/ domingo 17 de marzo de 2024

El cumpleaños del perro / 97 años del autor de Cien años de soledad

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...” Así empieza, con esta prolepsis impecable, una de las novelas capitales del siglo XX en idioma español, Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez/ Aracataca, 1927, quien el próximo 17 de abril cumplirá diez años de fallecido en la Ciudad de México.

Cien años de soledad es la creación de un mundo –usando el verso de Drummond de Andrade- “vasto mundo”, definitivo, el de Macondo, a la vez un pueblo literario que cualquier pueblo del continente americano. A través de la dinastía de los Buendía, García Márquez urde una telaraña de historias donde los troncos originales, Úrsula y José Arcadio, prolongan su estirpe en un árbol genealógico poco más allá de cien años.

¿Constituye Cien años de soledad, en sí misma, el llamado Realismo Mágico? No, pero su contribución a esta corriente plástica-literaria ha sido definitiva. Sin Elena Garro, Carpentier, Onetti, Rulfo, no sería comprensible el estilo y las voces de la corriente adjudicada al autor de El siglo de las luces, Alejo Carpentier.

Pero, por su poderío verbal, imaginación desbordante y fantasía rica, la obra de García Márquez parecería absorber de manera contundente el Realismo Mágico y Lo Real Maravilloso. Pareciera que la historia de Macondo tiene constitución meramente de ficción, lo cierto es que la lectura, el análisis y las interpretaciones que la novela conllevan extrapola las fronteras del terreno literario. Macondo puede ser la geografía latinoamericana, la semilla del axioma bolivariano de “el pequeño género humano”. O también una alegoría potente del origen de un mundo ("El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.") ¿Cuál mundo? El que habita el hombre desde sus sueños, sus deseos y limitaciones existenciales. Los cien años de Macondo, del viejo Melquíades, que atestigua el último de los Buendía, Aureliano Babilonia, es el mismo tiempo contenido en las quinientas páginas del texto, pero también es el perteneciente a otro tiempo: el de la metáfora.

La ficción permite la entrada de la metáfora, que es la forma artística de la mentira. Toda obra literaria es una falacia, sin embargo, ¿de qué se vale el arte, cuando lo hay, para expresar a la vida real? De los otros habitantes de la verdad, como ha dicho Susan Sontag, es decir, de los sueños. Y Cien años de soledad es un texto plagado de sueños que, con el permiso de Freud, no está sólo sujeta a interpretaciones clínicas (lamentable error el hacerlo desde esa perspectiva nada más), sino a la tradición lingüística y literaria. Si algún sentido tiene la geografía macondiana es el de la novela orgánica, donde el mundo visible se yergue y se justifica en el mundo invisible; es decir, por el mundo de los sueños y el subconsciente. Si no, ¿cómo aceptar los casi 150 años de la vieja Úrsula, o las cotas de clarividencia del niño Aureliano Buendía, o las levitaciones a doce centímetros del cura Nicanor después de beber chocolate, o las apariciones rulfianas post mortem de José Arcadio, o el ascenso en cuerpo y alma de Remedios, la bella, al cielo que “ni los pájaros altos de la memoria podían alcanzarla”? ¿O cómo engullirse las mariposas amarillas cada vez que aparecía Mauricio Babilonia? ¿Y cómo aceptar el exterminio “tlatelolqueano” y la inexistencia de los tres mil cadáveres en un mitin contra las empresas bananeras instaladas en Macondo? Tal vez las respuestas no estén tanto en si es magia, realismo mágico, nigromancia, marxismo, tremendismo o misticismo el empleado por García Márquez. Una posible respuesta nos la da Gerald Gillespie, a propósito de su ensayo sobre la obra de Benito Pérez Galdós: “profundizar en la relación histórica y en la realidad subjetiva como método para revelar el porqué de la existencia humana.”

