/ domingo 9 de mayo de 2021

El recuerdo de una madre

De mi madre guardo el recuerdo vivo de su cuna humilde y su sabia devoción por lo trascendente.

Como la mujer fuerte de Salomón, ella sembró girasoles y madreselvas con su propia mano; nunca comió ociosa su pan y ninguno de nosotros en la casa tuvo jamás frío, pues a todos nos había hecho vestidos forrados, así como casi toda la ropa de uso diario con las telas que compraba al vendedor que iba de puerta en puerta.

Tarde apagaba su lámpara, pero era la primera en levantarse por la mañana para tener listo el desayuno de los que debían trabajar y el almuerzo para los que debían ir a la escuela. Y todos, en gran medida gracias a ella, lo hicimos.

Nunca manejó un automóvil ni necesitó de una doméstica, ni nos mandó a la escuela en transporte público, pero nos bendijo mil veces cuando salíamos a la calle, pues sabía que este mundo, según dice el poeta, era ancho y ajeno.

Su universidad fue la vida, sus hijos le significamos su postgrado y se doctoró con sus nietos; y en todos puso el bálsamo suave de su comprensión junto con el amor que todo lo redime y que produjo frutos que aún perduran.

Ella era chapada a la antigua y creyó mejor en rezar el rosario que en ver telenovelas, pero gozaba con las canciones sencillas que hablan del amor y el desamor, los dos materiales que, según dice el poeta, entretejen nuestros sueños.

Multiplicó el dinero que mi padre le daba y creyó siempre que lo superfluo era un insulto para el que no tenía lo necesario, y por eso de lo poco que tuvo abrió siempre sus manos al menesteroso. Y cuando lo hacía, en su mirada sencilla podía adivinarse la inmensidad de su corazón.

No fue a la escuela, pero fue educada, aprendió a leer, pero no leyó revistas de contenidos insulsos y nunca permitió que la amargura contaminara su alma buena. Su dicho preferido fue siempre el de Abraham: Dios proveerá. Y el nombre de Jesús estuvo siempre presente en su boca.

De ella aprendí el amor de Dios, juntamente con el temor, de lo que no me arrepiento; el respeto por los mayores, el cariño fraterno, así como la tolerancia, y en la sencillez de sus consejos cabía toda la filosofía junta.

Ella no fue sofisticada en sus ropas, pero sí en el afecto; su cuerpo fue huerto florecido en el que se sembró la semilla de la ternura que brotó de ella varias veces con el esplendente milagro de la existencia. Y siempre agradeció a Dios haber sido copartícipe en esa maravilla que el amor encierra, y por haberle permitido que sus hijos tomaran parte en la hermosa danza de la vida.

Mi madre fue lirio del campo que se vistió con el lujo que, como dice el Libro Santo, ni Salomón en toda su grandeza pudo imaginar; en su atuendo simple se reflejaba más la belleza de su espíritu que la tela sencilla con que estaba tejido. Y aunque no recuerdo su textura ni sus colores, mi corazón conserva su imagen limpia y bella como el irisado caleidoscopio con que resplandecía su alma, generosa y buena, cuando me llevaba de la mano a la iglesia.

Así era mi madre, bendita madre cuyo recuerdo añoro, mientras bendigo emocionado su memoria, y su mirada de luz, aún presente en el filo del tiempo, opaca la constelación más brillante, porque su belleza interior es como vandálica explosión de colores en el universo silencioso ante mi perenne gratitud y asombro.

EL RECUERDO DE UNA MADRE

Para María:

Madre admirable

siempre amada,

jamás olvidada…

Para las madres ausentes, cuyo recuerdo aún vive en el corazón agradecido de sus hijos.

De mi madre guardo el recuerdo vivo de su cuna humilde y su sabia devoción por lo trascendente.

Como la mujer fuerte de Salomón, ella sembró girasoles y madreselvas con su propia mano; nunca comió ociosa su pan y ninguno de nosotros en la casa tuvo jamás frío, pues a todos nos había hecho vestidos forrados, así como casi toda la ropa de uso diario con las telas que compraba al vendedor que iba de puerta en puerta.

Tarde apagaba su lámpara, pero era la primera en levantarse por la mañana para tener listo el desayuno de los que debían trabajar y el almuerzo para los que debían ir a la escuela. Y todos, en gran medida gracias a ella, lo hicimos.

Nunca manejó un automóvil ni necesitó de una doméstica, ni nos mandó a la escuela en transporte público, pero nos bendijo mil veces cuando salíamos a la calle, pues sabía que este mundo, según dice el poeta, era ancho y ajeno.

Su universidad fue la vida, sus hijos le significamos su postgrado y se doctoró con sus nietos; y en todos puso el bálsamo suave de su comprensión junto con el amor que todo lo redime y que produjo frutos que aún perduran.

Ella era chapada a la antigua y creyó mejor en rezar el rosario que en ver telenovelas, pero gozaba con las canciones sencillas que hablan del amor y el desamor, los dos materiales que, según dice el poeta, entretejen nuestros sueños.

Multiplicó el dinero que mi padre le daba y creyó siempre que lo superfluo era un insulto para el que no tenía lo necesario, y por eso de lo poco que tuvo abrió siempre sus manos al menesteroso. Y cuando lo hacía, en su mirada sencilla podía adivinarse la inmensidad de su corazón.

No fue a la escuela, pero fue educada, aprendió a leer, pero no leyó revistas de contenidos insulsos y nunca permitió que la amargura contaminara su alma buena. Su dicho preferido fue siempre el de Abraham: Dios proveerá. Y el nombre de Jesús estuvo siempre presente en su boca.

De ella aprendí el amor de Dios, juntamente con el temor, de lo que no me arrepiento; el respeto por los mayores, el cariño fraterno, así como la tolerancia, y en la sencillez de sus consejos cabía toda la filosofía junta.

Ella no fue sofisticada en sus ropas, pero sí en el afecto; su cuerpo fue huerto florecido en el que se sembró la semilla de la ternura que brotó de ella varias veces con el esplendente milagro de la existencia. Y siempre agradeció a Dios haber sido copartícipe en esa maravilla que el amor encierra, y por haberle permitido que sus hijos tomaran parte en la hermosa danza de la vida.

Mi madre fue lirio del campo que se vistió con el lujo que, como dice el Libro Santo, ni Salomón en toda su grandeza pudo imaginar; en su atuendo simple se reflejaba más la belleza de su espíritu que la tela sencilla con que estaba tejido. Y aunque no recuerdo su textura ni sus colores, mi corazón conserva su imagen limpia y bella como el irisado caleidoscopio con que resplandecía su alma, generosa y buena, cuando me llevaba de la mano a la iglesia.

Así era mi madre, bendita madre cuyo recuerdo añoro, mientras bendigo emocionado su memoria, y su mirada de luz, aún presente en el filo del tiempo, opaca la constelación más brillante, porque su belleza interior es como vandálica explosión de colores en el universo silencioso ante mi perenne gratitud y asombro.

EL RECUERDO DE UNA MADRE

Para María:

Madre admirable

siempre amada,

jamás olvidada…

Para las madres ausentes, cuyo recuerdo aún vive en el corazón agradecido de sus hijos.