/ miércoles 12 de febrero de 2020

En el mercado, el aire es de limones, de laurel o canela...

En el mercado de Tampico uno encuentra todo lo que requiere en la mesa y mucho más. Y en medio de los demasiados productos, se goza con los amigos un plato de comida a bajo costo

Hace unos días iba yo como siempre a la oficina por la Avenida Hidalgo y, sin pensarlo, me fue llevando el pensamiento rumbo al mercado. Allí donde se goza la pupila y es multicolor la vida: verde roja amarilla como los chiles verdísimos los pasionales tomates las piñas copetudas y el maíz solar. Como las jugosas naranjas las incitadoras manzanas las celulares uvas y los plátanos machos. Las calabacitas el brócoli la coliflor pomposa y las papas con su nutriente cáscara. También la hierbabuena con sus virtudes curativas y todas las prodigiosas hierbas verde vida...

El barullo festivo del mercado con su alegría compuesta y colorida, está eternamente ligado al trabajo de la tierra donde todo sucede: resurrección y asombro diario del campesino. Está ligado este barullo tempranero al pan recién hecho sobre la mesa y al café caliente. También a los silencios puros, a los pensamientos, al viento, a la luz primera de la mañana. Porque muy temprano, al alba matizada aún por los últimos visos de la noche, llegan recién bañados los oferentes del mercado, voces y ecos vivos de mujeres y hombres, bondad indescifrable aprendida todos los días a la hora posible. A esa misma hora posible comentan las noticias en la orilla de los pasillos, sueñan la ciudad la hacen a su manera la reinventan trabajan por ella. Y nadie puede saber mejor que cada uno de ellos, la situación por la que atraviesa y cómo hacer rendir los recursos de que dispone para mejorar en algo el día a día.

Cuántas escenas han quedado inscritas en estos concurridos lugares… En los pueblos del amplio territorio mexica había diariamente mercado ordinario y cada cinco días se instalaba el gran mercado general. Los poblados cercanos sorteaban el día para no entorpecer los intercambios. Esos parajes con galerones fueron el antecedente de las alhóndigas, las posadas, los hoteles. En cada mercado había una imagen de Chicomecoatl, diosa de los mantenimientos, de quien Sahagún escribe: “Debió ser esta mujer la primera que comenzó a hacer pan y otros manjares y guisados”. Adoraban también los mexicas a Chalchiuhtlicue diosa del agua, y a Oixtocihuatl diosa de la sal. Las tres diosas cuidaban la salud y el bienestar diario de los pobladores. Honraban a Opochtli, inventor de los remos y los lazos para trampas de caza, inventor también de las redes de pesca y del minacachalli, instrumento para capturar peces y aves. Veneraban a los dioses del néctar de la tierra llamado pulque, y les ofrecían toda clase de viandas entre las que reinaba el huautli o semilla de amaranto o alegría con su litúrgica sonrisa.

En el mercado de Tampico uno encuentra todo lo que requiere en la mesa y mucho más. Y en medio de los demasiados productos, se goza con los amigos un plato de comida a bajo costo. Y así se diga que “la modernidad transforma lo antiguo en viejo”, se siente aquí en el mercado la necesidad de mirarlo todo, de tocarlo todo, de olerlo todo, como si de un rito heredado se tratase. Se siente aquí en el mercado la necesidad de guardar en la mente los colores de las manzanas, las ciruelas, las pecosas guayabas, el jugoso melón. De este lienzo interminable pintado de afectos y del vocerío de los vendedores –carnicería pescadería pollería frutería yerbería–, se desprende un mensaje de gracia frente a nuestras desgracias, ilación de los cantos y las conversaciones... Aquí en el mercado de Tampico el viento circula cargado de aromas. Hay un olor a mar y no sé a cuánto más. Huele a lucha diaria diurna y urgente. A madrugada a sueños a silencios. A los pasos idos de nuestros abuelos. Y piensa uno que acaso sean los mercados, los lugares donde la memoria del pueblo no se borra del todo...

Hace unos días iba yo como siempre a la oficina por la Avenida Hidalgo y, sin pensarlo, me fue llevando el pensamiento rumbo al mercado. Allí donde se goza la pupila y es multicolor la vida: verde roja amarilla como los chiles verdísimos los pasionales tomates las piñas copetudas y el maíz solar. Como las jugosas naranjas las incitadoras manzanas las celulares uvas y los plátanos machos. Las calabacitas el brócoli la coliflor pomposa y las papas con su nutriente cáscara. También la hierbabuena con sus virtudes curativas y todas las prodigiosas hierbas verde vida...

El barullo festivo del mercado con su alegría compuesta y colorida, está eternamente ligado al trabajo de la tierra donde todo sucede: resurrección y asombro diario del campesino. Está ligado este barullo tempranero al pan recién hecho sobre la mesa y al café caliente. También a los silencios puros, a los pensamientos, al viento, a la luz primera de la mañana. Porque muy temprano, al alba matizada aún por los últimos visos de la noche, llegan recién bañados los oferentes del mercado, voces y ecos vivos de mujeres y hombres, bondad indescifrable aprendida todos los días a la hora posible. A esa misma hora posible comentan las noticias en la orilla de los pasillos, sueñan la ciudad la hacen a su manera la reinventan trabajan por ella. Y nadie puede saber mejor que cada uno de ellos, la situación por la que atraviesa y cómo hacer rendir los recursos de que dispone para mejorar en algo el día a día.

Cuántas escenas han quedado inscritas en estos concurridos lugares… En los pueblos del amplio territorio mexica había diariamente mercado ordinario y cada cinco días se instalaba el gran mercado general. Los poblados cercanos sorteaban el día para no entorpecer los intercambios. Esos parajes con galerones fueron el antecedente de las alhóndigas, las posadas, los hoteles. En cada mercado había una imagen de Chicomecoatl, diosa de los mantenimientos, de quien Sahagún escribe: “Debió ser esta mujer la primera que comenzó a hacer pan y otros manjares y guisados”. Adoraban también los mexicas a Chalchiuhtlicue diosa del agua, y a Oixtocihuatl diosa de la sal. Las tres diosas cuidaban la salud y el bienestar diario de los pobladores. Honraban a Opochtli, inventor de los remos y los lazos para trampas de caza, inventor también de las redes de pesca y del minacachalli, instrumento para capturar peces y aves. Veneraban a los dioses del néctar de la tierra llamado pulque, y les ofrecían toda clase de viandas entre las que reinaba el huautli o semilla de amaranto o alegría con su litúrgica sonrisa.

En el mercado de Tampico uno encuentra todo lo que requiere en la mesa y mucho más. Y en medio de los demasiados productos, se goza con los amigos un plato de comida a bajo costo. Y así se diga que “la modernidad transforma lo antiguo en viejo”, se siente aquí en el mercado la necesidad de mirarlo todo, de tocarlo todo, de olerlo todo, como si de un rito heredado se tratase. Se siente aquí en el mercado la necesidad de guardar en la mente los colores de las manzanas, las ciruelas, las pecosas guayabas, el jugoso melón. De este lienzo interminable pintado de afectos y del vocerío de los vendedores –carnicería pescadería pollería frutería yerbería–, se desprende un mensaje de gracia frente a nuestras desgracias, ilación de los cantos y las conversaciones... Aquí en el mercado de Tampico el viento circula cargado de aromas. Hay un olor a mar y no sé a cuánto más. Huele a lucha diaria diurna y urgente. A madrugada a sueños a silencios. A los pasos idos de nuestros abuelos. Y piensa uno que acaso sean los mercados, los lugares donde la memoria del pueblo no se borra del todo...

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