/ domingo 27 de octubre de 2019

Médico de cuerpos y almas


¿Qué han significado la medicina y los médicos desde siempre para nuestras vidas? ¿Cuál es la trascendencia de ese don que Dios puso en sus manos, ese poder magnífico de preservar la vida y vencer a la muerte, a veces no sólo en el plano material sino también en el espiritual para sanar a cuantos pueden, usando siempre su arte bajo el influjo noble de su vocación por la medicina?

Se dice que el genial físico teórico Stephen Hawking afirmó que el día que entendiera lo que el tiempo es, entendería cómo es que piensa Dios. Si pudiéramos trasladarnos en el tiempo y contempláramos a Hipócrates, a Galeno, o al mismo San Lucas, ejerciendo su nobilísima profesión de médicos, nos asombraría sin duda la entrega con que, a pesar de sus limitaciones tecnológicas, vivían esa su extraordinaria vocación de sanadores de cuerpos. Pero si ellos a su vez pudieran viajar a nuestro tiempo, quedarían igualmente asombrados ante el maravilloso avance que la ciencia médica ha tenido a lo largo de los siglos y querrían, sin duda entusiasmados por ello, tomar parte en la lucha que los médicos modernos tienen que librar diariamente contra las enfermedades y la misma muerte. Y de esta manera ambos comprenderían el sentido de la frase de Hawking.

No obstante y cualquiera que sea su tiempo, la medicina sigue siendo la oferta que Dios ha hecho al hombre para que pueda con ella paliar el dolor humano y hacer, con esa habilidad que se les dio desde lo Alto, que los enfermos recuperen la salud perdida y la autoestima por su cuerpo lastimado, templo vivo de la Divinidad. En esa lucha por lograrlo, contra su invencible enemigo que la muerte es, nuestros médicos, tal y como un día lo hicieron Lucas, médico de la Roma tan antigua como cruel, y los sanadores babilonios, egipcios y aztecas, han empeñado su alma y su corazón con la esperanza siempre presente no de derrotarla definitivamente, lo que es imposible, pero al menos de sanar las heridas que durante la refriega por trascender nos infiere la vida, que, lo sabemos bien, es tan sólo un préstamo, cuyos intereses podemos devengar sólo a través de la calidad con que seamos capaces de vivirla.

Los médicos aceptan esa oferta y por ello durante mucho tiempo se preparan para el desigual combate que deberán librar más adelante, sin perder la fe. Saben que en muchos sentidos, el cuerpo humano sigue siendo un misterio, muchos de cuyos secretos, a pesar del irrefrenable avance de la ciencia, continúan celosamente guardados como ingentes desafíos para el investigador científico. ¡Cuántos de esos misterios aún se encuentran herméticos, hasta para el más sabio y brillante investigador científico, ante los cuales, sin embargo, no se arredran a pesar de su descomunal reto!

Así, para ser congruentes con ese desafío, nuestros doctores se actualizan constantemente, leen y estudian los temas que les impiden llegar a su nivel de obsolescencia, analizan los datos más recientes y relevantes del mundo de la medicina y realizan nuevos y brillantes descubrimientos, a veces recluidos en sus laboratorios, presentes en los simposiums y congresos de sus especialidades, pero sobre todo con la clínica diaria, con la investigación de campo, y fundamentalmente en su proximidad con los pacientes, comprometidos siempre con aquellos que les buscan para sentir menos fuerte el aguijón de su debilidad, cuando la enfermedad les asecha. Su pasión por lo que hacen explica nuestra devoción por ellos.

Conscientes de todo eso, los verdaderos médicos sienten profundamente en su alma la belleza que se encuentra en el inapreciable servicio que son capaces de dar y que gustosos prestan a través de ese privilegio con que un día fueron colmados y que consiste en tener en sus manos la posibilidad de curar un cuerpo, al tiempo que llevan un poco de paz a su espíritu. Saben, muy dentro de sí, que tienen una deuda impagable con el mundo y con la vida, desde el mismo instante que recibieron, sin antes merecerla, esa inapreciable y casi milagrosa virtud de poder usar sus habilidades y sus conocimientos para sanar a otros, con la empatía a flor de piel, puesto que claramente entienden que ellos mismos no están exentos de las enfermedades.

