/ domingo 9 de febrero de 2020

Consumo, por lo tanto existo…


Hay personas que se honran en ser definidas por la cantidad de cosas que consumen. Su felicidad consiste en sentirse consumidores satisfechos. Su paradoja sin embargo, es precisamente esa: un individuo así no existe, ya que por definición nadie estará jamás satisfecho con lo que consume y por lo tanto nunca podrá ser feliz.

Cuando el consumo se convierte en el principal motivador de la conducta humana, se le llama consumismo. Pareciera que esa incontrolable necesidad de consumir, que el hombre inventa para consuelo de sí mismo, produce un efecto inverso en él, ya que invariablemente acabará por ser devorado a su vez por el fuego insaciable de poseer cosas, a veces sin tener en absoluto necesidad de ellas.

Consumir, no obstante, es algo normal en la naturaleza humana. En el Libro Santo se lee que Dios hizo las cosas y al final, cuando creó al hombre, le ordenó que creciera y se multiplicara y las dominara nombrándolas primeramente, para que supiera usar de todas aquellas que le habían precedido en la creación.

Dentro de los más grandes errores, sin embargo, que cometemos los seres humanos, está el creer que mientras más cosas tengamos, más valemos. Aun más: hay quienes piensan que además tales cosas deben tener cierto precio para que tengan significado: ya no es tan importante tener una joya, si no es de determinado tamaño; ya no importa poseer una prenda para sentirnos bien: debe ser de determinada tela; ya no es importante tener una casa para vivir: debe ser de determinadas dimensiones y tener ciertos acabados, para que sea considerada digna de nuestra posesión y nuestro uso.

Pero la sabiduría antigua nos ha marcado los hitos por los que la felicidad es obtenible a través de los bienes que consumimos. Para Aristóteles es la razón la que debe discernir cuáles son los proporciones justas que deben tener las cosas para hacernos felices: mientras menos racionales actuemos en su búsqueda, menos felicidad nos dará. Y por eso afirmaba que la virtud humana siempre se encuentra en el justo medio. A esa filosofía se le llama “prudencial”

Ese mismo pensamiento encontramos en santos, filósofos, místicos y hasta estadistas. Un ejemplo fue nuestro insigne Benito Juárez, para quien todo político bueno era aquel que disfrutaba de las cosas siempre y cuando lo hiciera “con el decoro que solo puede dar la medianía que le proporciona el origen de sus ingresos”. Y su máximo ejemplo como gobernante fue la congruencia, misma que en todo fue siempre su divisa, lo que muchos políticos deberían imitar y no solo preocuparse en repetir sus apotegmas para sentirse juaristas, aunque no los apliquen en su vida diaria.

La clave entonces, de nuestro natural sentido de búsqueda, debe estar en el equilibrio. Nuestro peor despropósito como sociedad es obtener, sin antes aportar. Cegadas por el mercado, nuestras sociedades deberían, si quieren sobrevivir, caracterizarse en el futuro por el hecho en verdad trascendente de que nunca se deben dejar de lado la justicia social y la solidaridad, aún en la legítima posesión. Por eso la solución debería estar en la racionalización del consumo, porque de otra manera el mundo caminará hacia su aniquilamiento.

El premio nobel de Economía, Amartya San, afirmó que desafortunadamente muchas comunidades modernas luchan por demostrar su progreso a través del derecho que dicen tener a las propiedades, negando a veces absurdamente que los demás también puedan arrogarse el mismo derecho. En esa lucha no importa si la brecha entre los que tienen y los que piensan que también deberían tener se circunscribe a unos cuantos que pretenden tener todo, aunque los demás no puedan consumir nada o casi nada. Ésta es quizás la razón por la que Agustín de Hipona decía que nadie tiene derecho a disfrutar de lo superfluo, mientras alguien carezca de lo necesario.

Eric Stoffer, escritor y filósofo, afirma que la búsqueda del consumo por sí mismo, sólo puede conducirnos a la decepción, porque nunca podremos conseguir bastante de lo que se supone es necesario para obtener la felicidad. La pérdida absoluta de la anhelada singularidad humana (para muchos tan importante) acaba casi siempre por darse en el imperio del consumismo. En este tiempo de búsqueda desesperada de lo pasajero y contingente, cuando tener lo mejor y lo último que hay en el mercado es lo que supuestamente nos distingue, solo la búsqueda de la frugalidad y los límites podrán ser la base de toda sustentabilidad humana.

Porque finalmente es cierto que hasta ahora hemos sido ciegos para ver que no se trata de tener todo lo que queremos, sino de saber qué es lo que realmente necesitamos tener para ser felices.

