/ domingo 10 de enero de 2021

Para redefinir nuestra vida

En una entrevista hecha por televisión a un importante hombre de negocios, se le preguntó cuál creía era la razón de su éxito. Y él contestó que una de las primeras cosas que aprendemos desde niños y no olvidamos nunca es esa “tener” y a decir “mío”. Y que sin duda ese es el principio que impulsa a todo hombre por el sendero del triunfo.

Parecería, en una primera impresión, que ese razonamiento es un llamado legítimo a la superación y a la búsqueda del logro. ¿Qué puede haber mejor que aspirar a no ser mediocre, luchar por lo que consideramos nuestro y decidirnos a obtenerlo?

Pero hay algo que esa filosofía no privilegia, y es el hecho de que tal concepción, para que sea verdaderamente exitosa, no ha de ser egoísta o darse en una especie de vacío existencial que se olvide del bienestar de los otros. Nuestra vida no debe ser tan solo un anhelo de autosatisfacción personal sin que nos importe la posición ajena, sino que debería suponer también la inclusión de los demás y la riqueza de la aportación común, si es que en verdad queremos vivir con plenitud.

Obviamente que para muchos la dialéctica de la inclusión en nuestra forma específica de conquista personal, no es más que una herejía, un pecado contra la autonomía, hecha además en pleno siglo XXI, en la que el individualismo constituye casi el código genético de toda conducta humana. En este mundo moderno la esencia del vivir no debe ser no solo tener mucho, sino que nunca sea suficiente. Y que ningún valor anticuado quiera coartar el deseo personal de crecer, como cada quien quiera hacerlo.

Porque si lo vemos bien, ¿cuál es la razón de ir en contra de esa legítima ambición, solo porque otros mediocres no pueden o no quieren tenerla? ¿Es sano el despreciar la lucha por el triunfo y el esfuerzo por la conquista de los primeros sitios en aras de una masa amorfa que critica el sentido de la búsqueda para lograr el éxito, sin ninguna razón válida como no sea la comodidad y el rechazo de la audacia?

Además de ilógica e incongruente con nuestros innatos deseos de trascender, esta postura pareciera conducir al hombre a la medianía y el inmovilismo, que por elemental sentido común, no debería ser aceptada por ninguna mente sensata y cuyo resultado sería negativo a todas luces: el abandono del deseo de la propia realización, entendida cabalmente. La tentación del facilismo conformista es tan nefasta como la del activismo triunfalista. La paradoja de una sociedad comprometida con el éxito nos ha definido erróneamente, al hacerlo depender solamente del triunfo sobre los demás y no en medio de los demás. El éxito solo medible y cuantificable dimensiona de tal manera nuestra vida, que no tenerlo es valer nada. Y que ser un triunfador equivale a poseer dinero, poder, imagen y prestigio, reduccionismo indudablemente falaz.

Tal vez por eso es tan importante decidirnos a redefinir nuestra vida, expulsando de ella los guiones caducos que la gobiernan y reescribir nuevas rúbricas de actuación que de veras nos trasciendan.. “Si el dinero no sirve también para ayudar a otros… ¿Entonces para qué sirve?, afirmó en una ocasión uno de los hombres más ricos del mundo, Warren Bufffet. Y lo mismo podemos decir del poder, que debería servir a los gobernantes para ayudar a quienes lo eligieron, o el prestigio, que no solo debe proyectar luz sobre el famoso, sino abatir también la oscuridad que existe en los demás.

Si esta nuestra sociedad posmoderna quiere sobrevivir a ese futuro que se presagia turbulento, sobre todo en este año que inicia con esa cruel amenaza que aún se cierne sobre nosotros y todavía en medio de una violencia incontenible, debe aprender a compartir el recurso, cuidar la riqueza común y proteger a los más necesitados. Ya basta de tanta riqueza paradojal, en la que solo unos cuantos lo tienen todo, mientras muchos otros carecen de lo más elemental. La conciencia de la alteridad deberá ser la respuesta por la que la sociedad humana ha de verse reflejada en ese espejo planetario en el que todos debemos aparecer por igual y no únicamente unos cuantos privilegiados.

El afán por redefinir nuestra vida debe consistir en el análisis profundo de aquellos valores materiales con que hasta ahora hemos sido colonizados y catalogados. Si ellos no miran también nuestra esencia, es que no los supimos elegir bien. Y debemos entonces entender que en nuestras manos está escoger sabiamente aquellos que nos constituyen en nuestra naturaleza, pensante y racional, porque finalmente es por nuestras decisiones sobre ellos, por las que somos realmente definidos.

Hay una anécdota sobre el famoso conquistador de mundos, Alejandro Magno, muerto muy joven. Pidió para su funeral tres cosas: que su féretro lo llevaran sus doctores, para que supieran que ante la muerte ni ellos pudieron hacer nada; que fueran arrojando, en el camino a su sepultura, todas las riquezas que había obtenido, para que vieran que nada valían, y, finalmente que sus dos brazos estuvieran fuera de la caja mortuoria, para que todo mundo contemplara que, así como había llegado a este mundo, así se iba.

Es al final del día, que podremos entender el sentido real de nuestra aventura terrenal, no por lo que tuvimos, que fue sombra, polvo, nada, sino por lo que fuimos, forma humana que trascendió su temporalidad, entre las luces tenues de su vago, pero cierto panteísmo.

