/ domingo 9 de agosto de 2020

El sembrador de ilusiones

Cuando decidió que quería dedicarse a sembrar, no hizo levantamientos de agrimensor experto para medir la amplitud y la topografía de su parcela, ni analizó el grado de humedad y fertilidad del suelo, ni pretendió condiciones privilegiadas de riego o exigió la proximidad de un río que garantizara la cosecha. Sólo se sentó en la tierra generosa con las manos en esos surcos que le habían sido dados en heredad, tomó las semillas sin cuestionar su calidad y soñó con la fastuosa fiesta de henchidas espigas que el esplendor de la siega daría alguna vez a sus manos como recompensa por sus sueños. Sabía que un día ante sus asombrados ojos despuntaría, dulce y apetecible, el fruto de su esfuerzo, fundamentalmente nacido de su generosidad y de su vocación por la enseñanza de la sabiduría.

Desde luego que dado lo ilógico de sus razonamientos, muchos lo consideraron iluso y tonto soñador, pues sólo un loco se atrevería a sembrar sin tener siquiera las condiciones mínimas para esperar una cosecha futura. Le habían dicho que debería rodearse de tecnología, lo más innovadora posible, que no estuviera esperanzado a la veleidad de la lluvia que por ser estacional a veces se retrasaba y que debía escoger concienzudamente las semillas, las mejores que hubiera, si quería deveras un rendimiento óptimo. Porque sin ello estaría condenado irremediablemente al fracaso, como lo está un pintor sin pinceles, un poeta sin metáforas o un profeta sin visión de futuro y así sólo cosecharía cardos y decepción. Pero él sonríó ante el escepticismo de todos diciendo que muchas veces lo que parece ser sabio para el hombre es una necedad para los sueños del hombre.

Desmontar aquel erial le significó, por principio de cuentas, muchas lastimaduras y heridas que a menudo sangraban. Arrancó de raíz la gobernadora y la cicuta de flor seductora pero nociva; limpió la cizaña que cruel ahogaba las yemas ingenuas; hizo a un lado las piedras que inhibían el paso de la humedad e impedían la eclosión de la semilla y finalmente hizo barreras para que no se lastimara el incipiente brotar de lo que había sembrado con alegre y confiada sonrisa.

Y así, sin sofisticados sistemas hidráulicos, ni canales de riego matemáticamente calculados, ni condiciones tecnológicas hechas a la medida, el sembrador hizo sus ingenuas aspersiones con el hisopo simple de su amor, aplicó el goteo constante de su palabra viva sobre la planta sencilla, que ya tenía aspiraciones de fruto temprano y controló la dañina maleza con su sola presencia activa, alerta y siempre vigilante, rehusándose a ser sustituido por químicos, que si bien proveían una apariencia de robustez en el fruto, dañaban el corazón de la espiga que vana se quebraría finalmente por la cintura. Él sabía que todos los ritos que rodean el acto de sembrar son importantes, mientras no se conviertan en la esencia del sembrar mismo, que no debe tener como meta otro horizonte sino la trascendencia.

Y con las semillas que le dieron, empleó simplemente la intangible pero sublime tecnología del amor constante y el don maravilloso de la ternura que redime. Y en cada una de las laderas desvalidas que le tocó redimir de la espina y de la ortiga, el sembrador puso con sencillez franciscana la inquietud de la ilusión y el obsequio de la fe con la cual todo puede explicarse, para que así muchos sueños se transformaran más tarde en la realidad de una vida plena, en aquellos que confiaron en su noble vocación por la siembra.

Y fue así que sembró ideas con la esperanza de que un día se tradujeran en acciones; sembró el ansia de saber para que un día otros supieran también; sembró jubiloso lo que ni vendaval, ni tormenta pudieran destruir o enfangar; puso horizontes y sueños de grandeza para que se multiplicaran en cada hombre que por él conociera la esperanza de saber; sembró la semilla inacabable con la cual otros sembradores enfrentarían su lucha por trascender el aquí y el ahora de la vida. Porque al fin y al cabo él era sólo eso: un simple sembrador de ilusiones, banal trivialidad en el apresurado ritmo de un mundo al que las utopías le parecen estériles por imprácticas, pero que paradójicamente, son la única justificación de la existencia humana.

Y en el silencio de la tarde, y roto sólo por la esquila que llama a la oración vespertina, el sembrador ahora contempla con gozo su cosecha de vidas, misterio incomprensible para el que no es capaz de ver también con el corazón. Y mecido en el viento rosa de la noche, ve ahora también con sorprendidos ojos, el mágico resplandor de la única lumbre que es capaz de incendiar el alma humana: la ley de la cosecha es que si siembras ilusiones tendrás más tarde fecundas espigas que a causa de tu sueño harán perenne el milagro del amor que todo lo vivifica.

Porque ahora se da cuenta, al final de su camino, que los únicos frutos realmente perdurables que pueden ser cosechados por el alma humana, son los que brotan de la ilusión del sembrador que anhela trascender este huerto terrenal en el que vive aprisionado, para poder así disfrutar el aroma de eternidad que todos llevamos como aspiración alucinada en nuestro corazón.

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In memoriam

César Ruiz de Aguirre

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EL SEMBRADOR DE ILUSIONES.