Es entonces cuando nuestros doctores, quienes se reconocen igualmente vulnerables que aquellos a quienes curan, se presentan ante su hermano el hombre, se identifican con él, y más allá de afanes materiales, legítimos por otro lado, trascienden aquello que los ojos humanos por sí solos son incapaces de ver, y sin perder objetividad buscan conectarse con el dolorido, se olvidan de horarios, no saben de tiempos, se esfuerzan por multiplicar sus carismas en beneficio de quienes lo requieren y cumplen así con el sagrado mandato de sanar -Dios es testigo- a quienes necesitan de sus manos milagrosas y de la generosidad de su corazón.

Es triste contemplar cómo en este tiempo de brillante tecnología y de impresionantes avances científicos, la solidaridad y la inclusión vayan a la zaga y nos hayamos olvidado del otro, de nuestro hermano, que es capaz de sufrir y gozar como nosotros y en el que deberíamos vernos reflejados. En muchos sentidos, nuestra moderna sociedad ha perdido los valores que deberían darnos cohesión como comunidad, tales como el altruismo, el sentido de la compasión, la generosidad y la ayuda mutua, y hemos privilegiado en cambio el egoísmo, la ambición y la inmediatez de lo banal y lo mediocre.

Pero, afortunadamente, muchos de nuestros médicos aún practican estas virtudes, nacidas de una vocación en afortunada ruta de encuentro con quienes más los necesitan y hacen de sus vidas fructíferas, el grandioso y benevolente afán por sanar el cuerpo de sus semejantes, juntamente con sus espíritus inmortales. Para todos ellos, y a tantos amigos generosos y comprometidos con su noble profesión, nuestra gratitud inmarcesible, nuestro emocionado recuerdo y nuestro sincero homenaje de agradecimiento, en el día en que con justicia se celebra su dedicación y entrega en favor de sus pacientes.



¿Qué han significado la medicina y los médicos desde siempre para nuestras vidas? ¿Cuál es la trascendencia de ese don que Dios puso en sus manos, ese poder magnífico de preservar la vida y vencer a la muerte, a veces no sólo en el plano material sino también en el espiritual para sanar a cuantos pueden, usando siempre su arte bajo el influjo noble de su vocación por la medicina?

Se dice que el genial físico teórico Stephen Hawking afirmó que el día que entendiera lo que el tiempo es, entendería cómo es que piensa Dios. Si pudiéramos trasladarnos en el tiempo y contempláramos a Hipócrates, a Galeno, o al mismo San Lucas, ejerciendo su nobilísima profesión de médicos, nos asombraría sin duda la entrega con que, a pesar de sus limitaciones tecnológicas, vivían esa su extraordinaria vocación de sanadores de cuerpos. Pero si ellos a su vez pudieran viajar a nuestro tiempo, quedarían igualmente asombrados ante el maravilloso avance que la ciencia médica ha tenido a lo largo de los siglos y querrían, sin duda entusiasmados por ello, tomar parte en la lucha que los médicos modernos tienen que librar diariamente contra las enfermedades y la misma muerte. Y de esta manera ambos comprenderían el sentido de la frase de Hawking.

No obstante y cualquiera que sea su tiempo, la medicina sigue siendo la oferta que Dios ha hecho al hombre para que pueda con ella paliar el dolor humano y hacer, con esa habilidad que se les dio desde lo Alto, que los enfermos recuperen la salud perdida y la autoestima por su cuerpo lastimado, templo vivo de la Divinidad. En esa lucha por lograrlo, contra su invencible enemigo que la muerte es, nuestros médicos, tal y como un día lo hicieron Lucas, médico de la Roma tan antigua como cruel, y los sanadores babilonios, egipcios y aztecas, han empeñado su alma y su corazón con la esperanza siempre presente no de derrotarla definitivamente, lo que es imposible, pero al menos de sanar las heridas que durante la refriega por trascender nos infiere la vida, que, lo sabemos bien, es tan sólo un préstamo, cuyos intereses podemos devengar sólo a través de la calidad con que seamos capaces de vivirla.

