/ sábado 9 de febrero de 2019

Borges

(Segunda y última parte)

Borges fue un laberinto, un Tiresias que si no sentenció el futuro, sí cantó a su presente –el presente es perpetuo, escribió Octavio Paz-, que es el presente universal de todos los hombres.

Quizá Borges se perdió en su laberinto, pero dejó rastros: sus muchos versos sabios donde podemos advertir que la salida está dentro de cada lector. Espejismo y realidad (Schopenhauer y Hegel al alimón), la poesía de Borges dibujó no un rostro sino un mundo, pero con la condición del tránsito perpetuo del instante. Movimiento ontológico por los territorios de la otredad, la confesión, la erudición y, sobre todo, por la enumeración del conocimiento universal del hombre, como lo señala en su texto “Poema de los dones”.

Si Orfeo es el cantor y el poeta por excelencia, y cuyo nombre provenía del fenicio “aur” (luz) y “rofae” (curación), siendo “el que curaba por la luz”, podemos anotar que el postrero Orfeo de nuestras letras hispánicas es Jorge Luis Borges, por la luz de sus versos que eran en verdad ideas precisas, innegables.

Si para los estoicos la libertad era la manera de actuar frente al destino, Borges fue, entonces, un estoico de las letras: sentó a la libertad en sus rodillas y cruzó con ella los espacios de la imaginación, de la ficción inteligente y de la poesía profundamente humana y abstracta.

Borges, antes que nada, fue un cantor porque cantando contó su mundo. Al cantar, el poeta Borges cantó a la historia y a las costumbres, cantó a la ciudad y al instante que se multiplica en otros instantes llamados patria, nación, pueblo. Cantar, siempre cantar, es la responsabilidad del poeta, del escritor.

Por la palabra somos, existimos. Ahora mismo, al nombrar a alguien que por años estuvo en nuestro olvido de pronto es que emerge, adquiere vida: la vida que le damos con las palabras de su nombre. Decir es hacer. Hacemos el mundo al nombrarlo, al recorrerlo con la voz, con la escritura. La palabra es poder. El mundo es poderoso si lo nombramos.

El nombre es la ruta para llegar a otros mundos acaso intransitables. El amor, Dios, la felicidad, mi tío José, los manuscritos de Baruch Spinoza sobre la infinitud, las torres gemelas del World Trade Center, el Quijote: nombres, nombres, accesos al símbolo, al pensamiento, al léxico que nos comprueba que la vida cabe en cuatro letras.

¿Todo es nombrable? Para un escritor como Borges sí. El argentino nos lo enseñó al querer construir, nombrar el Universo con las palabras.

¿Sirve de algo leer a un poeta como Borges en estos días en que la guerra, el terrorismo y la indiferencia palpitan fuertes? Yo creo que sí, para inventar la memoria literaria y así darle imaginación a la vida. Borges bosquejó una dualidad inherente –no sé si lo consiguió-: somos lo real y lo otro. Lo real que es la memoria; lo otro, la vida imaginada.

En la memoria nos resumimos y nos perpetuamos en la realidad que somos: nombre, eco, olvido, nada…

(Segunda y última parte)

Borges fue un laberinto, un Tiresias que si no sentenció el futuro, sí cantó a su presente –el presente es perpetuo, escribió Octavio Paz-, que es el presente universal de todos los hombres.

Quizá Borges se perdió en su laberinto, pero dejó rastros: sus muchos versos sabios donde podemos advertir que la salida está dentro de cada lector. Espejismo y realidad (Schopenhauer y Hegel al alimón), la poesía de Borges dibujó no un rostro sino un mundo, pero con la condición del tránsito perpetuo del instante. Movimiento ontológico por los territorios de la otredad, la confesión, la erudición y, sobre todo, por la enumeración del conocimiento universal del hombre, como lo señala en su texto “Poema de los dones”.

Si Orfeo es el cantor y el poeta por excelencia, y cuyo nombre provenía del fenicio “aur” (luz) y “rofae” (curación), siendo “el que curaba por la luz”, podemos anotar que el postrero Orfeo de nuestras letras hispánicas es Jorge Luis Borges, por la luz de sus versos que eran en verdad ideas precisas, innegables.

Si para los estoicos la libertad era la manera de actuar frente al destino, Borges fue, entonces, un estoico de las letras: sentó a la libertad en sus rodillas y cruzó con ella los espacios de la imaginación, de la ficción inteligente y de la poesía profundamente humana y abstracta.

Borges, antes que nada, fue un cantor porque cantando contó su mundo. Al cantar, el poeta Borges cantó a la historia y a las costumbres, cantó a la ciudad y al instante que se multiplica en otros instantes llamados patria, nación, pueblo. Cantar, siempre cantar, es la responsabilidad del poeta, del escritor.

Por la palabra somos, existimos. Ahora mismo, al nombrar a alguien que por años estuvo en nuestro olvido de pronto es que emerge, adquiere vida: la vida que le damos con las palabras de su nombre. Decir es hacer. Hacemos el mundo al nombrarlo, al recorrerlo con la voz, con la escritura. La palabra es poder. El mundo es poderoso si lo nombramos.

El nombre es la ruta para llegar a otros mundos acaso intransitables. El amor, Dios, la felicidad, mi tío José, los manuscritos de Baruch Spinoza sobre la infinitud, las torres gemelas del World Trade Center, el Quijote: nombres, nombres, accesos al símbolo, al pensamiento, al léxico que nos comprueba que la vida cabe en cuatro letras.

¿Todo es nombrable? Para un escritor como Borges sí. El argentino nos lo enseñó al querer construir, nombrar el Universo con las palabras.

¿Sirve de algo leer a un poeta como Borges en estos días en que la guerra, el terrorismo y la indiferencia palpitan fuertes? Yo creo que sí, para inventar la memoria literaria y así darle imaginación a la vida. Borges bosquejó una dualidad inherente –no sé si lo consiguió-: somos lo real y lo otro. Lo real que es la memoria; lo otro, la vida imaginada.

En la memoria nos resumimos y nos perpetuamos en la realidad que somos: nombre, eco, olvido, nada…