/ sábado 7 de abril de 2018

¿Mendigo o criminal?

De niña mi madre me colocaba un pequeño pañuelo blanco en el chaleco de mi uniforme sujetándolo con un seguro, de esos que casi no se notan, pero que...

Antaño los utilizaban para abrochar los pañales de los bebés; junto a éste me colocaba un prendedor de un gato, mi escudo de la escuela y, por si fuera poco, un trozo de cartulina blanco pequeño donde rezaba lo siguiente: “Me llamo Julia, tengo 5 años y vivo en Insurgentes 109 Pte. Col. Árbol Grande, 1er piso, tercer departamento, favor de llevarme a casa”.

Mi madre decía que si me perdía le indicara a la persona que me encontrara ese letrero y con eso pronto estaría de regreso a casa.

Hoy se me hace difícil imaginar a alguien tan confiado como era mi madre en aquellos primeros años de la década de los 70.

En aquella época la vida que se respiraba era casi predecible, para mantenerse a salvo bastaba conocer los lugares donde uno no debía andar, recordar que a tales horas debías estar en casa y sobre todo que cerrando la puerta con un candado gigantesco como el que mi madre colocaba en ella, podíamos dormir seguros.

La seguridad nos la daba una puerta de madera desvencijada, un pequeño letrero que colgaba de mi uniforme y la confianza en la gente, la cual para nuestra familia aún era buena.

La confianza que existía en aquella sociedad porteña de principios de los 70 se ha ido resquebrajando como un viejo madero roído por las termitas, quizá en parte por el avance tecnológico el cual paradójicamente nos vincula pero no nos une y que aunado a la pérdida de credibilidad en nuestras instituciones, resultado lógico de su tardío actuar, ha hecho mella en nosotros como sociedad que a su vez ha propiciado su propia decadencia a través de los múltiples cambios estructurales que ha sufrido en aras de haber cambiado la escala de valores donde se pondera más el tener que el ser.

Hoy vemos un total desprecio por la vida humana, por ello hoy podemos observar parricidios, pederastia o crímenes violentos y aberrantes como el de la mujer que dio muerte a otra para obtener lo que según ella codiciaba: un bebé. Situación por demás inconcebible por nuestra mente, ya que se considera que si bien el delito puede yacer dormido en la mente de cualquier individuo sin importar el género, nuestro sentido de moral y ética, aunque debilitado, nos dicta que por el simple hecho de ser mujer somos menos propensas a tener un instinto criminal mucho menos hacia nuestro propio género, además de que estadísticamente hablando, el 90% de los homicidios son cometidos por hombres.

Pero, ¿qué provoca que una persona se convierta en un criminal? ¿la falta de cariño? ¿un hogar disfuncional? ¿no haber tenido educación? ¿la miseria? o ¿la conjunción de todas ellas?

Pongamos el ejemplo de dos sujetos, ambos nacidos en la miseria y carentes de estudio, sin apoyo alguno para avanzar en sus vidas, provenientes de hogares disueltos y carentes de la inculcación de valores en su infancia, crecen guiados únicamente por su propio razonamiento y sin más capacidad que sus fuerzas. En este sentido, ambos tienen las mismas oportunidades de salir avante y, sin embargo, uno se convierte en mendigo y otro en criminal. ¿Por qué? ¿qué direcciona que una persona sea un buen ciudadano o al menos no lastime a otro, o sea un criminal? Acaso ¿el miedo al castigo? ¿la convicción de la justicia? o ¿los valores adquiridos? Quizá lo que diferencie a un mendigo de un criminal sea sólo una oportunidad.

Mi madre decía: “Al ladrón hay que darle las llaves” y “En arca abierta hasta el justo peca”, ambos, dichos populares de los que se puede inferir que la oportunidad hace al ladrón, entonces si esto es cierto, el mendigo es tal por haber carecido de la oportunidad de convertirse en ladrón y el ladrón lo es porque tuvo esa oportunidad, sencillo, ¿no? Demasiado, diría yo. El tema no es tan fácil como aparenta, pues si esto fuera cierto una vez alcanzada la condición de mendigo sería fácil robar, pues la necesidad de sobrevivir persiste, y sin embargo, he visto gente que ha caído en esta situación desgraciada y prefiere seguir dañándose a sí mismo que dañar a otro; en cambio a un criminal nunca le bastará con lo que tiene y con el daño infligido, sino que siempre buscará más.

Esto conlleva de nuevo a mi pregunta de un principio, si ambos sujetos nacieron en igualdad de circunstancias rodeados de miseria, sin acceso a educación ni posibilidad alguna de ayuda y uno eligió el camino de dañar a otros para sobrevivir y el otro dañarse a sí mismo, ¿qué es entonces lo que determina la dirección que en la vida tome una persona?

Yo aún no tengo más que especulaciones a este respecto y, sin embargo, el día que encontremos la respuesta podremos entonces empezar a combatir la criminalidad desde la raíz y no sólo aplicar sanciones que, si bien castigan el acto cometido, no pueden prevenir el delito.

Por lo pronto, si podemos decir algo a favor de nuestra sociedad es que aún sentimos repudio y dolor ante la muerte injusta, aún sentimos ese rechazo natural hacia la maldad y las injusticias, aún deseamos dentro de nosotros poder volver a confiar en la palabra y la honorabilidad de las demás personas, aún deseamos creer que existe la bondad que caracteriza al ser humano y que esa pequeña cartulina blanca que mi madre colocaba en el chaleco de mi uniforme surtirá efecto y mientras eso exista no hemos perdido la batalla como sociedad.

