/ domingo 13 de junio de 2021

El futuro… ¿aspiración o inspiración?

Se cree que Arthur C. Clark fue quien afirmó: “el futuro ya no es lo que solía ser”. Esta frase parece reflejar la profunda decepción del hombre moderno ante lo que creía tener como anhelada inspiración y hoy parece haberse convertido en aspiración fallida.

Si alguien nos hubiera dicho hace año y medio, que la ya cercana Olimpiada en Japón no se realizaría; que las playas de todas partes del mundo estarían cerradas para la Semana Santa, o que tendríamos una triste Navidad y Año Nuevo, sin duda hubiéramos sonreído entre extrañados y escépticos ante semejante predicción, porque en apariencia no se vislumbraba en el horizonte ninguna señal ominosa de peligro o catástrofe que inminente amenazara nuestro mundo.

Por el contrario, había signos alentadores para un mejor destino de la humanidad. Estábamos inmersos en un deslumbrante progreso científico y tecnológico que nos prometía una mejor calidad de vida; el agujero en la capa de ozono en nuestra atmósfera se había cerrado casi en su totalidad; el cuidado por los ecosistemas era cada día mayor en todas partes del planeta y los seres humanos parecíamos estar finalmente conscientes de la necesidad de usar las energías limpias y poner en desuso las que contaminaban el ambiente. Y las guerras, salvo en reductos todavía difíciles de pacificar, se iban haciendo cada vez más negociadas en las mesas de conciliación para la paz.

Pero la naturaleza, impredecible como es y la nuestra, frágil y vulnerable, deberían enfrentar una tragedia de dimensiones insospechadas y cuyas consecuencias aún ignoramos. Y ante nuestro azorado rostro se presentó la imagen cruel de la desolación, el dolor de la muerte del ser querido, la tristeza, la impotencia ante el mal y la incertidumbre frente a lo que vendría.

Pero ahora, después de 18 meses de angustia y desesperación, parece brillar tímidamente para la raza humana, una luz de esperanza. Hemos comenzado a abandonar nuestro confinamiento; gracias a la sabiduría colectiva se produjeron en un tiempo inusitado, por breve, vacunas eficaces para contener el mal, así como su rápida inoculación. Y el hombre parece tomar el respiro alentador de un futuro promisorio.

Pero, ¿cómo será ese futuro? ¿Será simplemente como dar una vuelta a la hoja, iniciar otro capítulo y esperar que un día nuevamente el destino nos alcance? ¿O será el diseño imaginativo de una nueva ruta crítica, que nos haga conscientes de que tal vez el mundo, como hasta ahora lo hemos conocido, no será ya igual en adelante? ¿O quizás que un renovado conocimiento de nuestra naturaleza compartida nos haga pensar para el destino común, algo diferente a lo que hasta ahora habíamos pensado debería ser? No lo sé, pero tal vez valdría la pena por lo menos pensarlo.

Podríamos, por ejemplo, reflexionar en cuánto de lo que en verdad anhelamos que regrese a como era antes, valdría la pena que regresara, como el consumismo, la devoción por lo frívolo y lo superfluo y en su lugar se instaurara en el corazón humano el deseo por lo trascendente, ahora tan desdeñado. Que en cada persona se acrecentara el anhelo por saber más, pero también para qué y que no fuéramos definidos por los grados académicos, los puestos, el dinero o nuestro prestigio social, sino por la calidad y la calidez del servicio con que nos acercamos a los demás.

Así, en ese futuro, deberemos seguir siendo competitivos, pero sin atropellar al otro, podremos contribuir siempre al progreso y desarrollo de nuestra civilización, pero sin tener que destruirla y jamás permitir que la ambición por el poder, de cualquier clase que sea, nos haga fatuos, ni creernos indispensables, ni dogmáticos, sino ser humildes servidores de nuestros semejantes.

Tal vez en ese futuro los padres podrán platicar más con sus hijos; encontrar placer en abrazarlos, ser en verdad familia y que sus lazos sean ataduras de las que no quieran nunca separarse, porque están tejidos con el amor, que “es más fuerte que la muerte” según dice el Libro Santo. Las escuelas y las iglesias podrán, además de mostrar datos y dogmas, empeñarse en hacer que las personas sean capaces de descubrir la grandeza que hay en su corazón. Y la ciencia y tecnología, si se lo proponen, lograrán humanizar más sus maravillosos descubrimientos. Y, aunque sea solo un deseo romántico, podremos lograr que “jamás nos invada el deseo de globalizar la indiferencia.”

Tal vez entonces, y solo tal vez, podremos imaginar y lograr un futuro diferente a lo que pensábamos debería ser, solo porque así solía ser. Uno distinto en el cual el hombre aprenda a creer, esperar y amar a pesar de las vicisitudes de la vida. Porque finalmente es cierto lo que afirmó Shakespeare: “el destino es el que tiene las cartas, pero tú eres quien las juega”

“… Debemos ser más padres

de nuestro futuro,

que hijos de nuestro pasado…”

Miguel de Unamuno

Se cree que Arthur C. Clark fue quien afirmó: “el futuro ya no es lo que solía ser”. Esta frase parece reflejar la profunda decepción del hombre moderno ante lo que creía tener como anhelada inspiración y hoy parece haberse convertido en aspiración fallida.

