/ martes 11 de mayo de 2021

Cambiavía | Crecer, soñar, cambiar

A quién no le gustaría ser emprendedor, soñador, aventurero, investigador. Quién no desearía sonreír siempre, sin miedos, tener una capacidad de asombro ante las cosas más simples de la vida, ser una persona segura, sin complejos, en suma, sentirse siempre feliz a la menor provocación. Claro que a todos nos gustaría acercarnos a ese tipo de paraíso interior. Alejarnos por siempre de nuestros infiernos y mirar hacia adelante con las manos llenas de esperanza.

Sin embargo, muchas personas padecen una condición de infelicidad provocada por múltiples factores, la mayoría de los cuales tienen carta de nacimiento allá en los primeros años de la existencia. Si bien es cierto que la primera manifestación es el llanto, aquel que se derrama para entrar a la vida, pronto se convierte en alegría y dormimos como los verdaderos ángeles. Sin ningún temor, dormimos mucho y soñamos. Cuando contamos nuestros primeros cuatro o cinco octubres, las cosas empiezan a cambiar. Algo pasa a nuestro alrededor. La convivencia con nuestros padres, nuestros hermanos, con los familiares cercanos, las encargadas de la guardería, los amiguitos de la infancia, todos ellos intervienen de manera positiva o negativa en nuestra forma de ser, en nuestro carácter. Lo que oímos y vemos afecta lo que pensamos y lo que decimos. Por eso es tan evidente el sabio consejo actualizado: “Garbage in, garbage out”, que traducido al español significa literalmente “Basura entra, basura sale”; es decir, todo lo que es intervenido pro los sentidos se queda adentro y, en consecuencia, lógica, sale por la boca o por nuestras acciones.

La infancia es un momento crucial de nuestras vidas. En ese momento lo que “entra” se queda y si persistimos en ello, será muy difícil que, interiormente, se transforme en otra cosa, al menos en algo bueno. Si recordamos nuestra infancia podemos observar que éramos niños “inquietos”, decididos a todo. A cazar una rana, a mojarnos bajo la lluvia, a entregar nuestra manzana a la maestra de primero de primaria de la que más de uno estábamos enamorados. La fantasía y las ilusiones no tenían medida. Todo parecía ir muy bien. Era tan fácil soñar y tener la absoluta seguridad de que conseguiríamos todo aquello que pasaba por nuestros pensamientos. Infortunadamente “aquellas pequeñas cosas” que nos proporcionaban tanta felicidad y que nos ponían la autoestima por los cielos, poco a poco empezaba a derrumbarse, sin sentirlo, sin darnos cuenta, o quizás sí, pero no había manera de frenar aquella cruenta batalla que se nos había declarado unilateralmente. Porque en la casa nuestros padres y hermanos, los familiares cercanos, los maestros en las escuelas, nuestros amigos y prácticamente cualquiera con dos pies, nos cambiaron el “chip” y nos empezaron a reprogramar: si no teníamos miedo, a tenerlo, si creíamos en la esperanza a ser pesimistas, si reíamos mucho a ser más “serios”, si éramos aventureros a permanecer estáticos, si creíamos en el amor a verlo como algo imposible. Porque todo era: “te la estoy guardando”, “tú no puedes hacer eso”; cuántas veces oímos una y otra vez: “te vas a caer”, “si te mojas te vas a enfermar”, “esa mujer no es para ti, no es de tu clase”, “no te imagino como arquitecto, deberías estudiar una carrera corta”,

“siempre se te olvida todo”, “eres un bruto”, “la felicidad no existe”, “solo los ricos son felices”, “no vas a poder”. Tampoco faltaba esa expresión tan desdichada: “pobrecito”. Cómo no recordar esas escenas tan comunes en nuestras vidas: “pobrecito, no ves que le dolió”, “pobrecito, se quedó sin novia”, “pobrecito, sufre tanto”, “pobrecito, no ves que no puede”, “ay pobrecito, se tiene que levantar tan temprano”, “pobrecito, es que le dio miedo” y muchos etcéteras de pobrecitos más. En la medida en que íbamos creciendo, se apagaba todo aquello que nos caracterizó cuando éramos niños: la risa, la aventura, la ensoñación, la decisión, la seguridad. Crecimos con un chip equivocado y lleno de malos presagios. Cambiamos radicalmente nuestra manera de ser y de pensar. ¿Nos hicimos malos?