  • https://www.facebook.com/julia.meraz.92
  • juliamiguelena@hotmail.com

Antaño los utilizaban para abrochar los pañales de los bebés; junto a éste me colocaba un prendedor de un gato, mi escudo de la escuela y, por si fuera poco, un trozo de cartulina blanco pequeño donde rezaba lo siguiente: “Me llamo Julia, tengo 5 años y vivo en Insurgentes 109 Pte. Col. Árbol Grande, 1er piso, tercer departamento, favor de llevarme a casa”.

Mi madre decía que si me perdía le indicara a la persona que me encontrara ese letrero y con eso pronto estaría de regreso a casa.

Hoy se me hace difícil imaginar a alguien tan confiado como era mi madre en aquellos primeros años de la década de los 70.

En aquella época la vida que se respiraba era casi predecible, para mantenerse a salvo bastaba conocer los lugares donde uno no debía andar, recordar que a tales horas debías estar en casa y sobre todo que cerrando la puerta con un candado gigantesco como el que mi madre colocaba en ella, podíamos dormir seguros.

La seguridad nos la daba una puerta de madera desvencijada, un pequeño letrero que colgaba de mi uniforme y la confianza en la gente, la cual para nuestra familia aún era buena.

La confianza que existía en aquella sociedad porteña de principios de los 70 se ha ido resquebrajando como un viejo madero roído por las termitas, quizá en parte por el avance tecnológico el cual paradójicamente nos vincula pero no nos une y que aunado a la pérdida de credibilidad en nuestras instituciones, resultado lógico de su tardío actuar, ha hecho mella en nosotros como sociedad que a su vez ha propiciado su propia decadencia a través de los múltiples cambios estructurales que ha sufrido en aras de haber cambiado la escala de valores donde se pondera más el tener que el ser.

Hoy vemos un total desprecio por la vida humana, por ello hoy podemos observar parricidios, pederastia o crímenes violentos y aberrantes como el de la mujer que dio muerte a otra para obtener lo que según ella codiciaba: un bebé. Situación por demás inconcebible por nuestra mente, ya que se considera que si bien el delito puede yacer dormido en la mente de cualquier individuo sin importar el género, nuestro sentido de moral y ética, aunque debilitado, nos dicta que por el simple hecho de ser mujer somos menos propensas a tener un instinto criminal mucho menos hacia nuestro propio género, además de que estadísticamente hablando, el 90% de los homicidios son cometidos por hombres.

Pero, ¿qué provoca que una persona se convierta en un criminal? ¿la falta de cariño? ¿un hogar disfuncional? ¿no haber tenido educación? ¿la miseria? o ¿la conjunción de todas ellas?

Pongamos el ejemplo de dos sujetos, ambos nacidos en la miseria y carentes de estudio, sin apoyo alguno para avanzar en sus vidas, provenientes de hogares disueltos y carentes de la inculcación de valores en su infancia, crecen guiados únicamente por su propio razonamiento y sin más capacidad que sus fuerzas. En este sentido, ambos tienen las mismas oportunidades de salir avante y, sin embargo, uno se convierte en mendigo y otro en criminal. ¿Por qué? ¿qué direcciona que una persona sea un buen ciudadano o al menos no lastime a otro, o sea un criminal? Acaso ¿el miedo al castigo? ¿la convicción de la justicia? o ¿los valores adquiridos? Quizá lo que diferencie a un mendigo de un criminal sea sólo una oportunidad.

Mi madre decía: “Al ladrón hay que darle las llaves” y “En arca abierta hasta el justo peca”, ambos, dichos populares de los que se puede inferir que la oportunidad hace al ladrón, entonces si esto es cierto, el mendigo es tal por haber carecido de la oportunidad de convertirse en ladrón y el ladrón lo es porque tuvo esa oportunidad, sencillo, ¿no? Demasiado, diría yo. El tema no es tan fácil como aparenta, pues si esto fuera cierto una vez alcanzada la condición de mendigo sería fácil robar, pues la necesidad de sobrevivir persiste, y sin embargo, he visto gente que ha caído en esta situación desgraciada y prefiere seguir dañándose a sí mismo que dañar a otro; en cambio a un criminal nunca le bastará con lo que tiene y con el daño infligido, sino que siempre buscará más.

Esto conlleva de nuevo a mi pregunta de un principio, si ambos sujetos nacieron en igualdad de circunstancias rodeados de miseria, sin acceso a educación ni posibilidad alguna de ayuda y uno eligió el camino de dañar a otros para sobrevivir y el otro dañarse a sí mismo, ¿qué es entonces lo que determina la dirección que en la vida tome una persona?

Yo aún no tengo más que especulaciones a este respecto y, sin embargo, el día que encontremos la respuesta podremos entonces empezar a combatir la criminalidad desde la raíz y no sólo aplicar sanciones que, si bien castigan el acto cometido, no pueden prevenir el delito.

Por lo pronto, si podemos decir algo a favor de nuestra sociedad es que aún sentimos repudio y dolor ante la muerte injusta, aún sentimos ese rechazo natural hacia la maldad y las injusticias, aún deseamos dentro de nosotros poder volver a confiar en la palabra y la honorabilidad de las demás personas, aún deseamos creer que existe la bondad que caracteriza al ser humano y que esa pequeña cartulina blanca que mi madre colocaba en el chaleco de mi uniforme surtirá efecto y mientras eso exista no hemos perdido la batalla como sociedad.

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