Rubén Núñez de Cáceres V.

Cuando decidió que quería dedicarse a sembrar, no hizo levantamientos de agrimensor experto para medir la amplitud y la topografía de su parcela, ni analizó el grado de humedad y fertilidad del suelo, ni pretendió condiciones privilegiadas de riego o exigió la proximidad de un río que garantizara la cosecha. Sólo se sentó en la tierra generosa con las manos en esos surcos que le habían sido dados en heredad, tomó las semillas sin cuestionar su calidad y soñó con la fastuosa fiesta de henchidas espigas que el esplendor de la siega daría alguna vez a sus manos como recompensa por sus sueños. Sabía que un día ante sus asombrados ojos despuntaría, dulce y apetecible, el fruto de su esfuerzo, fundamentalmente nacido de su generosidad y de su vocación por la enseñanza de la sabiduría.

Desde luego que dado lo ilógico de sus razonamientos, muchos lo consideraron iluso y tonto soñador, pues sólo un loco se atrevería a sembrar sin tener siquiera las condiciones mínimas para esperar una cosecha futura. Le habían dicho que debería rodearse de tecnología, lo más innovadora posible, que no estuviera esperanzado a la veleidad de la lluvia que por ser estacional a veces se retrasaba y que debía escoger concienzudamente las semillas, las mejores que hubiera, si quería deveras un rendimiento óptimo. Porque sin ello estaría condenado irremediablemente al fracaso, como lo está un pintor sin pinceles, un poeta sin metáforas o un profeta sin visión de futuro y así sólo cosecharía cardos y decepción. Pero él sonríó ante el escepticismo de todos diciendo que muchas veces lo que parece ser sabio para el hombre es una necedad para los sueños del hombre.

Desmontar aquel erial le significó, por principio de cuentas, muchas lastimaduras y heridas que a menudo sangraban. Arrancó de raíz la gobernadora y la cicuta de flor seductora pero nociva; limpió la cizaña que cruel ahogaba las yemas ingenuas; hizo a un lado las piedras que inhibían el paso de la humedad e impedían la eclosión de la semilla y finalmente hizo barreras para que no se lastimara el incipiente brotar de lo que había sembrado con alegre y confiada sonrisa.

Y así, sin sofisticados sistemas hidráulicos, ni canales de riego matemáticamente calculados, ni condiciones tecnológicas hechas a la medida, el sembrador hizo sus ingenuas aspersiones con el hisopo simple de su amor, aplicó el goteo constante de su palabra viva sobre la planta sencilla, que ya tenía aspiraciones de fruto temprano y controló la dañina maleza con su sola presencia activa, alerta y siempre vigilante, rehusándose a ser sustituido por químicos, que si bien proveían una apariencia de robustez en el fruto, dañaban el corazón de la espiga que vana se quebraría finalmente por la cintura. Él sabía que todos los ritos que rodean el acto de sembrar son importantes, mientras no se conviertan en la esencia del sembrar mismo, que no debe tener como meta otro horizonte sino la trascendencia.

Y con las semillas que le dieron, empleó simplemente la intangible pero sublime tecnología del amor constante y el don maravilloso de la ternura que redime. Y en cada una de las laderas desvalidas que le tocó redimir de la espina y de la ortiga, el sembrador puso con sencillez franciscana la inquietud de la ilusión y el obsequio de la fe con la cual todo puede explicarse, para que así muchos sueños se transformaran más tarde en la realidad de una vida plena, en aquellos que confiaron en su noble vocación por la siembra.

Y fue así que sembró ideas con la esperanza de que un día se tradujeran en acciones; sembró el ansia de saber para que un día otros supieran también; sembró jubiloso lo que ni vendaval, ni tormenta pudieran destruir o enfangar; puso horizontes y sueños de grandeza para que se multiplicaran en cada hombre que por él conociera la esperanza de saber; sembró la semilla inacabable con la cual otros sembradores enfrentarían su lucha por trascender el aquí y el ahora de la vida. Porque al fin y al cabo él era sólo eso: un simple sembrador de ilusiones, banal trivialidad en el apresurado ritmo de un mundo al que las utopías le parecen estériles por imprácticas, pero que paradójicamente, son la única justificación de la existencia humana.

Y en el silencio de la tarde, y roto sólo por la esquila que llama a la oración vespertina, el sembrador ahora contempla con gozo su cosecha de vidas, misterio incomprensible para el que no es capaz de ver también con el corazón. Y mecido en el viento rosa de la noche, ve ahora también con sorprendidos ojos, el mágico resplandor de la única lumbre que es capaz de incendiar el alma humana: la ley de la cosecha es que si siembras ilusiones tendrás más tarde fecundas espigas que a causa de tu sueño harán perenne el milagro del amor que todo lo vivifica.

Porque ahora se da cuenta, al final de su camino, que los únicos frutos realmente perdurables que pueden ser cosechados por el alma humana, son los que brotan de la ilusión del sembrador que anhela trascender este huerto terrenal en el que vive aprisionado, para poder así disfrutar el aroma de eternidad que todos llevamos como aspiración alucinada en nuestro corazón.

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In memoriam

César Ruiz de Aguirre

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EL SEMBRADOR DE ILUSIONES.

Rubén Núñez de Cáceres V.