/ domingo 5 de junio de 2022

El cumpleaños del perro | Mínima exégesis de la poesía

Para Heidegger el pensamiento recorre sus caminos en la vecindad con la poesía y para encontrar los caminos que abran la comprensión de la génesis del decir poético, hay que arriesgarse por varias veredas que convergen en el mismo punto de claridad y que parten de la espesura, o sea, del misterio. Y, acorde a Borges (de que lo contemporáneo siempre es un misterio), la poesía es un quehacer contemporáneo permanente.

“La poesía es una concentración de luciérnagas capaz de iluminar el mundo", dice en una línea Otto Raúl González. Verdad buena. En medio de tanta penumbra –la estupidez y la estulticia quizá las más frecuentes sombras- que envuelven al quehacer del mundo, la poesía es esa luz, esa zona de claridad que convoca al misterio, a la soledad y a la sabiduría simple de las cosas.

“La poesía es conocimiento”, apuntó Octavio Paz. Conocimiento y luz, expansión de lo otro; mejor dicho: la otredad aquí, en esta parte que es todas las partes.

La poesía está en todo lugar, a todas horas. La hacemos con la palabra, la mirada, la contemplación y la humildad del hecho metafísico de aceptar lo irremediable.

La poesía hace emerger de lo profundo del hombre más demonios que divinidades, más incertidumbres que certezas. Pero, al cabo de la asimilación, quien descubre la poesía descubre la verdad, la propia, que es la verdad universal del hombre, de las religiones.

Si los dioses han dejado su palabra ha sido a través de la poesía. El idioma de la divinidad es poético porque está plagado de la verdad, es decir, de luz.

Celebremos a diario a la Poesía porque somos seres hechos de palabras que es decir memoria, perpetuación de la idea. La palabra es la casa del ser, apuntó Heidegger. Por ello, la poesía (que es Palabra) le da al hombre su morada, su refugio, acaso su salvación.

Siempre me ha inquietado el inicio del Evangelio de San Juan: “En el principio era el Verbo”. ¿La palabra es la religión verdadera? Y la religión es enunciada y anunciada, mediante el verso, por la poesía.

La literatura es la salvación del hombre, la respuesta a lo fugaz del tiempo. El libro es la religión del conocimiento. La literatura revela y devela la sinrazón del vivir, la inutilidad del destino y el oprobio de la felicidad.

¿Para qué existe la poesía? Tal vez para entender un poco más de este mundo, para no andar por los senderos que nos toca transitar en medio de neblinas o lloviznas de indiferencia.

¿A quién le sirve la poesía? A todos y a nadie porque la poesía está allí, objeto-ente-ser. Es mirada, materia de Eros, líquido deslizado en el albedrío. Es manjar y sed de (in) mortales inmersos en la irrenunciable rutina del vivir. Es, qué remedio, el lenguaje de lo invisible. El poeta escribe desde la víscera, desde el pus, desde el dolor. El poeta dialoga con las sombras para dar luz. Busca en los abismos del hombre las perlas de la belleza, del placer. El poeta no dice: predice (vate, vidente), anuncia y desahucia al hombre mismo en sus contradicciones ontológicas. El poeta es un mundo en llamas; es un hombre de palabras y aún más: es un hombre lleno de hombres. El material del poeta es el hombre mismo. Escribir es un acto dual de exorcismo y purificación. El poeta, cuando crea, se sienta a la mesa con Dios y el diablo. Escribir es un grito, un eco, una sorda y maldita declaración de amor. Escribir es la existencia, la razón y el porqué de los poetas…

Retomando a Heidegger, recordemos su reflexión en la relación de la poesía con el pensar: El peligro es que le pidamos demasiado a tal o cual poema, es decir que lo abordemos con un exceso de pensamiento, impidiendo que nos llegue por el estremecimiento poético. Y es aún mayor el peligro -aunque no nos lo confesemos hoy en día-, de no pensar suficientemente, y de irritarnos ante el recogimiento en el que sólo puede reconocerse esto: la experiencia propiamente dicha con la palabra es siempre una experiencia pensante -lo que equivale a decir que el canto pleno de toda gran poesía está siempre en el ritmo de un pensamiento que encuentra su vibración. Pero entonces, si todo se liga en primer término con una experiencia pensante con la palabra, ¿por qué evocar la experiencia poética? Porque el pensamiento a su tumo anda sus caminos en el vecindario de la poesía”.

