/ domingo 10 de enero de 2021

El cumpleaños del perro | Borges, el memorioso

Nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1899, Borges fue - antes que nada- un hombre de letras que lo mismo cultivó el cuento, la poesía, el ensayo y las digresiones intelectuales.

Se dice que el mayor homenaje que puede hacérsele a un escritor es leer sus obras. Sólo que al leer a Borges, ¿a quién se lee? ¿Al autor de una hilera interminable de frases sabias, irrebatibles? ¿Al lector que desde temprana edad despreció a Freud y prefirió a los grandes novelistas europeos porque vislumbró en ellos la profundidad psicológica en sus historias y personajes? ¿O leeremos al Borges que, paradójicamente, se inclinaba por la poesía que por la novela al señalar que lo que un escritor decía en 500 páginas el poeta lo podía acotar en un verso?

¿A quién se lee cuando se lee al autor de “Funes, el memorioso”? ¿Al pater de la literatura fantástica? ¿Al que minimizaba a García Lorca porque lo consideraba un mal poeta? ¿Al literato que, como Ulises, quiso ser Nadie al ser Borges y todos los hombres? ¿O leeremos al hombre ciego con bastón y sonrisa frágil que dijera alguna vez que se resignaba a ser Borges? ¿O al sorprendente escritor con cuyo cuento “¿El aleph”, en sus posibilidades de acceder al vasto mundo de la información y conocimiento se adelantó a la internet? ¿O leeremos al hombre que concebía al mundo como una gran biblioteca universal?

Al leer a Borges –o a cualquier otro gran escritor- se lee al autor y a uno mismo. El lector es, en última instancia, el autor final del libro porque lo asume, lo bebe, lo asalta con sus sensaciones, con sus experiencias vitales.

Borges transmutó los géneros literarios porque sus cuentos pueden leerse como ensayos y sus ficciones como líneas poéticas que transcriben otras realidades. Borges con su obra le apostó a una premisa teológica: la idea de que el mundo visible es un signo o cifra invisible y, por ende, creador del mundo. Es decir, estamos aquí, ahora porque significamos algo, como las cosas: “Las cosas/ no durarán más allá de nuestro olvido/: no sabrán nunca que no hemos ido”.

En su poema “La suma”, de la cual existe otra versión en prosa, Borges plantea elementos que le preocuparon como escritor: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto traza la imagen de su rostro”.

Palabras claves en la obra borgeana son: Espejo, Eternidad, Tiempo, Laberinto. De alguna manera estamos constituidos por laberintos. Rutas que nos extravían y nos ubican en la salida única. Trazos de la realidad, confusos, que nos dibujan con el lápiz del tiempo.

Laberintos de tiempo, de miradas, de sensaciones que nos permiten retroceder porque los laberintos verdaderos se caminan hacia delante, porque regresar es, a la manera de Marguerite Yourcenar, encontrarse con su Minotauro.

Borges fue un laberinto, un Tiresias que, si no sentenció el futuro, sí cantó a su presente –el presente es perpetuo, escribió Octavio Paz-, que es el presente universal de todos los hombres.

Quizá Borges se perdió en su laberinto, pero dejó rastros: sus muchos versos sabios donde podemos advertir que la salida está dentro de cada lector. Espejismo y realidad (Schopenhauer y Hegel al alimón), la poesía de Borges dibujó no un rostro sino un mundo, pero con la condición del tránsito perpetuo del instante. Movimiento ontológico por los territorios de la otredad, la confesión, la erudición y, sobre todo, por la enumeración del conocimiento universal del hombre, como lo señala en su texto “Poema de los dones”.

Si Orfeo es el cantor y el poeta por excelencia, y cuyo nombre provenía del fenicio “aur” (luz) y “rofae” (curación), siendo “el que curaba por la luz”, podemos anotar que el postrero Orfeo de nuestras letras hispánicas es Jorge Luis Borges, por la luz de sus versos que eran en verdad ideas precisas, innegables.