“Cada cambio que hacemos

es doloroso,

porque es dejar una vida,

para comenzar a vivir otra…”


Anatole France

En una entrevista hecha por televisión a un importante hombre de negocios, se le preguntó cuál creía era la razón de su éxito. Y él contestó que una de las primeras cosas que aprendemos desde niños y no olvidamos nunca es esa “tener” y a decir “mío”. Y que sin duda ese es el principio que impulsa a todo hombre por el sendero del triunfo.

Parecería, en una primera impresión, que ese razonamiento es un llamado legítimo a la superación y a la búsqueda del logro. ¿Qué puede haber mejor que aspirar a no ser mediocre, luchar por lo que consideramos nuestro y decidirnos a obtenerlo?

Pero hay algo que esa filosofía no privilegia, y es el hecho de que tal concepción, para que sea verdaderamente exitosa, no ha de ser egoísta o darse en una especie de vacío existencial que se olvide del bienestar de los otros. Nuestra vida no debe ser tan solo un anhelo de autosatisfacción personal sin que nos importe la posición ajena, sino que debería suponer también la inclusión de los demás y la riqueza de la aportación común, si es que en verdad queremos vivir con plenitud.

Obviamente que para muchos la dialéctica de la inclusión en nuestra forma específica de conquista personal, no es más que una herejía, un pecado contra la autonomía, hecha además en pleno siglo XXI, en la que el individualismo constituye casi el código genético de toda conducta humana. En este mundo moderno la esencia del vivir no debe ser no solo tener mucho, sino que nunca sea suficiente. Y que ningún valor anticuado quiera coartar el deseo personal de crecer, como cada quien quiera hacerlo.

Porque si lo vemos bien, ¿cuál es la razón de ir en contra de esa legítima ambición, solo porque otros mediocres no pueden o no quieren tenerla? ¿Es sano el despreciar la lucha por el triunfo y el esfuerzo por la conquista de los primeros sitios en aras de una masa amorfa que critica el sentido de la búsqueda para lograr el éxito, sin ninguna razón válida como no sea la comodidad y el rechazo de la audacia?

Además de ilógica e incongruente con nuestros innatos deseos de trascender, esta postura pareciera conducir al hombre a la medianía y el inmovilismo, que por elemental sentido común, no debería ser aceptada por ninguna mente sensata y cuyo resultado sería negativo a todas luces: el abandono del deseo de la propia realización, entendida cabalmente. La tentación del facilismo conformista es tan nefasta como la del activismo triunfalista. La paradoja de una sociedad comprometida con el éxito nos ha definido erróneamente, al hacerlo depender solamente del triunfo sobre los demás y no en medio de los demás. El éxito solo medible y cuantificable dimensiona de tal manera nuestra vida, que no tenerlo es valer nada. Y que ser un triunfador equivale a poseer dinero, poder, imagen y prestigio, reduccionismo indudablemente falaz.

Tal vez por eso es tan importante decidirnos a redefinir nuestra vida, expulsando de ella los guiones caducos que la gobiernan y reescribir nuevas rúbricas de actuación que de veras nos trasciendan.. “Si el dinero no sirve también para ayudar a otros… ¿Entonces para qué sirve?, afirmó en una ocasión uno de los hombres más ricos del mundo, Warren Bufffet. Y lo mismo podemos decir del poder, que debería servir a los gobernantes para ayudar a quienes lo eligieron, o el prestigio, que no solo debe proyectar luz sobre el famoso, sino abatir también la oscuridad que existe en los demás.

Si esta nuestra sociedad posmoderna quiere sobrevivir a ese futuro que se presagia turbulento, sobre todo en este año que inicia con esa cruel amenaza que aún se cierne sobre nosotros y todavía en medio de una violencia incontenible, debe aprender a compartir el recurso, cuidar la riqueza común y proteger a los más necesitados. Ya basta de tanta riqueza paradojal, en la que solo unos cuantos lo tienen todo, mientras muchos otros carecen de lo más elemental. La conciencia de la alteridad deberá ser la respuesta por la que la sociedad humana ha de verse reflejada en ese espejo planetario en el que todos debemos aparecer por igual y no únicamente unos cuantos privilegiados.

El afán por redefinir nuestra vida debe consistir en el análisis profundo de aquellos valores materiales con que hasta ahora hemos sido colonizados y catalogados. Si ellos no miran también nuestra esencia, es que no los supimos elegir bien. Y debemos entonces entender que en nuestras manos está escoger sabiamente aquellos que nos constituyen en nuestra naturaleza, pensante y racional, porque finalmente es por nuestras decisiones sobre ellos, por las que somos realmente definidos.

Hay una anécdota sobre el famoso conquistador de mundos, Alejandro Magno, muerto muy joven. Pidió para su funeral tres cosas: que su féretro lo llevaran sus doctores, para que supieran que ante la muerte ni ellos pudieron hacer nada; que fueran arrojando, en el camino a su sepultura, todas las riquezas que había obtenido, para que vieran que nada valían, y, finalmente que sus dos brazos estuvieran fuera de la caja mortuoria, para que todo mundo contemplara que, así como había llegado a este mundo, así se iba.

Es al final del día, que podremos entender el sentido real de nuestra aventura terrenal, no por lo que tuvimos, que fue sombra, polvo, nada, sino por lo que fuimos, forma humana que trascendió su temporalidad, entre las luces tenues de su vago, pero cierto panteísmo.

“Cada cambio que hacemos

es doloroso,

porque es dejar una vida,

para comenzar a vivir otra…”


Anatole France