/ domingo 19 de julio de 2020

El futuro que viene

Prohijada por esa pandemia de nombre extraño que inmisericorde nos ha devastado, y quizá más mortífera que ella, viene otra que, oculta y cruel amenaza nuestro ya de por sí acongojado mundo. Es la sombra de la pobreza.

No tengo desde luego el conocimiento suficiente de la economía, y mucho menos soy experto en ella, como para poder entender la amplitud y la profundidad que tendrá, así como sus repercusiones en la vida de muchos, en particular para la mayoría. No podría explicar suficientemente lo que significan los indicadores macro y microeconómicos que a los legos nos resultan difíciles de comprender, como lo que representa el producto interno bruto para un país y su relación con su crecimiento, o la inflación, la recesión, los mercados, la inversión y tantos otros conceptos que de muchas formas son el termómetro de la salud económica de cada nación.

Pero de una cosa creo no tener dudas, aunque preferiría estar equivocado. Que no estamos ante una tormenta perfecta sino de varias, particularmente en nuestro país, que al mismo tiempo que enfrenta la emergencia sanitaria, vive desangrado por la violencia que no cesa, la inseguridad omnipresente y el temor ante lo que le espera por su maltrecha economía. Un pueblo dividido y polarizado por intereses partidistas, cuyos ciudadanos además de tener que buscar una cama de hospital, debe ahora caminar en el filo de la navaja, con su pobreza a cuestas, de la que muchos dicen preocuparse, pero la del cual nadie verdaderamente se ocupa.

Estoy cierto que esta nueva y dolorosa pandemia, desatada en unos cuantos meses en todo el mundo, traerá mucho más dolor y sufrimiento que la primera, que por otra parte aún vive, en particular para aquellos ya desde antes habían sido duramente agobiados por su triste realidad en sus mismos cuerpos. Ahora, aunque de forma diferente, pero igualmente descarnada y cruel, se presenta ante quienes añadirá a su lista de precarios y obligados derechohabientes del desamparo. Porque el futuro que les espera, como en el fondo a todos, no será precisamente halagador, y el empobrecimiento colectivo que traerá consigo, tal vez sea el horizonte de muchos países y sus ciudadanos.

Quizás a unos cuantos privilegiados ese mal no les tocará. Su vida seguirá igual, en medio de una normal anormalidad. Solo sabrán de la forma de sufrir el confinamiento, en medio de comodidades. Pero eso será todo. Tal vez para algunos otros suponga sacrificar ciertos pequeños lujos, para los que no habrá ya las posibilidades de antes: el viaje, cierto tipo de ropa o disfrute social. Pero para una mayoría eso representará la renuncia incluso a lo indispensable, a lo más elemental que un ser humano tiene derecho: a la vida, cómo y con qué vivirla.

Respecto a esta mayoría, quisiera hacerle una pregunta si me lo permite: ¿sabe usted, o alguna vez ha pensado cómo será el hogar de alguien que se quedó sin empleo, sin otro motivo que un recorte, o un ajuste o simplemente porque así convenía a “los intereses” de la empresa donde laboraba, lo cual por otra parte también es comprensible? ¿Sabemos en verdad lo que significa que llegue la quincena y no haya un sueldo por devengar, o no tener para el súper, mientras el recibo de la luz y el agua siguen llegando puntuales, o la renta y tantas pequeñas cosas para las que de repente ya no se tiene? Quizá no muchos tengamos esa capacidad de empatía, ocupados como estamos por el trance urbano, que nos lleva a una forma de ensimismamiento casi narcisista, pero de ninguna manera enteramente culpable, debido a la triste circunstancia que vivimos.

Pero sí debo decirle que usted es un bendito de Dios si aún tiene su empleo, si recibe una pensión por pobre que parezca o algún apoyo económico adicional; si tiene un techo para guarecerse y sonríe cada vez que le insisten para que se quede en casa, porque tiene una; que no tiene que salir en medio del peligro a ganar su pan en la formalidad y el autoempleo como muchos deben hacerlo, porque no hay de otra. Porque usted no tiene que decidir entre la enfermedad o el trabajo, sin pensar que ese fantasma de muchas formas lo acechará. Y que su autoestima quedará salvada.

En estos tiempos tan difíciles, en los que se nos invita a todos a la solidaridad y la fraternidad, a aprovechar este tiempo que podemos estar más con la familia, a la virtualidad con los amigos, al disfrutar el arte y la cultura en “línea”, yo quiero invitarle, si me permite, a ser compasivo con su prójimo, a pensar un poco en los demás. A dar, siempre que pueda, al que necesita más que usted. A poner generoso en la mano del vulnerable una ayuda que le permita sostenerse; a ofrecer una limosna al pobre de la esquina, a la malabarista improvisada, al que le pide para comer un pan. Yo le aseguro que el Buen Señor, que ve su corazón, le regresará el cien por uno. Porque finalmente es verdad que da el que quiere, no el que puede. Y no piense que aquel que le pide tal vez lo engañe: Dios no le preguntará si certificó o no la sinceridad del que solicitó su ayuda.

Creo sinceramente que el futuro que viene no será tan cruel, si podemos contar unos con otros. Si abandonamos siquiera un poco el egoísmo casi innato que nos subyuga. Y si consideramos al otro como un compañero con quien compartimos el viaje que significa la aventura de la vida.

J. Levinas, pensador alemán afirma que el primer pecado humano, sucedió cuando Caín respondió indiferente a la pregunta de Dios sobre el paradero de Abel: “¿acaso, dijo, soy el guardián de mi hermano?” La pregunta sigue vigente para todos nosotros y deberemos un día responderla.

EL FUTURO QUE VIENE

“…es cierto que la vida

no es justa,

pero tú sí puedes serlo...”