La vida de un ser humano es tan preciosa y tan delicada que muchas veces no sabemos cómo encauzar a nuestros hijos. A partir de nuestra propia experiencia de vida tratamos de educarlos, de formarlos. A veces repitiendo los mismos esquemas que aprendimos, a veces haciendo todo lo contrario.

Recuerdo, ahora que escribo, una historia muy hermosa, la de la vida de una mariposa: cuando era apenas una crisálida y estaba naciendo a alguien se le ocurrió ayudarla a liberar sus alas. Parecía que ella no lo podría conseguir por sí misma. Tal acción, buena en principio, provocó que al ya no tener que luchar no segregara unos líquidos necesarios para fortalecer sus alas, y vitales para su crecimiento. Por lo tanto, esa mariposa ya no podría valerse por sí misma y muy pronto moriría.

Con nuestros hijos pasa lo mismo, como dice el gran maestro Serrat: “nos empeñamos en dirigir sus vidas” pero nos olvidamos que “nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día nos digan adiós”. Así que lo mejor que podemos hacer por los niños y las niñas es conseguir que nunca dejen de soñar y de creer en todo aquello que en la infancia era posible.

Nada ganaremos si, de antemano, queremos imponerles un estilo de vida. Si nos empeñamos en dirigir sus vidas, lo más que haremos será liberarlos de la pupa, pero no aprenderán a volar. Hay que sobreponernos a nuestros miedos y creencias. Porque la vida que ellos enfrentarán nada tiene que ver con lo que hicimos o dejamos de hacer. Pero, a fin de cuentas, me parece que lo más importante es que se debe trabajar sin descanso en la autoestima y en la independencia desde la niñez. Ya se sabe que en la formación de los hijos e hijas no existen recetas. Cada quien elabora la suya, agréguenle una cucharadita de motivación y otra de autoestima. Creo que por lo menos serán más seguros y aventurados y quizá hasta ser felices.

A quién no le gustaría ser emprendedor, soñador, aventurero, investigador. Quién no desearía sonreír siempre, sin miedos, tener una capacidad de asombro ante las cosas más simples de la vida, ser una persona segura, sin complejos, en suma, sentirse siempre feliz a la menor provocación. Claro que a todos nos gustaría acercarnos a ese tipo de paraíso interior. Alejarnos por siempre de nuestros infiernos y mirar hacia adelante con las manos llenas de esperanza.

Sin embargo, muchas personas padecen una condición de infelicidad provocada por múltiples factores, la mayoría de los cuales tienen carta de nacimiento allá en los primeros años de la existencia. Si bien es cierto que la primera manifestación es el llanto, aquel que se derrama para entrar a la vida, pronto se convierte en alegría y dormimos como los verdaderos ángeles. Sin ningún temor, dormimos mucho y soñamos. Cuando contamos nuestros primeros cuatro o cinco octubres, las cosas empiezan a cambiar. Algo pasa a nuestro alrededor. La convivencia con nuestros padres, nuestros hermanos, con los familiares cercanos, las encargadas de la guardería, los amiguitos de la infancia, todos ellos intervienen de manera positiva o negativa en nuestra forma de ser, en nuestro carácter. Lo que oímos y vemos afecta lo que pensamos y lo que decimos. Por eso es tan evidente el sabio consejo actualizado: “Garbage in, garbage out”, que traducido al español significa literalmente “Basura entra, basura sale”; es decir, todo lo que es intervenido pro los sentidos se queda adentro y, en consecuencia, lógica, sale por la boca o por nuestras acciones.