Los médicos aceptan esa oferta y por ello durante mucho tiempo se preparan para el desigual combate que deberán librar más adelante, sin perder la fe. Saben que en muchos sentidos, el cuerpo humano sigue siendo un misterio, muchos de cuyos secretos, a pesar del irrefrenable avance de la ciencia, continúan celosamente guardados como ingentes desafíos para el investigador científico. ¡Cuántos de esos misterios aún se encuentran herméticos, hasta para el más sabio y brillante investigador científico, ante los cuales, sin embargo, no se arredran a pesar de su descomunal reto!

Así, para ser congruentes con ese desafío, nuestros doctores se actualizan constantemente, leen y estudian los temas que les impiden llegar a su nivel de obsolescencia, analizan los datos más recientes y relevantes del mundo de la medicina y realizan nuevos y brillantes descubrimientos, a veces recluidos en sus laboratorios, presentes en los simposiums y congresos de sus especialidades, pero sobre todo con la clínica diaria, con la investigación de campo, y fundamentalmente en su proximidad con los pacientes, comprometidos siempre con aquellos que les buscan para sentir menos fuerte el aguijón de su debilidad, cuando la enfermedad les asecha. Su pasión por lo que hacen explica nuestra devoción por ellos.

Conscientes de todo eso, los verdaderos médicos sienten profundamente en su alma la belleza que se encuentra en el inapreciable servicio que son capaces de dar y que gustosos prestan a través de ese privilegio con que un día fueron colmados y que consiste en tener en sus manos la posibilidad de curar un cuerpo, al tiempo que llevan un poco de paz a su espíritu. Saben, muy dentro de sí, que tienen una deuda impagable con el mundo y con la vida, desde el mismo instante que recibieron, sin antes merecerla, esa inapreciable y casi milagrosa virtud de poder usar sus habilidades y sus conocimientos para sanar a otros, con la empatía a flor de piel, puesto que claramente entienden que ellos mismos no están exentos de las enfermedades.

Es entonces cuando nuestros doctores, quienes se reconocen igualmente vulnerables que aquellos a quienes curan, se presentan ante su hermano el hombre, se identifican con él, y más allá de afanes materiales, legítimos por otro lado, trascienden aquello que los ojos humanos por sí solos son incapaces de ver, y sin perder objetividad buscan conectarse con el dolorido, se olvidan de horarios, no saben de tiempos, se esfuerzan por multiplicar sus carismas en beneficio de quienes lo requieren y cumplen así con el sagrado mandato de sanar -Dios es testigo- a quienes necesitan de sus manos milagrosas y de la generosidad de su corazón.

Es triste contemplar cómo en este tiempo de brillante tecnología y de impresionantes avances científicos, la solidaridad y la inclusión vayan a la zaga y nos hayamos olvidado del otro, de nuestro hermano, que es capaz de sufrir y gozar como nosotros y en el que deberíamos vernos reflejados. En muchos sentidos, nuestra moderna sociedad ha perdido los valores que deberían darnos cohesión como comunidad, tales como el altruismo, el sentido de la compasión, la generosidad y la ayuda mutua, y hemos privilegiado en cambio el egoísmo, la ambición y la inmediatez de lo banal y lo mediocre.

Pero, afortunadamente, muchos de nuestros médicos aún practican estas virtudes, nacidas de una vocación en afortunada ruta de encuentro con quienes más los necesitan y hacen de sus vidas fructíferas, el grandioso y benevolente afán por sanar el cuerpo de sus semejantes, juntamente con sus espíritus inmortales. Para todos ellos, y a tantos amigos generosos y comprometidos con su noble profesión, nuestra gratitud inmarcesible, nuestro emocionado recuerdo y nuestro sincero homenaje de agradecimiento, en el día en que con justicia se celebra su dedicación y entrega en favor de sus pacientes.