/ domingo 1 de agosto de 2021

Añoranzas | El cuarto de los trebejos

No fue fácil quitar la casa de nuestros padres. Tuvieron que pasar muchos meses para lograrlo.

Yo venía a Tampico regularmente con el fin de ir vaciando la casa poco a poco, y confieso que siempre aplacé el viaje lo más posible porque semejante labor me dejaba totalmente extenuada física y moralmente.

Empezamos por repartir su ropa, sus bolsas y zapatos; archivamos sus documentos importantes y rompimos los intrascendentes, así también sus cartas y fotografías de gente desconocida para nosotras, únicas hijas. Muebles cuadros y adornos ya tenían destino porque mucho tiempo antes había dispuesto a quién le quería dejar cada objeto.

Su habitación impregnada con su aroma me transportaba de inmediato a la presencia de mi madre y me invadía un sentimiento de culpa absurda por violar su intimidad, sus recuerdos, su vida, reducida a una caja y dos maletas. Hoy en día aún me veo sentada en su cama paralizada por la tristeza y los recuerdos.

Dejamos para el final de nuestra triste tarea la bodega, el cuarto de los trebejos, como le llamábamos. Al fondo del jardín se encontraba este cuarto grande y luminoso con dos ventanas y una puerta de madera con un enorme candado abierto. En las monótonas y solitarias correrías de mi niñez, me asomaba por los cristales de las ventanas de aquel refugio de inutilidades, y me ponía a observar con fascinación los objetos inservibles que iban a parar a ese cuarto repleto de vejestorios. Me encantaba husmear ese lugar que tenía un dejo de tristeza y encanto.

Un espejo roto colgado en la pared, un par de sillas esperando ser tapizadas , la jaula vacía de nuestro querido loro Recaredo, maletas inservibles, un arcón repleto de disfraces, una periquera y un corral de bebé. Un proyector de películas oxidado y una silla de ruedas con las llantas ponchadas, palos de golf inservibles dentro de la bolsa desteñida. Un sinfín de cajas con un cartel anunciando su contenido.Mucho tiempo quedó olvidado en mi memoria el cuarto de los trebejos y cuando volví a entrar en él toda la vieja nostalgia inútil acumulada en mi vida se me vino encima. Cosas inservibles, rotas y sin brillo cuyo irremediable destino era el camión de la basura.

Por enésima vez volví a constatar que los recuerdos de la infancia habían impregnado una percepción distorsionada de la realidad porque aquel lugar ni era grande ni era luminoso, se trataba solo de un cuarto más bien pequeño oscuro y húmedo, que me estrujaba aún más el corazón.

Le puse el candado y no sé ni quiero saber a dónde fueron a parar los vejestorios del cuarto de los trebejos que un día fueron flamantes, útiles y hermosos.

No fue fácil quitar la casa de nuestros padres. Tuvieron que pasar muchos meses para lograrlo.

Yo venía a Tampico regularmente con el fin de ir vaciando la casa poco a poco, y confieso que siempre aplacé el viaje lo más posible porque semejante labor me dejaba totalmente extenuada física y moralmente.

Empezamos por repartir su ropa, sus bolsas y zapatos; archivamos sus documentos importantes y rompimos los intrascendentes, así también sus cartas y fotografías de gente desconocida para nosotras, únicas hijas. Muebles cuadros y adornos ya tenían destino porque mucho tiempo antes había dispuesto a quién le quería dejar cada objeto.

Su habitación impregnada con su aroma me transportaba de inmediato a la presencia de mi madre y me invadía un sentimiento de culpa absurda por violar su intimidad, sus recuerdos, su vida, reducida a una caja y dos maletas. Hoy en día aún me veo sentada en su cama paralizada por la tristeza y los recuerdos.

Dejamos para el final de nuestra triste tarea la bodega, el cuarto de los trebejos, como le llamábamos. Al fondo del jardín se encontraba este cuarto grande y luminoso con dos ventanas y una puerta de madera con un enorme candado abierto. En las monótonas y solitarias correrías de mi niñez, me asomaba por los cristales de las ventanas de aquel refugio de inutilidades, y me ponía a observar con fascinación los objetos inservibles que iban a parar a ese cuarto repleto de vejestorios. Me encantaba husmear ese lugar que tenía un dejo de tristeza y encanto.

Un espejo roto colgado en la pared, un par de sillas esperando ser tapizadas , la jaula vacía de nuestro querido loro Recaredo, maletas inservibles, un arcón repleto de disfraces, una periquera y un corral de bebé. Un proyector de películas oxidado y una silla de ruedas con las llantas ponchadas, palos de golf inservibles dentro de la bolsa desteñida. Un sinfín de cajas con un cartel anunciando su contenido.Mucho tiempo quedó olvidado en mi memoria el cuarto de los trebejos y cuando volví a entrar en él toda la vieja nostalgia inútil acumulada en mi vida se me vino encima. Cosas inservibles, rotas y sin brillo cuyo irremediable destino era el camión de la basura.

Por enésima vez volví a constatar que los recuerdos de la infancia habían impregnado una percepción distorsionada de la realidad porque aquel lugar ni era grande ni era luminoso, se trataba solo de un cuarto más bien pequeño oscuro y húmedo, que me estrujaba aún más el corazón.

Le puse el candado y no sé ni quiero saber a dónde fueron a parar los vejestorios del cuarto de los trebejos que un día fueron flamantes, útiles y hermosos.