/ domingo 6 de octubre de 2019

El constructor de su esperanza


Cuando eligió el camino que quería seguir, sabía que en la naturaleza misma de su elección estaba implícito el olvido. La grandeza de su sueño sólo era comparable a la de su conocimiento de que un día sería borrado sin remedio de la mente de aquellos a los que enseñó. Pero aún así, decidió hacerlo.

Él no quiso enseñar para ser recordado. Se extendió como puente para que otros lo usaran y asombrados vieran la belleza que se encontraba en la otra orilla. Y lo hizo fundamentalmente por el regocijo de saber que, más tarde, eso les ayudaría a construir sus propios puentes. Por eso permitió que sobre su propio sueño, ellos edificaran el suyo, aunque después el peso de los sueños ajenos le hiciera perder el legítimo deseo de la identidad personal, y quedara en la anónima soledad del inadvertido.

Siempre que apagó la luz de sus ojos para encender el fuego en los de los demás, corrió el riesgo de quedarse ciego. Cuántas veces abrió el amplio espacio de su alma a los problemas ajenos, el agobio amenazaba con marchitar aquella flor generosa que su corazón era. No obstante, renunciando a la meditada cordura de su propio raciocinio, revocó su natural anhelo de recompensa por el abstracto y en apariencia inútil joyel del sentido auténtico de ser en los otros. Y confiado en ello pudo lograrlo a través de la enseñanza fascinante y compleja de las matemáticas.

Quitó la lepra de la ignorancia en esa difícil disciplina no en diez sino en mil, aunque algunos no regresaran a agradecérselo. Impulsó al indolente para que buscara darle sentido a su existencia vacía y se compadeció de la vulnerabilidad del otro, porque él mismo estaba rodeado de debilidad. Sobre el suelo gris de la indiferencia escribió el triste pecado de la desidia, con la esperanza de que el pertinaz viento de la perseverancia desvaneciera el miedo a la sabiduría que se esconde en el corazón del hombre. Pero sobre todo sonrió al ver el gozo de aquellos, que después de haber sido tocados por él, se habían convertido en arquitectos de sus propios anhelos de trascendencia.

Así era y no cambió nunca. Su vocación permaneció inalterable hasta el atardecer del último día que le fue dado cumplirla a cabalidad, como devotamente lo había hecho a lo largo de tantos años. Y aunque muchas veces le asaltó la duda sobre la inutilidad de su esfuerzo, su entusiasmo permaneció incólume, sobre todo frente al desapego que, tantasveces insolente, tan profundamente le hería por parte de quienes serían incapaces de comprender el por qué de su entrega. Y lo hizo para bien de todos los que por él un día aprendieron a pensar, y cuyas almas tuvo el privilegio de tocar a través de la maravillosa armonía que se encuentra en los insondables dominios de la ciencia matemática.

Pero Dios, cuyos pensamientos no son como los nuestros, hizo que todo eso cambiara de pronto y de manera insospechada en su vida. De repente sin más, la trama sutil de su existencia tomó un derrotero desconocido. Y el invisible tejido de sus pensamientos se detuvo. Se encontraba ahora maniatado y sorprendido, es cierto, pero con el corazón aún latiendo. Confundido, pero con el cerebro lo suficientemente alerta para comprender, aunque no lo bastante como para explicarse esa otra realidad que ahora le tocaría vivir. Y entonces supo, que igual que lo hizo como docente, que debería ser también ahora el paradigma de todo lo que el hombre puede lograr, incluso a través del sufrimiento.

Hoy, después de treinta y dos años, con tiempo de sobra para sus largas y a veces solitarias reflexiones, con su mirada ya huérfana de integrales y dominios, límites y derivadas, debe enfrentar con paciente osadía el hecho de que a pesar de todo la vida sigue, más allá de las personas que la integran, pues es un tejido inconsútil en cuya trama brillante todos estamos incluidos. Pero que no se detiene para nadie y un ejemplo de ello son sus propios hijos, ahora profesionistas, que ya intervienen decididamente en su danza fascinante, así como su valiente esposa que a diario le impulsa a continuar su marcha, ante ese fugaz y deslumbrante destello que el tiempo encierra en su incomparable misterio.

Por eso, aún ahora, que de tiempo en tiempo sigo viendo la lucha diaria de su cuerpo sólo en apariencia vencido, con su alma siempre invicta, con sus restos de penas y naufragios y con la arboladura de su barco golpeada, pero todavía navegando, con el habla disminuida pero con el corazón como una integral viva sobre la variable del tiempo, yo, como cada año que ha transcurrido desde que fue atado por las estrechas ligaduras del infortunio, quiero de nuevo recordarle como a esa “forma clara que tuvo ruiseñores”, que dice García Lorca, y como a ese valiente capitán que no ha sido aún vencido por la desdicha y como a ese esforzado navegante que llevó a puerto seguro a tantos que confiaron en su sabiduría, esa que está ahí todavía, aunque oculta entre los intrincados dédalos de su lenguaje, limitado, es cierto, pero jamás encadenado.

Y yo que le quiero más allá de pasados afanes académicos, lo hago hoy, con el alma con la cual comparto su esperanza y con el corazón arriba, como un homenaje a su claro entendimiento, hoy, en el día once mil seiscientos ochenta, de ese milagro cotidiano que, a pesar de todo, sigue siendo su vida.