Las realidades históricas y subjetivas (emergidas de la construcción literaria) se revelan en Cien años de soledad a plenitud. Así la novela puede ser una saga, la de los Buendía, un recorrido por los avatares políticos de Latinoamérica (Aureliano Buendía es un caudillo y combate a dictadores), un repaso por los paisajes sudamericanos (el desierto, los mares, las nieves, la montaña), un despliegue magistral de irrealidad/realidad (la convivencia de lo cotidiano con Lo Maravilloso) y una manipulación del tiempo a la manera de Joyce, Faulkner y Virginia Woolf, sus influencias evidentes (narración alineal, elipsis, ensimismamiento del pasado con el futuro, omnipresencia demiurgo del narrador). Toda novela es un intento de totalizar a la realidad. Cien años de soledad es muestra de ello. Cuál realidad si al final de la obra sabemos que lo leído resulta ser los manuscritos dejados a la posteridad por Melquíades sobre Macondo y la estirpe de los Buendía. Es decir, lo narrado -al igual que en Pedro Páramo- no existe, ni existió nunca. ¿Olor a realidad? ¿Soledad que significa la nada?

Cien años de soledad es, antes que cualquier cosa, una impecable narración. Arte del bien contar. Placer y maestría en la escritura. No importan las anécdotas (al menos quedan para la arqueología de las curiosidades) las penurias del autor al escribir la novela, que se le ocurrió de un viaje del Distrito Federal a Acapulco, ni el rechazo de varias editoriales mexicanas a publicarla, ni de su famosa declaración de que “escribo para que me quieran”. Lo que importa es la obra, la portentosa creación de un mundo propio, literario, donde se reflejan otros mundos y que en junio de este año cumplirá 50 años de haberse editado en editorial Sudamericana, de Buenos Aires, Argentina.

Del título mismo, la soledad se desprende para reciclarse en su tiempo, en su jugo cósmico. La soledad es el rostro de la historia. Cada hombre es, por esencia, histórico, es decir, tiempo desarrollado y guardado en la memoria y que, contradiciendo el final de Cien años de soledad, sí tiene segundas oportunidades...

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo...” Así empieza, con esta prolepsis impecable, una de las novelas capitales del siglo XX en idioma español, Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez/ Aracataca, 1927, quien el próximo 17 de abril cumplirá diez años de fallecido en la Ciudad de México.

Cien años de soledad es la creación de un mundo –usando el verso de Drummond de Andrade- “vasto mundo”, definitivo, el de Macondo, a la vez un pueblo literario que cualquier pueblo del continente americano. A través de la dinastía de los Buendía, García Márquez urde una telaraña de historias donde los troncos originales, Úrsula y José Arcadio, prolongan su estirpe en un árbol genealógico poco más allá de cien años.

¿Constituye Cien años de soledad, en sí misma, el llamado Realismo Mágico? No, pero su contribución a esta corriente plástica-literaria ha sido definitiva. Sin Elena Garro, Carpentier, Onetti, Rulfo, no sería comprensible el estilo y las voces de la corriente adjudicada al autor de El siglo de las luces, Alejo Carpentier.

Pero, por su poderío verbal, imaginación desbordante y fantasía rica, la obra de García Márquez parecería absorber de manera contundente el Realismo Mágico y Lo Real Maravilloso. Pareciera que la historia de Macondo tiene constitución meramente de ficción, lo cierto es que la lectura, el análisis y las interpretaciones que la novela conllevan extrapola las fronteras del terreno literario. Macondo puede ser la geografía latinoamericana, la semilla del axioma bolivariano de “el pequeño género humano”. O también una alegoría potente del origen de un mundo ("El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.") ¿Cuál mundo? El que habita el hombre desde sus sueños, sus deseos y limitaciones existenciales. Los cien años de Macondo, del viejo Melquíades, que atestigua el último de los Buendía, Aureliano Babilonia, es el mismo tiempo contenido en las quinientas páginas del texto, pero también es el perteneciente a otro tiempo: el de la metáfora.