El poeta, con su multitud de palabras colmadas de sentido sueña con lograr la expresión de esos otros mundos (la otredad paciana), de su zozobra, de su éxtasis o de su plenitud. Sin embargo, para ello deberá substraer las palabras de su literalidad y sugerir con ellas nuevos sentidos, recortar nuevos perfiles semióticos y, rompiendo los códigos normales, usarlas según su eufonía y según la secuencia armónica de acentos métricos y de cesuras, para acercarse (jamás sustituir) a la música. El poeta denuncia también la pretensión que tienen las palabras de fijar esencias, adelantándose a las tentaciones de la posmodernidad: la conceptualización.

La palabra poética pone en suspenso la obviedad, lo a priori del mundo: la revelación, es decir, la libertad de la palabra para enfrentarse, consigo misma, en un diálogo profundo. Pero este diálogo que se establece en el territorio del poema difiere totalmente del diálogo de la conversación ordinaria que se aborda generalmente sin plan preestablecido y sin conocer el desenlace de la comunicación. Y como apunta Cecilia Balcázar en “Lenguaje, poesía y filosofía”, publicado en el boletín de la Academia Colombiana, Tomo XLVI, Número 194, 1996, “las palabras desaparecen cuando se capta el sentido construido en la interlocución. Son monedas que se cambian entre los hablantes. En tanto que las palabras del poema, como lo anotaba Valéry, son oro; permanecen de pie en el texto, en el tejido musical que lo sostiene de manera permanente. Porque el poema no admite cambios una vez construido, aunque, por el valor múltiple de los términos que lo entretejen, produzca diferentes sentidos, una "diseminación de sentidos" en las diferentes lecturas que de él se hacen. El poema propone un diálogo con el lector que ha sido precedido por el diálogo interior del poeta; por el diálogo con el otro que hay en sí mismo que roza el otro de los otros: "Yo no soy yo" -dice Machado-, "Soy éste que va a mi lado sin yo verlo. / Que a veces voy a ver y que a veces olvido…”.

Para Heidegger el pensamiento recorre sus caminos en la vecindad con la poesía y para encontrar los caminos que abran la comprensión de la génesis del decir poético, hay que arriesgarse por varias veredas que convergen en el mismo punto de claridad y que parten de la espesura, o sea, del misterio. Y, acorde a Borges (de que lo contemporáneo siempre es un misterio), la poesía es un quehacer contemporáneo permanente.

“La poesía es una concentración de luciérnagas capaz de iluminar el mundo", dice en una línea Otto Raúl González. Verdad buena. En medio de tanta penumbra –la estupidez y la estulticia quizá las más frecuentes sombras- que envuelven al quehacer del mundo, la poesía es esa luz, esa zona de claridad que convoca al misterio, a la soledad y a la sabiduría simple de las cosas.

“La poesía es conocimiento”, apuntó Octavio Paz. Conocimiento y luz, expansión de lo otro; mejor dicho: la otredad aquí, en esta parte que es todas las partes.

La poesía está en todo lugar, a todas horas. La hacemos con la palabra, la mirada, la contemplación y la humildad del hecho metafísico de aceptar lo irremediable.

La poesía hace emerger de lo profundo del hombre más demonios que divinidades, más incertidumbres que certezas. Pero, al cabo de la asimilación, quien descubre la poesía descubre la verdad, la propia, que es la verdad universal del hombre, de las religiones.

Si los dioses han dejado su palabra ha sido a través de la poesía. El idioma de la divinidad es poético porque está plagado de la verdad, es decir, de luz.

Celebremos a diario a la Poesía porque somos seres hechos de palabras que es decir memoria, perpetuación de la idea. La palabra es la casa del ser, apuntó Heidegger. Por ello, la poesía (que es Palabra) le da al hombre su morada, su refugio, acaso su salvación.

Siempre me ha inquietado el inicio del Evangelio de San Juan: “En el principio era el Verbo”. ¿La palabra es la religión verdadera? Y la religión es enunciada y anunciada, mediante el verso, por la poesía.