Quien compra lo superfluo, tendrá que vender lo necesario

Benjamin Franklin


Hay personas que se honran en ser definidas por la cantidad de cosas que consumen. Su felicidad consiste en sentirse consumidores satisfechos. Su paradoja sin embargo, es precisamente esa: un individuo así no existe, ya que por definición nadie estará jamás satisfecho con lo que consume y por lo tanto nunca podrá ser feliz.

Cuando el consumo se convierte en el principal motivador de la conducta humana, se le llama consumismo. Pareciera que esa incontrolable necesidad de consumir, que el hombre inventa para consuelo de sí mismo, produce un efecto inverso en él, ya que invariablemente acabará por ser devorado a su vez por el fuego insaciable de poseer cosas, a veces sin tener en absoluto necesidad de ellas.

Consumir, no obstante, es algo normal en la naturaleza humana. En el Libro Santo se lee que Dios hizo las cosas y al final, cuando creó al hombre, le ordenó que creciera y se multiplicara y las dominara nombrándolas primeramente, para que supiera usar de todas aquellas que le habían precedido en la creación.

Dentro de los más grandes errores, sin embargo, que cometemos los seres humanos, está el creer que mientras más cosas tengamos, más valemos. Aun más: hay quienes piensan que además tales cosas deben tener cierto precio para que tengan significado: ya no es tan importante tener una joya, si no es de determinado tamaño; ya no importa poseer una prenda para sentirnos bien: debe ser de determinada tela; ya no es importante tener una casa para vivir: debe ser de determinadas dimensiones y tener ciertos acabados, para que sea considerada digna de nuestra posesión y nuestro uso.

Pero la sabiduría antigua nos ha marcado los hitos por los que la felicidad es obtenible a través de los bienes que consumimos. Para Aristóteles es la razón la que debe discernir cuáles son los proporciones justas que deben tener las cosas para hacernos felices: mientras menos racionales actuemos en su búsqueda, menos felicidad nos dará. Y por eso afirmaba que la virtud humana siempre se encuentra en el justo medio. A esa filosofía se le llama “prudencial”

Ese mismo pensamiento encontramos en santos, filósofos, místicos y hasta estadistas. Un ejemplo fue nuestro insigne Benito Juárez, para quien todo político bueno era aquel que disfrutaba de las cosas siempre y cuando lo hiciera “con el decoro que solo puede dar la medianía que le proporciona el origen de sus ingresos”. Y su máximo ejemplo como gobernante fue la congruencia, misma que en todo fue siempre su divisa, lo que muchos políticos deberían imitar y no solo preocuparse en repetir sus apotegmas para sentirse juaristas, aunque no los apliquen en su vida diaria.

La clave entonces, de nuestro natural sentido de búsqueda, debe estar en el equilibrio. Nuestro peor despropósito como sociedad es obtener, sin antes aportar. Cegadas por el mercado, nuestras sociedades deberían, si quieren sobrevivir, caracterizarse en el futuro por el hecho en verdad trascendente de que nunca se deben dejar de lado la justicia social y la solidaridad, aún en la legítima posesión. Por eso la solución debería estar en la racionalización del consumo, porque de otra manera el mundo caminará hacia su aniquilamiento.

El premio nobel de Economía, Amartya San, afirmó que desafortunadamente muchas comunidades modernas luchan por demostrar su progreso a través del derecho que dicen tener a las propiedades, negando a veces absurdamente que los demás también puedan arrogarse el mismo derecho. En esa lucha no importa si la brecha entre los que tienen y los que piensan que también deberían tener se circunscribe a unos cuantos que pretenden tener todo, aunque los demás no puedan consumir nada o casi nada. Ésta es quizás la razón por la que Agustín de Hipona decía que nadie tiene derecho a disfrutar de lo superfluo, mientras alguien carezca de lo necesario.

Eric Stoffer, escritor y filósofo, afirma que la búsqueda del consumo por sí mismo, sólo puede conducirnos a la decepción, porque nunca podremos conseguir bastante de lo que se supone es necesario para obtener la felicidad. La pérdida absoluta de la anhelada singularidad humana (para muchos tan importante) acaba casi siempre por darse en el imperio del consumismo. En este tiempo de búsqueda desesperada de lo pasajero y contingente, cuando tener lo mejor y lo último que hay en el mercado es lo que supuestamente nos distingue, solo la búsqueda de la frugalidad y los límites podrán ser la base de toda sustentabilidad humana.

Porque finalmente es cierto que hasta ahora hemos sido ciegos para ver que no se trata de tener todo lo que queremos, sino de saber qué es lo que realmente necesitamos tener para ser felices.

Quien compra lo superfluo, tendrá que vender lo necesario

Benjamin Franklin