/ domingo 26 de septiembre de 2021

Ser alguien

Parecería que, desde que nació, todos a su alrededor se hubieran puesto de acuerdo para inspirarle tenazmente que debía ser alguien.

Todos conspiraron para que lograra triunfar en la vida, para que no fuera un don nadie y se realizara según los requerimientos sociales generalmente aceptados. Y llegará así a ser finalmente alguien.

Según los parámetros estrictos de la sociedad moderna, eso significaba ser llamado con singular respeto, agregar a su nombre muchas letras, señal inequívoca de que sabía bastante y tener la devoción y la admiración de los demás. Y en algunos casos hasta el temor de algunos.

Así que desde que llegó a este mundo, la ropa con que le vistieron, la cuna que le compraron, la carreola en que le pasearon y las cadenas con que desde entonces le empezaron a amarrar al implacable espejo social, fueron el preludio de que sin duda sería alguien el día de mañana.

Claro es que, para entonces, él todavía no entendía absolutamente nada de esto. Su mirada era aún inocente, su sonrisa limpia y su asombro inconmensurable como su alma, aún no contaminada por el significado que casi todos le daban a ser alguien, puesto que de alguna forma él intuía que ya lo era, al ser único e irrepetible, con el don maravilloso de la inmortalidad, herencia de Dios, quien en verdad sí quería que lo fuera.

Cuando llegó el tiempo de ir a la escuela, le fue cada vez más y más evidente que debía ser ese alguien que le habían inculcado. Y sus únicas formas de entenderlo no partieron entonces de su capacidad de integrarse y aceptar al otro; ni de su socialización y solidaridad con los demás, sino del coche en que lo llevaron, de la escuela donde fue inscrito, de la ropa que usaba, su mochila y su lonchera, sus tenis y de todo aquello que, así como lo veía, lo colocaba a años luz de muchos que iban a otras escuelas en transporte público y no tenían para ropa de marca. Y entonces se afianzó aún más en su mente la idea de que, probablemente, estaba ya en el camino que le llevaría a ser alguien.

Cuando fue a la universidad le imbuyeron hasta el cansancio la importancia de ser líder, emprendedor, creativo, brillante en el desempeño de su carrera profesional y constructor de un mejor país; edificador de redes administrativas, promotor de una filosofía democrática, pilar de su comunidad y un eficiente competidor en el mercado global. Al fin y al cabo a esa generación pertenecía, a la de la vanguardia tecnológica, la disrupción y los automóviles autónomos. No pertenecer a ella sería considerado un fracaso y hundirse por tanto en la mediocridad. Y ya para entonces su condicionamiento para ser alguien estaba firmemente enraizado en su mente y en su alma y sus aspiraciones iban sin remedio por ese camino.

Y claro es que todo ello era maravilloso y hubiera sido necio eliminar de ese hombre su sed natural por ser alguien, ya que es una aspiración innata en la naturaleza humana. Pero ojalá juntamente con ella le hubieran infundido, también desde que nació, ser también alguien para los demás. Que junto con las exigencias del espejo social, tan apremiantes, le hubieran enseñado primero a ser, servir y trascender y le dijeran que así podría ser alguien también.

Que le hubieran advertido que de nada le serviría tener, si tenía mal; que le hubieran enseñado que dar y darse es también ser un triunfador; que hay más placer en otorgar que en recibir; que ser una persona comprometida significa muchas veces el sacrificio del tener, que compartir es mejor que ser un solitario egoísta y que se puede triunfar en medio de los demás, pero sin tener que pasar por encima de ellos, pisoteándolos.

Ojalá que además de mostrarle todos los artificios que hemos creado para sentirnos importantes, como estar las páginas de los periódicos, o merecer reconocimientos por ser los mejores, también le hubiéramos enseñado que se puede ser reconocido por la bondad, la solidaridad, el afecto y la ternura, y que la generosidad es la verdadera llave del ser alguien y no solamente el cúmulo de los algo. Que hubiera aprendido que la verdadera amistad es más resistente que el oro; que el amor es más fuerte que muchos vendavales políticos y que Dios sin duda bendice a quien además de ser alguien para el espejo social, lo es también para quien un día lo necesitó y él estuvo ahí.

Porque no todos podremos, es cierto, ser millonarios o líderes o íconos referentes de la elegancia, pero sí podemos ser bondadosos, compasivos y transparentes. No todos podremos genios disruptores o administradores geniales, pero podemos ser excelentes padres, grandes conversadores con los hijos, compañeros de trabajo buenos y eficientes, y así sabiamente combinar ser un triunfador, con un exitoso ser humano, cálido y decente.

Un filósofo escribió alguna vez: “Tanto me dijeron que tenía que ser alguien, que ahora que lo soy, me doy cuenta de que ese alguien no soy yo” La pérdida del rumbo se debe a que muchas veces buscamos satisfacer a los demás antes que a nuestros sueños. Y por realizar solo lo que los demás quieren, nos olvidamos de lo que en realidad nosotros queremos y lo que deberíamos ser, para lo que fuimos llamados desde el mismo día en que nacimos y que es la plenitud que supone realizarnos íntegramente, como seres humanos hechos para más.