La literatura es la salvación del hombre, la respuesta a lo fugaz del tiempo. El libro es la religión del conocimiento. La literatura revela y devela la sinrazón del vivir, la inutilidad del destino y el oprobio de la felicidad.

¿Para qué existe la poesía? Tal vez para entender un poco más de este mundo, para no andar por los senderos que nos toca transitar en medio de neblinas o lloviznas de indiferencia.

¿A quién le sirve la poesía? A todos y a nadie porque la poesía está allí, objeto-ente-ser. Es mirada, materia de Eros, líquido deslizado en el albedrío. Es manjar y sed de (in) mortales inmersos en la irrenunciable rutina del vivir. Es, qué remedio, el lenguaje de lo invisible. El poeta escribe desde la víscera, desde el pus, desde el dolor. El poeta dialoga con las sombras para dar luz. Busca en los abismos del hombre las perlas de la belleza, del placer. El poeta no dice: predice (vate, vidente), anuncia y desahucia al hombre mismo en sus contradicciones ontológicas. El poeta es un mundo en llamas; es un hombre de palabras y aún más: es un hombre lleno de hombres. El material del poeta es el hombre mismo. Escribir es un acto dual de exorcismo y purificación. El poeta, cuando crea, se sienta a la mesa con Dios y el diablo. Escribir es un grito, un eco, una sorda y maldita declaración de amor. Escribir es la existencia, la razón y el porqué de los poetas…

Retomando a Heidegger, recordemos su reflexión en la relación de la poesía con el pensar: El peligro es que le pidamos demasiado a tal o cual poema, es decir que lo abordemos con un exceso de pensamiento, impidiendo que nos llegue por el estremecimiento poético. Y es aún mayor el peligro -aunque no nos lo confesemos hoy en día-, de no pensar suficientemente, y de irritarnos ante el recogimiento en el que sólo puede reconocerse esto: la experiencia propiamente dicha con la palabra es siempre una experiencia pensante -lo que equivale a decir que el canto pleno de toda gran poesía está siempre en el ritmo de un pensamiento que encuentra su vibración. Pero entonces, si todo se liga en primer término con una experiencia pensante con la palabra, ¿por qué evocar la experiencia poética? Porque el pensamiento a su tumo anda sus caminos en el vecindario de la poesía”.

El poeta, con su multitud de palabras colmadas de sentido sueña con lograr la expresión de esos otros mundos (la otredad paciana), de su zozobra, de su éxtasis o de su plenitud. Sin embargo, para ello deberá substraer las palabras de su literalidad y sugerir con ellas nuevos sentidos, recortar nuevos perfiles semióticos y, rompiendo los códigos normales, usarlas según su eufonía y según la secuencia armónica de acentos métricos y de cesuras, para acercarse (jamás sustituir) a la música. El poeta denuncia también la pretensión que tienen las palabras de fijar esencias, adelantándose a las tentaciones de la posmodernidad: la conceptualización.

La palabra poética pone en suspenso la obviedad, lo a priori del mundo: la revelación, es decir, la libertad de la palabra para enfrentarse, consigo misma, en un diálogo profundo. Pero este diálogo que se establece en el territorio del poema difiere totalmente del diálogo de la conversación ordinaria que se aborda generalmente sin plan preestablecido y sin conocer el desenlace de la comunicación. Y como apunta Cecilia Balcázar en “Lenguaje, poesía y filosofía”, publicado en el boletín de la Academia Colombiana, Tomo XLVI, Número 194, 1996, “las palabras desaparecen cuando se capta el sentido construido en la interlocución. Son monedas que se cambian entre los hablantes. En tanto que las palabras del poema, como lo anotaba Valéry, son oro; permanecen de pie en el texto, en el tejido musical que lo sostiene de manera permanente. Porque el poema no admite cambios una vez construido, aunque, por el valor múltiple de los términos que lo entretejen, produzca diferentes sentidos, una "diseminación de sentidos" en las diferentes lecturas que de él se hacen. El poema propone un diálogo con el lector que ha sido precedido por el diálogo interior del poeta; por el diálogo con el otro que hay en sí mismo que roza el otro de los otros: "Yo no soy yo" -dice Machado-, "Soy éste que va a mi lado sin yo verlo. / Que a veces voy a ver y que a veces olvido…”.