Anónimo

Prohijada por esa pandemia de nombre extraño que inmisericorde nos ha devastado, y quizá más mortífera que ella, viene otra que, oculta y cruel amenaza nuestro ya de por sí acongojado mundo. Es la sombra de la pobreza.

No tengo desde luego el conocimiento suficiente de la economía, y mucho menos soy experto en ella, como para poder entender la amplitud y la profundidad que tendrá, así como sus repercusiones en la vida de muchos, en particular para la mayoría. No podría explicar suficientemente lo que significan los indicadores macro y microeconómicos que a los legos nos resultan difíciles de comprender, como lo que representa el producto interno bruto para un país y su relación con su crecimiento, o la inflación, la recesión, los mercados, la inversión y tantos otros conceptos que de muchas formas son el termómetro de la salud económica de cada nación.

Pero de una cosa creo no tener dudas, aunque preferiría estar equivocado. Que no estamos ante una tormenta perfecta sino de varias, particularmente en nuestro país, que al mismo tiempo que enfrenta la emergencia sanitaria, vive desangrado por la violencia que no cesa, la inseguridad omnipresente y el temor ante lo que le espera por su maltrecha economía. Un pueblo dividido y polarizado por intereses partidistas, cuyos ciudadanos además de tener que buscar una cama de hospital, debe ahora caminar en el filo de la navaja, con su pobreza a cuestas, de la que muchos dicen preocuparse, pero la del cual nadie verdaderamente se ocupa.

Estoy cierto que esta nueva y dolorosa pandemia, desatada en unos cuantos meses en todo el mundo, traerá mucho más dolor y sufrimiento que la primera, que por otra parte aún vive, en particular para aquellos ya desde antes habían sido duramente agobiados por su triste realidad en sus mismos cuerpos. Ahora, aunque de forma diferente, pero igualmente descarnada y cruel, se presenta ante quienes añadirá a su lista de precarios y obligados derechohabientes del desamparo. Porque el futuro que les espera, como en el fondo a todos, no será precisamente halagador, y el empobrecimiento colectivo que traerá consigo, tal vez sea el horizonte de muchos países y sus ciudadanos.

Quizás a unos cuantos privilegiados ese mal no les tocará. Su vida seguirá igual, en medio de una normal anormalidad. Solo sabrán de la forma de sufrir el confinamiento, en medio de comodidades. Pero eso será todo. Tal vez para algunos otros suponga sacrificar ciertos pequeños lujos, para los que no habrá ya las posibilidades de antes: el viaje, cierto tipo de ropa o disfrute social. Pero para una mayoría eso representará la renuncia incluso a lo indispensable, a lo más elemental que un ser humano tiene derecho: a la vida, cómo y con qué vivirla.

Respecto a esta mayoría, quisiera hacerle una pregunta si me lo permite: ¿sabe usted, o alguna vez ha pensado cómo será el hogar de alguien que se quedó sin empleo, sin otro motivo que un recorte, o un ajuste o simplemente porque así convenía a “los intereses” de la empresa donde laboraba, lo cual por otra parte también es comprensible? ¿Sabemos en verdad lo que significa que llegue la quincena y no haya un sueldo por devengar, o no tener para el súper, mientras el recibo de la luz y el agua siguen llegando puntuales, o la renta y tantas pequeñas cosas para las que de repente ya no se tiene? Quizá no muchos tengamos esa capacidad de empatía, ocupados como estamos por el trance urbano, que nos lleva a una forma de ensimismamiento casi narcisista, pero de ninguna manera enteramente culpable, debido a la triste circunstancia que vivimos.

Pero sí debo decirle que usted es un bendito de Dios si aún tiene su empleo, si recibe una pensión por pobre que parezca o algún apoyo económico adicional; si tiene un techo para guarecerse y sonríe cada vez que le insisten para que se quede en casa, porque tiene una; que no tiene que salir en medio del peligro a ganar su pan en la formalidad y el autoempleo como muchos deben hacerlo, porque no hay de otra. Porque usted no tiene que decidir entre la enfermedad o el trabajo, sin pensar que ese fantasma de muchas formas lo acechará. Y que su autoestima quedará salvada.

En estos tiempos tan difíciles, en los que se nos invita a todos a la solidaridad y la fraternidad, a aprovechar este tiempo que podemos estar más con la familia, a la virtualidad con los amigos, al disfrutar el arte y la cultura en “línea”, yo quiero invitarle, si me permite, a ser compasivo con su prójimo, a pensar un poco en los demás. A dar, siempre que pueda, al que necesita más que usted. A poner generoso en la mano del vulnerable una ayuda que le permita sostenerse; a ofrecer una limosna al pobre de la esquina, a la malabarista improvisada, al que le pide para comer un pan. Yo le aseguro que el Buen Señor, que ve su corazón, le regresará el cien por uno. Porque finalmente es verdad que da el que quiere, no el que puede. Y no piense que aquel que le pide tal vez lo engañe: Dios no le preguntará si certificó o no la sinceridad del que solicitó su ayuda.

Creo sinceramente que el futuro que viene no será tan cruel, si podemos contar unos con otros. Si abandonamos siquiera un poco el egoísmo casi innato que nos subyuga. Y si consideramos al otro como un compañero con quien compartimos el viaje que significa la aventura de la vida.

J. Levinas, pensador alemán afirma que el primer pecado humano, sucedió cuando Caín respondió indiferente a la pregunta de Dios sobre el paradero de Abel: “¿acaso, dijo, soy el guardián de mi hermano?” La pregunta sigue vigente para todos nosotros y deberemos un día responderla.

EL FUTURO QUE VIENE

“…es cierto que la vida

no es justa,

pero tú sí puedes serlo...”

Anónimo