/ domingo 8 de noviembre de 2020

Café Cultura | El agrisado Noviembre

En muchas regiones de nuestro país, noviembre va dejando atrás su halo ambarino, flor de cempasúchitl, flor de los cuatrocientos pétalos, misión de ornato y ritual, de exuberancia y cobijo; velas de cera encendidas que identifican la herencia prehispánica fiel y silenciosa, en la hondura de nuestras conciencias. Y el arco esperanzador del que penden alegóricos frutos de oscilante mensaje…

Sucederán cosas prodigiosas,

las aves hablarán

y en este tiempo llegará el árbol de la luz

y de la salud y del sustento.

En este mes undécimo y reflexivo, las hojas diarias del calendario parecen desprenderse con una premura inusitada, difuminando el recuerdo de la Revolución Mexicana con Villa y Zapata, frente al rostro rubicundo de Santa Clos. Los días se atropellan, cual, si fuese imperioso alcanzar la esplendente conclusión del año entre pinitos parpadeantes, regalos, buenos propósitos y abrazos... Las hojas del calendario/ cayeron una por una/ cuántos soles cuántas lunas/ para vivir la emoción…/ el último de noviembre/ y sentir la sensación/ del primer día de diciembre.

Pese a todo ello, el agrisado noviembre sonríe con maliciosa calma observando a la gente ensimismada, ausente. Sus lentos días parecen retomados de una témpera detrás de los ayeres. La íntima confinación de las horas novembrinas, exalta frente al espejo los instantes lejanos abriendo rendijas en el alma. Noviembre, evocación quimérica, entrelazo de nostálgica fiesta, escena de campanarios, de callejones empedrados que me inducen, en un afán melancólico, a retomar los textos del poeta amado:

“El mes adecuado para gozar, como dentro de un túmulo, de la magnánima neutralidad de la conciencia. Las constelaciones se deslizan con sigilo y figura de ensabanados, y a su ascética luz se precisa la zona impersonal del alma, la zona en que vaga el jugador de puro linaje, tomando la perspectiva de la ruleta.

Noviembre, pecera lívida en que los finados suben y bajan, aleccionándonos en la sabiduría de bogar sin tropiezo.

Noviembre, alguacil con tos, noche en que rueda sin mulas la tartana del infierno: sombrea de ciprés que abrocha la tapia con la banqueta, para aplastar al gallo de la Pasión, como a un zancudo entre las hojas de un libro de magia negra.

Noviembre, cuarto de hora del diablo, instante de la conversación, pájaro en pelecho, mujeres anegadas en el rosicler de la luna. Todo lo que late es terrible; pero el alma no se encarniza, porque no le interesa apostar. Noviembre, equidistante del deseo y del temor, prescinde del juego.

En torno de las tres ruletas, la de ayer, de hoy y de mañana, casi ningún trasnochador de buena crianza y de mediano temple, desafía a la fortuna.

¿A qué forzar los dones de los números mágicos? Quédese la capa en el domicilio de Putifar, no por voto de negativa pureza, sino de aristocrática inacción.

Intrigarnos en noviembre sería infausto. La intriga, vestida de terciopelo letal, se disimula en los quicios de las dos de la mañana. Franquea su cancela entre cumplimientos apagados. Sentada sobre las rodillas del visitante, pesa muy poco. Su cuello, al girar, remeda a la garrucha. Y cuando la impenitente mano del burlador desabotona el talle, húndese en una jaula de huesos.

Restan once meses de presagio menos duro. Ahora, el alma se abstiene de la apuesta, ahuecándose en el armazón de un catafalco”.

De El Minutero, Noviembre

Ramón López Velarde

En muchas regiones de nuestro país, noviembre va dejando atrás su halo ambarino, flor de cempasúchitl, flor de los cuatrocientos pétalos, misión de ornato y ritual, de exuberancia y cobijo; velas de cera encendidas que identifican la herencia prehispánica fiel y silenciosa, en la hondura de nuestras conciencias. Y el arco esperanzador del que penden alegóricos frutos de oscilante mensaje…

Sucederán cosas prodigiosas,

las aves hablarán

y en este tiempo llegará el árbol de la luz

y de la salud y del sustento.

En este mes undécimo y reflexivo, las hojas diarias del calendario parecen desprenderse con una premura inusitada, difuminando el recuerdo de la Revolución Mexicana con Villa y Zapata, frente al rostro rubicundo de Santa Clos. Los días se atropellan, cual, si fuese imperioso alcanzar la esplendente conclusión del año entre pinitos parpadeantes, regalos, buenos propósitos y abrazos... Las hojas del calendario/ cayeron una por una/ cuántos soles cuántas lunas/ para vivir la emoción…/ el último de noviembre/ y sentir la sensación/ del primer día de diciembre.

Pese a todo ello, el agrisado noviembre sonríe con maliciosa calma observando a la gente ensimismada, ausente. Sus lentos días parecen retomados de una témpera detrás de los ayeres. La íntima confinación de las horas novembrinas, exalta frente al espejo los instantes lejanos abriendo rendijas en el alma. Noviembre, evocación quimérica, entrelazo de nostálgica fiesta, escena de campanarios, de callejones empedrados que me inducen, en un afán melancólico, a retomar los textos del poeta amado:

“El mes adecuado para gozar, como dentro de un túmulo, de la magnánima neutralidad de la conciencia. Las constelaciones se deslizan con sigilo y figura de ensabanados, y a su ascética luz se precisa la zona impersonal del alma, la zona en que vaga el jugador de puro linaje, tomando la perspectiva de la ruleta.

Noviembre, pecera lívida en que los finados suben y bajan, aleccionándonos en la sabiduría de bogar sin tropiezo.

Noviembre, alguacil con tos, noche en que rueda sin mulas la tartana del infierno: sombrea de ciprés que abrocha la tapia con la banqueta, para aplastar al gallo de la Pasión, como a un zancudo entre las hojas de un libro de magia negra.

Noviembre, cuarto de hora del diablo, instante de la conversación, pájaro en pelecho, mujeres anegadas en el rosicler de la luna. Todo lo que late es terrible; pero el alma no se encarniza, porque no le interesa apostar. Noviembre, equidistante del deseo y del temor, prescinde del juego.

En torno de las tres ruletas, la de ayer, de hoy y de mañana, casi ningún trasnochador de buena crianza y de mediano temple, desafía a la fortuna.

¿A qué forzar los dones de los números mágicos? Quédese la capa en el domicilio de Putifar, no por voto de negativa pureza, sino de aristocrática inacción.

Intrigarnos en noviembre sería infausto. La intriga, vestida de terciopelo letal, se disimula en los quicios de las dos de la mañana. Franquea su cancela entre cumplimientos apagados. Sentada sobre las rodillas del visitante, pesa muy poco. Su cuello, al girar, remeda a la garrucha. Y cuando la impenitente mano del burlador desabotona el talle, húndese en una jaula de huesos.

Restan once meses de presagio menos duro. Ahora, el alma se abstiene de la apuesta, ahuecándose en el armazón de un catafalco”.

De El Minutero, Noviembre

Ramón López Velarde