Si para los estoicos la libertad era la manera de actuar frente al destino, Borges fue, entonces, un estoico de las letras: sentó a la libertad en sus rodillas y cruzó con ella los espacios de la imaginación, de la ficción inteligente y de la poesía profundamente humana y abstracta.

Borges antes que nada fue un cantor porque cantando contó su mundo. Al cantar, el poeta Borges cantó a la historia y a las costumbres, cantó a la ciudad y al instante que se multiplica en otros instantes llamados patria, nación, pueblo. Cantar, siempre cantar es la responsabilidad del poeta, del escritor.

Por la palabra somos, existimos. Ahora mismo, al nombrar a alguien que por años estuvo en nuestro olvido de pronto es que emerge, adquiere vida: la vida que le damos con las palabras de su nombre. Decir es hacer. Hacemos el mundo al nombrarlo, al recorrerlo con la voz, con la escritura. La palabra es poder. El mundo es poderoso si lo nombramos.

El nombre es la ruta para llegar a otros mundos acaso intransitables. El amor, Dios, la felicidad, mi tío José, los manuscritos de Baruch Spinoza sobre la infinitud, las torres gemelas del World Trade Center, el Quijote: nombres, nombres, accesos al símbolo, al pensamiento, al léxico que nos comprueba que la vida cabe en cuatro letras.

¿Todo es nombrable? Para un escritor como Borges sí. El argentino nos lo enseñó al querer construir, nombrar el Universo con las palabras.

¿Sirve de algo leer a un poeta como Borges en estos días en que la guerra, el terrorismo y la indiferencia palpitan fuertes? Yo creo que sí, para inventar la memoria literaria y así darle imaginación a la vida. Borges bosquejó una dualidad inherente –no sé si lo consiguió-: somos lo real y lo otro. Lo real que es la memoria; lo otro, la vida imaginada.

En la memoria nos resumimos y nos perpetuamos en la realidad que somos: nombre, eco, olvido, nada…


Nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1899, Borges fue - antes que nada- un hombre de letras que lo mismo cultivó el cuento, la poesía, el ensayo y las digresiones intelectuales.

Se dice que el mayor homenaje que puede hacérsele a un escritor es leer sus obras. Sólo que al leer a Borges, ¿a quién se lee? ¿Al autor de una hilera interminable de frases sabias, irrebatibles? ¿Al lector que desde temprana edad despreció a Freud y prefirió a los grandes novelistas europeos porque vislumbró en ellos la profundidad psicológica en sus historias y personajes? ¿O leeremos al Borges que, paradójicamente, se inclinaba por la poesía que por la novela al señalar que lo que un escritor decía en 500 páginas el poeta lo podía acotar en un verso?

¿A quién se lee cuando se lee al autor de “Funes, el memorioso”? ¿Al pater de la literatura fantástica? ¿Al que minimizaba a García Lorca porque lo consideraba un mal poeta? ¿Al literato que, como Ulises, quiso ser Nadie al ser Borges y todos los hombres? ¿O leeremos al hombre ciego con bastón y sonrisa frágil que dijera alguna vez que se resignaba a ser Borges? ¿O al sorprendente escritor con cuyo cuento “¿El aleph”, en sus posibilidades de acceder al vasto mundo de la información y conocimiento se adelantó a la internet? ¿O leeremos al hombre que concebía al mundo como una gran biblioteca universal?

Al leer a Borges –o a cualquier otro gran escritor- se lee al autor y a uno mismo. El lector es, en última instancia, el autor final del libro porque lo asume, lo bebe, lo asalta con sus sensaciones, con sus experiencias vitales.

Borges transmutó los géneros literarios porque sus cuentos pueden leerse como ensayos y sus ficciones como líneas poéticas que transcriben otras realidades. Borges con su obra le apostó a una premisa teológica: la idea de que el mundo visible es un signo o cifra invisible y, por ende, creador del mundo. Es decir, estamos aquí, ahora porque significamos algo, como las cosas: “Las cosas/ no durarán más allá de nuestro olvido/: no sabrán nunca que no hemos ido”.

