/ domingo 5 de julio de 2020

La pasión y la gloria

La mayor gloria del hombre –dijo un pensador– consiste en trabajar por una causa tal, que lo trascienda”. La historia se ha encargado de confirmar esta verdad haciéndola viva en esa pléyade de héroes, santos y hombres de bien, cuyos ideales han sido superiores a ellos mismos, así como a su afán por realizarlos.

Como si fuera una receta inscrita en su código genético, visible aún en los pliegues más profundos de la conciencia, los seres humanos andamos siempre en busca de esa trascendencia. Evolucionados hasta cierto grado de inteligencia y raciocinio, deseamos no ser meros espectadores del universo y dejar que pase simplemente ante nuestros ojos, sino convertirnos en sus actores y dejar nuestra huella en él. Sabemos con certeza que habremos de morir dejando aún metas por cumplir. Y por eso, en el breve tiempo de nuestro existir, tenemos la magnífica oportunidad de realizar al menos algunas de las muchas potencialidades recibidas al nacer, y que se encuentran aún inacabadas.

En nuestra lucha por entender la naturaleza esencial de todo lo que somos y hacemos, nos enfrentamos al dilema de vivir sabiamente nuestra vida o permitir que necia se deslice frente a nosotros sin hacer algo que contribuya a su realización. Muchos, renegando de su temporalidad, abandonan la lucha, argumentando la inutilidad de su esfuerzo. Otros en cambio, intentan al menos construir en la medida que pueden, la imagen que de sí mismos quieren dejar en favor de los demás, cuando ya no estén.

La mejor y tal vez la única forma que tenemos los humanos para lograr la trascendencia es la pasión. Sin este ingrediente fundamental nuestra existencia sería tan sólo un diseño sin forma definida en el que fatalmente pueden inscribirse todas las calamidades y despropósitos que por nuestra desidia fuimos incapaces de contener. Sin la pasión por lo que se es o lo que se hace, la mediocridad sería el destino humano y todos viviríamos de una manera superficial e indiferente. Sin la pasión nada valdría la pena y, por lo tanto, esa misma nada sería nuestro destino. Los sueños, la osadía y la visión acabarían sepultadas en el conformismo de una humanidad sin esperanza ni sentido de búsqueda.

Pero afortunadamente debido a esa pasión, hay quienes, aun en tiempos difíciles y fieles a su llamado en favor de la vida, rescatan a los enfermos de la muerte sacrificando para ello su tiempo y hasta su descanso; existen todavía los que luchan por vencer las tinieblas de la ignorancia hasta en aquellos que se resisten a hacerlo; por la pasión hay quienes se dedican a tender puentes de solidaridad en favor de los demás, conscientes de que comparten la misma fragilidad y a pesar de que se sienten agobiados por la misma debilidad, no se permitieron perder el entusiasmo por dejar este mundo mejor de cómo lo encontraron. Porque al final del día, es verdad que la pasión es la que inspiró a los héroes a darnos patria; es por ella que el administrador, el comerciante, el campesino, el obrero y el alto ejecutivo construyen cada uno desde su propia trinchera los espacios y los caminos que habremos de seguir los demás, contagiados por esa pasión por la que son impulsados al logro.

Pero, para que nos haga trascender, la pasión debe estar siempre encauzada hacia el bien y la virtud. Por eso Tomás de Aquino decía que “el querer, para que sea bueno, debe ser de lo bueno”. El trabajo debe apasionarnos mientras no se haga nuestro amo; apasionarse por la ciencia, el descubrimiento, la innovación y el progreso tecnológico es bueno, mientras no nos hagan solitarios; y el amor mismo, convertido en obsesión, sólo esclaviza y no nos hace libres, como de él cabría esperarse.

La pasión mal entendida puede convertirse en un vivir errado. Porque sabemos que incluso en lo sublime, como sucede con el amor por los hijos, ella puede cegar nuestra objetividad, cuando de corregir su conducta se trata. Por eso deseamos gobernantes cuya pasión sea servir, no el beneficio personal, maestros apasionados por educar integralmente a sus alumnos, no meros funcionarios o gestores de datos académicos y ministros religiosos preocupados por ayudar a los demás, no burócratas del ramo de las almas. Una pasión mal entendida obnubila el corazón humano; nos da una visión miope y valorativamente enfermiza de la realidad cual siempre termina por atropellar lo que sea, con tal de lograr la propia satisfacción, casi siempre vana e infructífera.

La pasión debe ser la lucha por permanecer, permitiendo al mismo tiempo que el logro sea más perdurable que nosotros mismos, pues es sólo ella, cuando es bien entendida, la que nos podrá llevar a la auténtica plenitud. Toda pasión que no vincule nuestro cuerpo con nuestro espíritu, nuestras aspiraciones con nuestra esencia primordial y nuestros sueños con nuestra dignidad, será sólo fuego fatuo sin aspiraciones de lumbre, que no dará ni luz ni calor y se apagará un día sin remedio.

Los antiguos griegos no escribían esquelas para sus muertos. Solo hacían sobre ellos una sencilla pregunta: “¿Tuvo pasión?” La razón de esta interrogante existencial es que describe la verdadera grandeza del espíritu humano. En griego la palabra “entusiasmo” significa “estar en Dios”. Por eso el entusiasmo con que hacemos algo es una forma de endiosamiento que al final del día constituye nuestra misma gloria: apasionarse es poder encontrar el valor de lo divino, pero sin renunciar a nuestra dimensión humana, ya que es por ambas que somos verdaderamente definidos.

