/ domingo 15 de noviembre de 2020

Café Cultura | Los planos de la fotografía

Evocando a Julio Cortázar

Los afectos familiares me han llevado una y otra vez a Xilitla. En esta tierra húmeda y hospitalaria, un rumor de brisa y canto enciende la flor de los naranjos. Huasteca linda dice el verso. Huasteca secreta exuberante que llama siempre a volver. Que me seduce todo el tiempo y me ha llevado al Sótano de las Golondrinas, santuario laberíntico enclavado en el municipio potosino y huasteco de Aquismón. Área natural protegida y, a más, delirante. Todo vibra allá: abismos, cuevas, cerros favorecidos por el brote de manantiales y la nobleza de los cafetales. Del azoro al deleite las emociones y en el concierto de lo volátil la pupila. Ojo de agua, ojo de cíclope, ojo de profundas oscuridades, ojo de mi cámara fotográfica, clic asaltante de estampas coleccionables…

El Sótano de las Golondrinas fue revelado al mundo hace cincuenta años. Desde entonces esta cavidad imponente ha sido considerada uno de los abismos subterráneos naturales más bellos y profundos del planeta. Con sesenta metros de diámetro en su boca circular, alcanza hasta el fondo, a medida que desciende y se ensancha, un diámetro de trescientos metros y una profundidad absoluta de quinientos doce.

El observador común no soñará jamás con un descenso. Le bastará para el asombro ver la oscura franja aérea formada por miles de golondrinas volviendo todas las tardes en vuelo ritual. Y al llegar, cuando su flote volante se ha situado sobre la boca del gran santuario, con espontaneidad armoniosa esas criaturas-mensaje empiezan a girar sus aleteos por encima de nuestras cabezas, giran y giran conciliadas insólitamente en círculos vertiginosos, parlotean sus barbaries al Señor de los Vientos y descienden zumbantes a la cueva del sueño.

El paisaje de la memoria conserva a duotono esas inmensidades, y recrea la acción introversa del venir de las aves que abren con su vuelo el azulverde flotante. En alteradas velocidades la lente de mi cámara atrapó una y otra vez estas imágenes. Ante tal espectáculo es difícil acallar el deseo de aislamiento, de pincelar con otras coloraciones el anticipo sensorial que provocan estos esbozos volátiles. Dualidad de habla y silencio. Ansia y dolor de los nativos murmura el viento, y el canturreo de los loros no hace caso de ello.

Aquí en estos parajes las figuras de los indios tenec se pierden en la densidad de los espacios, y vuelven a aparecer intentando frenar toda acción que dañe el entorno. Pueblos implicados simbióticamente en lo sacro inmanente de la Naturaleza. De estos lugares íntimos han emergido muchas vetas expresivas indígenas forjadas en una libertad de lo íntimo que no había conocido dueños ni explotadores: sueños de igualdad de los hombres y construcción común de la vida…

Ya de vuelta en el puerto llevé a revelar los rollos. Cuando los tuve en casa subí a mi estudio con un vaso de vino: había quedado en verme con un amigo a fin de seleccionar juntos una muestra clara de las estampas capturadas por nuestras cámaras. De los negativos esparcidos sobre el escritorio no era fácil saber lo que íbamos a recuperar. Antes de que él llegara empecé a revisarlas para ganar un poco de tiempo. Miré los calcos de cielo azul y los árboles y las aves y los turistas con sus cámaras puntuales. Entre los rollos busqué uno que a mi forma de ver contenía las mejores imágenes, los paisajes más radiantes. Al no encontrarlo pensé que en la tienda de revelado me habían dado las fotos de otro cliente. Apreté con desgana el botón de cambio del proyector y apareció de pronto en la pantalla una choza, y asomadas a la puerta unas niñas tenec descalzas, ofreciendo en venta café molido en una bolsa plástica y pan en una canasta. Empecé a ver doble por encima de los espejuelos con la bruma de aquella tarde en el recuerdo. Apreté de nuevo el botón y volvieron a aparecer los rostros de aquellos que en lengua tenec hablan de nuestros orígenes; en su lengua que es una forma de protección, de prolongación del pensamiento. Seguí apretando y vi más rostros y chozas y niños descalzos. Aparecieron después otros niños tenec y apreté rápido el botón como si con ello quisiera evitar en algo su abandono. Seguí apretando y apretando entre ráfagas de hombres y mujeres y niños tenec de golpe en la pantalla con las caras cubiertas de lágrimas. En ese momento tocaron a la puerta: ¿Cómo van nuestras fotos? Instintivamente corrí el cargador y volví a ponerlo en cero. Uno a veces no sabe a ciencia cierta por qué hace las cosas. Sin mirar a mi visitante le dije que bajaría por otro vaso de vino, y le pedí que empezara a revisar el material entretanto. No le comenté nada de lo que había visto porque sentía un nudo en la garganta. Dejé pasar algunos minutos antes de volver con la bebida, segura de que me preguntaría por qué tomé esas fotografías. No sé cuánto tiempo pasó hasta que vi la parte de atrás de la pantalla al terminar la proyección, y el estudio en penumbra. Cuando entré, él encendió la luz y con amplia sonrisa dijo que habían salido ideales las golondrinas y el sótano y el cielo azul y el luciente paisaje. Que ganaríamos el premio con esas imágenes. En silencio busqué mi vaso y lo apuré hasta lo último. No le iba a decir nada. Qué le podía decir ahora. Solo me acuerdo que pensé vagamente en preguntarle si había visto en un segundo plano las caras de unos niños tenec cuestionándonos…

ENVÍO: El próximo 25 de noviembre, Café Cultura 23 años realizará en virtual la Premiación de su XII Concurso de Fotografía LUZ y CAFÉ, con el tema EPIDEMIA, que este año hemos dedicado con gratitud a los Médicos, Enfermeras y todo el Personal de Salud. Nuestros jurados: el Fotógrafo zacatecano Pedro Valtierra, quien hace 12 años inauguró este concurso, y el Fotógrafo Moisés Pablo agradeciendo a los dos su invaluable apoyo.

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