Cuando eligió el camino que quería seguir, sabía que en la naturaleza misma de su elección estaba implícito el olvido. La grandeza de su sueño sólo era comparable a la de su conocimiento de que un día sería borrado sin remedio de la mente de aquellos a los que enseñó. Pero aún así, decidió hacerlo.

Él no quiso enseñar para ser recordado. Se extendió como puente para que otros lo usaran y asombrados vieran la belleza que se encontraba en la otra orilla. Y lo hizo fundamentalmente por el regocijo de saber que, más tarde, eso les ayudaría a construir sus propios puentes. Por eso permitió que sobre su propio sueño, ellos edificaran el suyo, aunque después el peso de los sueños ajenos le hiciera perder el legítimo deseo de la identidad personal, y quedara en la anónima soledad del inadvertido.

Siempre que apagó la luz de sus ojos para encender el fuego en los de los demás, corrió el riesgo de quedarse ciego. Cuántas veces abrió el amplio espacio de su alma a los problemas ajenos, el agobio amenazaba con marchitar aquella flor generosa que su corazón era. No obstante, renunciando a la meditada cordura de su propio raciocinio, revocó su natural anhelo de recompensa por el abstracto y en apariencia inútil joyel del sentido auténtico de ser en los otros. Y confiado en ello pudo lograrlo a través de la enseñanza fascinante y compleja de las matemáticas.

Quitó la lepra de la ignorancia en esa difícil disciplina no en diez sino en mil, aunque algunos no regresaran a agradecérselo. Impulsó al indolente para que buscara darle sentido a su existencia vacía y se compadeció de la vulnerabilidad del otro, porque él mismo estaba rodeado de debilidad. Sobre el suelo gris de la indiferencia escribió el triste pecado de la desidia, con la esperanza de que el pertinaz viento de la perseverancia desvaneciera el miedo a la sabiduría que se esconde en el corazón del hombre. Pero sobre todo sonrió al ver el gozo de aquellos, que después de haber sido tocados por él, se habían convertido en arquitectos de sus propios anhelos de trascendencia.

Así era y no cambió nunca. Su vocación permaneció inalterable hasta el atardecer del último día que le fue dado cumplirla a cabalidad, como devotamente lo había hecho a lo largo de tantos años. Y aunque muchas veces le asaltó la duda sobre la inutilidad de su esfuerzo, su entusiasmo permaneció incólume, sobre todo frente al desapego que, tantasveces insolente, tan profundamente le hería por parte de quienes serían incapaces de comprender el por qué de su entrega. Y lo hizo para bien de todos los que por él un día aprendieron a pensar, y cuyas almas tuvo el privilegio de tocar a través de la maravillosa armonía que se encuentra en los insondables dominios de la ciencia matemática.

Pero Dios, cuyos pensamientos no son como los nuestros, hizo que todo eso cambiara de pronto y de manera insospechada en su vida. De repente sin más, la trama sutil de su existencia tomó un derrotero desconocido. Y el invisible tejido de sus pensamientos se detuvo. Se encontraba ahora maniatado y sorprendido, es cierto, pero con el corazón aún latiendo. Confundido, pero con el cerebro lo suficientemente alerta para comprender, aunque no lo bastante como para explicarse esa otra realidad que ahora le tocaría vivir. Y entonces supo, que igual que lo hizo como docente, que debería ser también ahora el paradigma de todo lo que el hombre puede lograr, incluso a través del sufrimiento.

Hoy, después de treinta y dos años, con tiempo de sobra para sus largas y a veces solitarias reflexiones, con su mirada ya huérfana de integrales y dominios, límites y derivadas, debe enfrentar con paciente osadía el hecho de que a pesar de todo la vida sigue, más allá de las personas que la integran, pues es un tejido inconsútil en cuya trama brillante todos estamos incluidos. Pero que no se detiene para nadie y un ejemplo de ello son sus propios hijos, ahora profesionistas, que ya intervienen decididamente en su danza fascinante, así como su valiente esposa que a diario le impulsa a continuar su marcha, ante ese fugaz y deslumbrante destello que el tiempo encierra en su incomparable misterio.

Por eso, aún ahora, que de tiempo en tiempo sigo viendo la lucha diaria de su cuerpo sólo en apariencia vencido, con su alma siempre invicta, con sus restos de penas y naufragios y con la arboladura de su barco golpeada, pero todavía navegando, con el habla disminuida pero con el corazón como una integral viva sobre la variable del tiempo, yo, como cada año que ha transcurrido desde que fue atado por las estrechas ligaduras del infortunio, quiero de nuevo recordarle como a esa “forma clara que tuvo ruiseñores”, que dice García Lorca, y como a ese valiente capitán que no ha sido aún vencido por la desdicha y como a ese esforzado navegante que llevó a puerto seguro a tantos que confiaron en su sabiduría, esa que está ahí todavía, aunque oculta entre los intrincados dédalos de su lenguaje, limitado, es cierto, pero jamás encadenado.

Y yo que le quiero más allá de pasados afanes académicos, lo hago hoy, con el alma con la cual comparto su esperanza y con el corazón arriba, como un homenaje a su claro entendimiento, hoy, en el día once mil seiscientos ochenta, de ese milagro cotidiano que, a pesar de todo, sigue siendo su vida.