La infancia es un momento crucial de nuestras vidas. En ese momento lo que “entra” se queda y si persistimos en ello, será muy difícil que, interiormente, se transforme en otra cosa, al menos en algo bueno. Si recordamos nuestra infancia podemos observar que éramos niños “inquietos”, decididos a todo. A cazar una rana, a mojarnos bajo la lluvia, a entregar nuestra manzana a la maestra de primero de primaria de la que más de uno estábamos enamorados. La fantasía y las ilusiones no tenían medida. Todo parecía ir muy bien. Era tan fácil soñar y tener la absoluta seguridad de que conseguiríamos todo aquello que pasaba por nuestros pensamientos. Infortunadamente “aquellas pequeñas cosas” que nos proporcionaban tanta felicidad y que nos ponían la autoestima por los cielos, poco a poco empezaba a derrumbarse, sin sentirlo, sin darnos cuenta, o quizás sí, pero no había manera de frenar aquella cruenta batalla que se nos había declarado unilateralmente. Porque en la casa nuestros padres y hermanos, los familiares cercanos, los maestros en las escuelas, nuestros amigos y prácticamente cualquiera con dos pies, nos cambiaron el “chip” y nos empezaron a reprogramar: si no teníamos miedo, a tenerlo, si creíamos en la esperanza a ser pesimistas, si reíamos mucho a ser más “serios”, si éramos aventureros a permanecer estáticos, si creíamos en el amor a verlo como algo imposible. Porque todo era: “te la estoy guardando”, “tú no puedes hacer eso”; cuántas veces oímos una y otra vez: “te vas a caer”, “si te mojas te vas a enfermar”, “esa mujer no es para ti, no es de tu clase”, “no te imagino como arquitecto, deberías estudiar una carrera corta”,

“siempre se te olvida todo”, “eres un bruto”, “la felicidad no existe”, “solo los ricos son felices”, “no vas a poder”. Tampoco faltaba esa expresión tan desdichada: “pobrecito”. Cómo no recordar esas escenas tan comunes en nuestras vidas: “pobrecito, no ves que le dolió”, “pobrecito, se quedó sin novia”, “pobrecito, sufre tanto”, “pobrecito, no ves que no puede”, “ay pobrecito, se tiene que levantar tan temprano”, “pobrecito, es que le dio miedo” y muchos etcéteras de pobrecitos más. En la medida en que íbamos creciendo, se apagaba todo aquello que nos caracterizó cuando éramos niños: la risa, la aventura, la ensoñación, la decisión, la seguridad. Crecimos con un chip equivocado y lleno de malos presagios. Cambiamos radicalmente nuestra manera de ser y de pensar. ¿Nos hicimos malos?

La vida de un ser humano es tan preciosa y tan delicada que muchas veces no sabemos cómo encauzar a nuestros hijos. A partir de nuestra propia experiencia de vida tratamos de educarlos, de formarlos. A veces repitiendo los mismos esquemas que aprendimos, a veces haciendo todo lo contrario.

Recuerdo, ahora que escribo, una historia muy hermosa, la de la vida de una mariposa: cuando era apenas una crisálida y estaba naciendo a alguien se le ocurrió ayudarla a liberar sus alas. Parecía que ella no lo podría conseguir por sí misma. Tal acción, buena en principio, provocó que al ya no tener que luchar no segregara unos líquidos necesarios para fortalecer sus alas, y vitales para su crecimiento. Por lo tanto, esa mariposa ya no podría valerse por sí misma y muy pronto moriría.

Con nuestros hijos pasa lo mismo, como dice el gran maestro Serrat: “nos empeñamos en dirigir sus vidas” pero nos olvidamos que “nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día nos digan adiós”. Así que lo mejor que podemos hacer por los niños y las niñas es conseguir que nunca dejen de soñar y de creer en todo aquello que en la infancia era posible.

Nada ganaremos si, de antemano, queremos imponerles un estilo de vida. Si nos empeñamos en dirigir sus vidas, lo más que haremos será liberarlos de la pupa, pero no aprenderán a volar. Hay que sobreponernos a nuestros miedos y creencias. Porque la vida que ellos enfrentarán nada tiene que ver con lo que hicimos o dejamos de hacer. Pero, a fin de cuentas, me parece que lo más importante es que se debe trabajar sin descanso en la autoestima y en la independencia desde la niñez. Ya se sabe que en la formación de los hijos e hijas no existen recetas. Cada quien elabora la suya, agréguenle una cucharadita de motivación y otra de autoestima. Creo que por lo menos serán más seguros y aventurados y quizá hasta ser felices.