En su poema “La suma”, de la cual existe otra versión en prosa, Borges plantea elementos que le preocuparon como escritor: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto traza la imagen de su rostro”.

Palabras claves en la obra borgeana son: Espejo, Eternidad, Tiempo, Laberinto. De alguna manera estamos constituidos por laberintos. Rutas que nos extravían y nos ubican en la salida única. Trazos de la realidad, confusos, que nos dibujan con el lápiz del tiempo.

Laberintos de tiempo, de miradas, de sensaciones que nos permiten retroceder porque los laberintos verdaderos se caminan hacia delante, porque regresar es, a la manera de Marguerite Yourcenar, encontrarse con su Minotauro.

Borges fue un laberinto, un Tiresias que, si no sentenció el futuro, sí cantó a su presente –el presente es perpetuo, escribió Octavio Paz-, que es el presente universal de todos los hombres.

Quizá Borges se perdió en su laberinto, pero dejó rastros: sus muchos versos sabios donde podemos advertir que la salida está dentro de cada lector. Espejismo y realidad (Schopenhauer y Hegel al alimón), la poesía de Borges dibujó no un rostro sino un mundo, pero con la condición del tránsito perpetuo del instante. Movimiento ontológico por los territorios de la otredad, la confesión, la erudición y, sobre todo, por la enumeración del conocimiento universal del hombre, como lo señala en su texto “Poema de los dones”.

Si Orfeo es el cantor y el poeta por excelencia, y cuyo nombre provenía del fenicio “aur” (luz) y “rofae” (curación), siendo “el que curaba por la luz”, podemos anotar que el postrero Orfeo de nuestras letras hispánicas es Jorge Luis Borges, por la luz de sus versos que eran en verdad ideas precisas, innegables.

Si para los estoicos la libertad era la manera de actuar frente al destino, Borges fue, entonces, un estoico de las letras: sentó a la libertad en sus rodillas y cruzó con ella los espacios de la imaginación, de la ficción inteligente y de la poesía profundamente humana y abstracta.

Borges antes que nada fue un cantor porque cantando contó su mundo. Al cantar, el poeta Borges cantó a la historia y a las costumbres, cantó a la ciudad y al instante que se multiplica en otros instantes llamados patria, nación, pueblo. Cantar, siempre cantar es la responsabilidad del poeta, del escritor.

Por la palabra somos, existimos. Ahora mismo, al nombrar a alguien que por años estuvo en nuestro olvido de pronto es que emerge, adquiere vida: la vida que le damos con las palabras de su nombre. Decir es hacer. Hacemos el mundo al nombrarlo, al recorrerlo con la voz, con la escritura. La palabra es poder. El mundo es poderoso si lo nombramos.

El nombre es la ruta para llegar a otros mundos acaso intransitables. El amor, Dios, la felicidad, mi tío José, los manuscritos de Baruch Spinoza sobre la infinitud, las torres gemelas del World Trade Center, el Quijote: nombres, nombres, accesos al símbolo, al pensamiento, al léxico que nos comprueba que la vida cabe en cuatro letras.

¿Todo es nombrable? Para un escritor como Borges sí. El argentino nos lo enseñó al querer construir, nombrar el Universo con las palabras.

¿Sirve de algo leer a un poeta como Borges en estos días en que la guerra, el terrorismo y la indiferencia palpitan fuertes? Yo creo que sí, para inventar la memoria literaria y así darle imaginación a la vida. Borges bosquejó una dualidad inherente –no sé si lo consiguió-: somos lo real y lo otro. Lo real que es la memoria; lo otro, la vida imaginada.

En la memoria nos resumimos y nos perpetuamos en la realidad que somos: nombre, eco, olvido, nada…