Si alguien nos hubiera dicho hace año y medio, que la ya cercana Olimpiada en Japón no se realizaría; que las playas de todas partes del mundo estarían cerradas para la Semana Santa, o que tendríamos una triste Navidad y Año Nuevo, sin duda hubiéramos sonreído entre extrañados y escépticos ante semejante predicción, porque en apariencia no se vislumbraba en el horizonte ninguna señal ominosa de peligro o catástrofe que inminente amenazara nuestro mundo.

Por el contrario, había signos alentadores para un mejor destino de la humanidad. Estábamos inmersos en un deslumbrante progreso científico y tecnológico que nos prometía una mejor calidad de vida; el agujero en la capa de ozono en nuestra atmósfera se había cerrado casi en su totalidad; el cuidado por los ecosistemas era cada día mayor en todas partes del planeta y los seres humanos parecíamos estar finalmente conscientes de la necesidad de usar las energías limpias y poner en desuso las que contaminaban el ambiente. Y las guerras, salvo en reductos todavía difíciles de pacificar, se iban haciendo cada vez más negociadas en las mesas de conciliación para la paz.

Pero la naturaleza, impredecible como es y la nuestra, frágil y vulnerable, deberían enfrentar una tragedia de dimensiones insospechadas y cuyas consecuencias aún ignoramos. Y ante nuestro azorado rostro se presentó la imagen cruel de la desolación, el dolor de la muerte del ser querido, la tristeza, la impotencia ante el mal y la incertidumbre frente a lo que vendría.

Pero ahora, después de 18 meses de angustia y desesperación, parece brillar tímidamente para la raza humana, una luz de esperanza. Hemos comenzado a abandonar nuestro confinamiento; gracias a la sabiduría colectiva se produjeron en un tiempo inusitado, por breve, vacunas eficaces para contener el mal, así como su rápida inoculación. Y el hombre parece tomar el respiro alentador de un futuro promisorio.

Pero, ¿cómo será ese futuro? ¿Será simplemente como dar una vuelta a la hoja, iniciar otro capítulo y esperar que un día nuevamente el destino nos alcance? ¿O será el diseño imaginativo de una nueva ruta crítica, que nos haga conscientes de que tal vez el mundo, como hasta ahora lo hemos conocido, no será ya igual en adelante? ¿O quizás que un renovado conocimiento de nuestra naturaleza compartida nos haga pensar para el destino común, algo diferente a lo que hasta ahora habíamos pensado debería ser? No lo sé, pero tal vez valdría la pena por lo menos pensarlo.

Podríamos, por ejemplo, reflexionar en cuánto de lo que en verdad anhelamos que regrese a como era antes, valdría la pena que regresara, como el consumismo, la devoción por lo frívolo y lo superfluo y en su lugar se instaurara en el corazón humano el deseo por lo trascendente, ahora tan desdeñado. Que en cada persona se acrecentara el anhelo por saber más, pero también para qué y que no fuéramos definidos por los grados académicos, los puestos, el dinero o nuestro prestigio social, sino por la calidad y la calidez del servicio con que nos acercamos a los demás.

Así, en ese futuro, deberemos seguir siendo competitivos, pero sin atropellar al otro, podremos contribuir siempre al progreso y desarrollo de nuestra civilización, pero sin tener que destruirla y jamás permitir que la ambición por el poder, de cualquier clase que sea, nos haga fatuos, ni creernos indispensables, ni dogmáticos, sino ser humildes servidores de nuestros semejantes.

Tal vez en ese futuro los padres podrán platicar más con sus hijos; encontrar placer en abrazarlos, ser en verdad familia y que sus lazos sean ataduras de las que no quieran nunca separarse, porque están tejidos con el amor, que “es más fuerte que la muerte” según dice el Libro Santo. Las escuelas y las iglesias podrán, además de mostrar datos y dogmas, empeñarse en hacer que las personas sean capaces de descubrir la grandeza que hay en su corazón. Y la ciencia y tecnología, si se lo proponen, lograrán humanizar más sus maravillosos descubrimientos. Y, aunque sea solo un deseo romántico, podremos lograr que “jamás nos invada el deseo de globalizar la indiferencia.”

Tal vez entonces, y solo tal vez, podremos imaginar y lograr un futuro diferente a lo que pensábamos debería ser, solo porque así solía ser. Uno distinto en el cual el hombre aprenda a creer, esperar y amar a pesar de las vicisitudes de la vida. Porque finalmente es cierto lo que afirmó Shakespeare: “el destino es el que tiene las cartas, pero tú eres quien las juega”

“… Debemos ser más padres

de nuestro futuro,

que hijos de nuestro pasado…”

Miguel de Unamuno