La ficción permite la entrada de la metáfora, que es la forma artística de la mentira. Toda obra literaria es una falacia, sin embargo, ¿de qué se vale el arte, cuando lo hay, para expresar a la vida real? De los otros habitantes de la verdad, como ha dicho Susan Sontag, es decir, de los sueños. Y Cien años de soledad es un texto plagado de sueños que, con el permiso de Freud, no está sólo sujeta a interpretaciones clínicas (lamentable error el hacerlo desde esa perspectiva nada más), sino a la tradición lingüística y literaria. Si algún sentido tiene la geografía macondiana es el de la novela orgánica, donde el mundo visible se yergue y se justifica en el mundo invisible; es decir, por el mundo de los sueños y el subconsciente. Si no, ¿cómo aceptar los casi 150 años de la vieja Úrsula, o las cotas de clarividencia del niño Aureliano Buendía, o las levitaciones a doce centímetros del cura Nicanor después de beber chocolate, o las apariciones rulfianas post mortem de José Arcadio, o el ascenso en cuerpo y alma de Remedios, la bella, al cielo que “ni los pájaros altos de la memoria podían alcanzarla”? ¿O cómo engullirse las mariposas amarillas cada vez que aparecía Mauricio Babilonia? ¿Y cómo aceptar el exterminio “tlatelolqueano” y la inexistencia de los tres mil cadáveres en un mitin contra las empresas bananeras instaladas en Macondo? Tal vez las respuestas no estén tanto en si es magia, realismo mágico, nigromancia, marxismo, tremendismo o misticismo el empleado por García Márquez. Una posible respuesta nos la da Gerald Gillespie, a propósito de su ensayo sobre la obra de Benito Pérez Galdós: “profundizar en la relación histórica y en la realidad subjetiva como método para revelar el porqué de la existencia humana.”

Las realidades históricas y subjetivas (emergidas de la construcción literaria) se revelan en Cien años de soledad a plenitud. Así la novela puede ser una saga, la de los Buendía, un recorrido por los avatares políticos de Latinoamérica (Aureliano Buendía es un caudillo y combate a dictadores), un repaso por los paisajes sudamericanos (el desierto, los mares, las nieves, la montaña), un despliegue magistral de irrealidad/realidad (la convivencia de lo cotidiano con Lo Maravilloso) y una manipulación del tiempo a la manera de Joyce, Faulkner y Virginia Woolf, sus influencias evidentes (narración alineal, elipsis, ensimismamiento del pasado con el futuro, omnipresencia demiurgo del narrador). Toda novela es un intento de totalizar a la realidad. Cien años de soledad es muestra de ello. Cuál realidad si al final de la obra sabemos que lo leído resulta ser los manuscritos dejados a la posteridad por Melquíades sobre Macondo y la estirpe de los Buendía. Es decir, lo narrado -al igual que en Pedro Páramo- no existe, ni existió nunca. ¿Olor a realidad? ¿Soledad que significa la nada?

Cien años de soledad es, antes que cualquier cosa, una impecable narración. Arte del bien contar. Placer y maestría en la escritura. No importan las anécdotas (al menos quedan para la arqueología de las curiosidades) las penurias del autor al escribir la novela, que se le ocurrió de un viaje del Distrito Federal a Acapulco, ni el rechazo de varias editoriales mexicanas a publicarla, ni de su famosa declaración de que “escribo para que me quieran”. Lo que importa es la obra, la portentosa creación de un mundo propio, literario, donde se reflejan otros mundos y que en junio de este año cumplirá 50 años de haberse editado en editorial Sudamericana, de Buenos Aires, Argentina.

Del título mismo, la soledad se desprende para reciclarse en su tiempo, en su jugo cósmico. La soledad es el rostro de la historia. Cada hombre es, por esencia, histórico, es decir, tiempo desarrollado y guardado en la memoria y que, contradiciendo el final de Cien años de soledad, sí tiene segundas oportunidades...