cuando el Creador de todo, la Armonía perfecta y la Belleza y el Amor mismo, culminó su obra cumbre cuando dijo: “Ahora hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.

“…El regalo es de quien lo da,

siempre regresa a él…”

Mark Twain