La mayor gloria del hombre –dijo un pensador– consiste en trabajar por una causa tal, que lo trascienda”. La historia se ha encargado de confirmar esta verdad haciéndola viva en esa pléyade de héroes, santos y hombres de bien, cuyos ideales han sido superiores a ellos mismos, así como a su afán por realizarlos.

Como si fuera una receta inscrita en su código genético, visible aún en los pliegues más profundos de la conciencia, los seres humanos andamos siempre en busca de esa trascendencia. Evolucionados hasta cierto grado de inteligencia y raciocinio, deseamos no ser meros espectadores del universo y dejar que pase simplemente ante nuestros ojos, sino convertirnos en sus actores y dejar nuestra huella en él. Sabemos con certeza que habremos de morir dejando aún metas por cumplir. Y por eso, en el breve tiempo de nuestro existir, tenemos la magnífica oportunidad de realizar al menos algunas de las muchas potencialidades recibidas al nacer, y que se encuentran aún inacabadas.

En nuestra lucha por entender la naturaleza esencial de todo lo que somos y hacemos, nos enfrentamos al dilema de vivir sabiamente nuestra vida o permitir que necia se deslice frente a nosotros sin hacer algo que contribuya a su realización. Muchos, renegando de su temporalidad, abandonan la lucha, argumentando la inutilidad de su esfuerzo. Otros en cambio, intentan al menos construir en la medida que pueden, la imagen que de sí mismos quieren dejar en favor de los demás, cuando ya no estén.

La mejor y tal vez la única forma que tenemos los humanos para lograr la trascendencia es la pasión. Sin este ingrediente fundamental nuestra existencia sería tan sólo un diseño sin forma definida en el que fatalmente pueden inscribirse todas las calamidades y despropósitos que por nuestra desidia fuimos incapaces de contener. Sin la pasión por lo que se es o lo que se hace, la mediocridad sería el destino humano y todos viviríamos de una manera superficial e indiferente. Sin la pasión nada valdría la pena y, por lo tanto, esa misma nada sería nuestro destino. Los sueños, la osadía y la visión acabarían sepultadas en el conformismo de una humanidad sin esperanza ni sentido de búsqueda.

Pero afortunadamente debido a esa pasión, hay quienes, aun en tiempos difíciles y fieles a su llamado en favor de la vida, rescatan a los enfermos de la muerte sacrificando para ello su tiempo y hasta su descanso; existen todavía los que luchan por vencer las tinieblas de la ignorancia hasta en aquellos que se resisten a hacerlo; por la pasión hay quienes se dedican a tender puentes de solidaridad en favor de los demás, conscientes de que comparten la misma fragilidad y a pesar de que se sienten agobiados por la misma debilidad, no se permitieron perder el entusiasmo por dejar este mundo mejor de cómo lo encontraron. Porque al final del día, es verdad que la pasión es la que inspiró a los héroes a darnos patria; es por ella que el administrador, el comerciante, el campesino, el obrero y el alto ejecutivo construyen cada uno desde su propia trinchera los espacios y los caminos que habremos de seguir los demás, contagiados por esa pasión por la que son impulsados al logro.

Pero, para que nos haga trascender, la pasión debe estar siempre encauzada hacia el bien y la virtud. Por eso Tomás de Aquino decía que “el querer, para que sea bueno, debe ser de lo bueno”. El trabajo debe apasionarnos mientras no se haga nuestro amo; apasionarse por la ciencia, el descubrimiento, la innovación y el progreso tecnológico es bueno, mientras no nos hagan solitarios; y el amor mismo, convertido en obsesión, sólo esclaviza y no nos hace libres, como de él cabría esperarse.

La pasión mal entendida puede convertirse en un vivir errado. Porque sabemos que incluso en lo sublime, como sucede con el amor por los hijos, ella puede cegar nuestra objetividad, cuando de corregir su conducta se trata. Por eso deseamos gobernantes cuya pasión sea servir, no el beneficio personal, maestros apasionados por educar integralmente a sus alumnos, no meros funcionarios o gestores de datos académicos y ministros religiosos preocupados por ayudar a los demás, no burócratas del ramo de las almas. Una pasión mal entendida obnubila el corazón humano; nos da una visión miope y valorativamente enfermiza de la realidad cual siempre termina por atropellar lo que sea, con tal de lograr la propia satisfacción, casi siempre vana e infructífera.

La pasión debe ser la lucha por permanecer, permitiendo al mismo tiempo que el logro sea más perdurable que nosotros mismos, pues es sólo ella, cuando es bien entendida, la que nos podrá llevar a la auténtica plenitud. Toda pasión que no vincule nuestro cuerpo con nuestro espíritu, nuestras aspiraciones con nuestra esencia primordial y nuestros sueños con nuestra dignidad, será sólo fuego fatuo sin aspiraciones de lumbre, que no dará ni luz ni calor y se apagará un día sin remedio.

Los antiguos griegos no escribían esquelas para sus muertos. Solo hacían sobre ellos una sencilla pregunta: “¿Tuvo pasión?” La razón de esta interrogante existencial es que describe la verdadera grandeza del espíritu humano. En griego la palabra “entusiasmo” significa “estar en Dios”. Por eso el entusiasmo con que hacemos algo es una forma de endiosamiento que al final del día constituye nuestra misma gloria: apasionarse es poder encontrar el valor de lo divino, pero sin renunciar a nuestra dimensión humana, ya que es por ambas que somos verdaderamente definidos.