SER ALGUIEN

“Un hombre nunca dice todo

de sí mismo. Pero ponle una máscara

y te dirá quién es en verdad…”

Oscar Wilde

Parecería que, desde que nació, todos a su alrededor se hubieran puesto de acuerdo para inspirarle tenazmente que debía ser alguien.

Todos conspiraron para que lograra triunfar en la vida, para que no fuera un don nadie y se realizara según los requerimientos sociales generalmente aceptados. Y llegará así a ser finalmente alguien.

Según los parámetros estrictos de la sociedad moderna, eso significaba ser llamado con singular respeto, agregar a su nombre muchas letras, señal inequívoca de que sabía bastante y tener la devoción y la admiración de los demás. Y en algunos casos hasta el temor de algunos.

Así que desde que llegó a este mundo, la ropa con que le vistieron, la cuna que le compraron, la carreola en que le pasearon y las cadenas con que desde entonces le empezaron a amarrar al implacable espejo social, fueron el preludio de que sin duda sería alguien el día de mañana.

Claro es que, para entonces, él todavía no entendía absolutamente nada de esto. Su mirada era aún inocente, su sonrisa limpia y su asombro inconmensurable como su alma, aún no contaminada por el significado que casi todos le daban a ser alguien, puesto que de alguna forma él intuía que ya lo era, al ser único e irrepetible, con el don maravilloso de la inmortalidad, herencia de Dios, quien en verdad sí quería que lo fuera.

Cuando llegó el tiempo de ir a la escuela, le fue cada vez más y más evidente que debía ser ese alguien que le habían inculcado. Y sus únicas formas de entenderlo no partieron entonces de su capacidad de integrarse y aceptar al otro; ni de su socialización y solidaridad con los demás, sino del coche en que lo llevaron, de la escuela donde fue inscrito, de la ropa que usaba, su mochila y su lonchera, sus tenis y de todo aquello que, así como lo veía, lo colocaba a años luz de muchos que iban a otras escuelas en transporte público y no tenían para ropa de marca. Y entonces se afianzó aún más en su mente la idea de que, probablemente, estaba ya en el camino que le llevaría a ser alguien.

Cuando fue a la universidad le imbuyeron hasta el cansancio la importancia de ser líder, emprendedor, creativo, brillante en el desempeño de su carrera profesional y constructor de un mejor país; edificador de redes administrativas, promotor de una filosofía democrática, pilar de su comunidad y un eficiente competidor en el mercado global. Al fin y al cabo a esa generación pertenecía, a la de la vanguardia tecnológica, la disrupción y los automóviles autónomos. No pertenecer a ella sería considerado un fracaso y hundirse por tanto en la mediocridad. Y ya para entonces su condicionamiento para ser alguien estaba firmemente enraizado en su mente y en su alma y sus aspiraciones iban sin remedio por ese camino.

Y claro es que todo ello era maravilloso y hubiera sido necio eliminar de ese hombre su sed natural por ser alguien, ya que es una aspiración innata en la naturaleza humana. Pero ojalá juntamente con ella le hubieran infundido, también desde que nació, ser también alguien para los demás. Que junto con las exigencias del espejo social, tan apremiantes, le hubieran enseñado primero a ser, servir y trascender y le dijeran que así podría ser alguien también.

Que le hubieran advertido que de nada le serviría tener, si tenía mal; que le hubieran enseñado que dar y darse es también ser un triunfador; que hay más placer en otorgar que en recibir; que ser una persona comprometida significa muchas veces el sacrificio del tener, que compartir es mejor que ser un solitario egoísta y que se puede triunfar en medio de los demás, pero sin tener que pasar por encima de ellos, pisoteándolos.

Ojalá que además de mostrarle todos los artificios que hemos creado para sentirnos importantes, como estar las páginas de los periódicos, o merecer reconocimientos por ser los mejores, también le hubiéramos enseñado que se puede ser reconocido por la bondad, la solidaridad, el afecto y la ternura, y que la generosidad es la verdadera llave del ser alguien y no solamente el cúmulo de los algo. Que hubiera aprendido que la verdadera amistad es más resistente que el oro; que el amor es más fuerte que muchos vendavales políticos y que Dios sin duda bendice a quien además de ser alguien para el espejo social, lo es también para quien un día lo necesitó y él estuvo ahí.

Porque no todos podremos, es cierto, ser millonarios o líderes o íconos referentes de la elegancia, pero sí podemos ser bondadosos, compasivos y transparentes. No todos podremos genios disruptores o administradores geniales, pero podemos ser excelentes padres, grandes conversadores con los hijos, compañeros de trabajo buenos y eficientes, y así sabiamente combinar ser un triunfador, con un exitoso ser humano, cálido y decente.

Un filósofo escribió alguna vez: “Tanto me dijeron que tenía que ser alguien, que ahora que lo soy, me doy cuenta de que ese alguien no soy yo” La pérdida del rumbo se debe a que muchas veces buscamos satisfacer a los demás antes que a nuestros sueños. Y por realizar solo lo que los demás quieren, nos olvidamos de lo que en realidad nosotros queremos y lo que deberíamos ser, para lo que fuimos llamados desde el mismo día en que nacimos y que es la plenitud que supone realizarnos íntegramente, como seres humanos hechos para más.

SER ALGUIEN

“Un hombre nunca dice todo

de sí mismo. Pero ponle una máscara

y te dirá quién es en verdad…”

Oscar Wilde