/ viernes 13 de noviembre de 2020

El cumpleaños del perro | Sobre la lucha libre

(Segunda y última parte)

Si nos atenemos al espíritu del rito antiguo, el romano, podemos establecer que los gladiadores eran ofrecidos prácticamente como tributo de gratitud (por parte del César) a los dioses en virtud de las guerras ganadas. Así, entonces, el moderno “gladiador” de lucha libre acude al rito semanal, al Coliseo por todos abarrotado: el ring para cumplir con el rito (ahora incruento) de satisfacer a otros dioses: el público y las televisoras que, según sea al calibre o calidad de cada luchador, éste cubrirá los limbos de la cartelera: lucha inicial, segunda lucha, tercera, cuarta y estelar.

Es sorprendente cómo el luchador poco a poco se va convirtiendo en parte del imaginario colectivo (conjunto de imágenes interiorizadas y en base a las cuales se mira, clasifica y ordena nuestro entorno) para erigirse en un arquetipo nacional. Por ejemplo, en los partidos de fut-bol cuando juega la selección mexicana, es común ver entre el público a enmascarados emulando a El Santo, Blue Demon, Místico al lado de guerreros aztecas, chapulines colorados, lo cual nos provoca la siguiente pregunta: ¿por qué esos estereotipos? Si los vemos detalladamente, todos simbolizan a héroes, es decir, a representantes de algún tipo de luchador social o personajes con súper poderes en aras de combatir al más fuerte en su abuso contra el débil.

En el imaginario colectivo llama la atención que sean, precisamente, los enmascarados quienes ocupen un espacio importante en el llamado inconsciente colectivo, ¿por qué? Tal vez porque el enmascarado al ocultar su rostro implícitamente encubre su verdadera identidad, lo que le permite mayor movilidad (y energía) si no para pelear al menos ponerse de lado de los oprimidos (en este caso la siempre inútil selección de futbol).

Pero, ¿por qué el luchador enmascarado atrae la atención y las preferencias del público? Uno de los objetos reales de estudio de la sociología son los fenómenos sociales, los cuales están manifestados por la conducta humana, son complejos, multicausales e inestables. Asimismo, la lucha libre ha profundizado su condición de fenómeno debido al aura de misterio que encierra el ritual o el algoritmo de la lucha: un “enmascarado” cuyos orígenes cuasi divinos (de allí los nombres de El Santo, El Ángel Blanco, Blue Demon, Místico, El Alebrije) se enfrentan a villanos (El Cavernario Galindo, Último Guerrero, Damián 666, Halloween) tras una premisa ineluctable: la preferencia y aprobación de la afición.

Además, la máscara le otorga al luchador una especie de licencia para comportarse como el héroe que todos necesitamos y que, en el rostro del rudo o villano no puede encontrarse esta situación por el simple hecho de que se requiere el misterio, la incógnita, el traslado sociológico de que todos podemos ser ese enmascarado paladín de la justicia.

Entonces, cada función de lucha libre significa la confrontación del bien y el mal en un ritual donde el público, cual concurrente del Coliseo antiguo, espera no el cuerpo sacrificado del villano sino la derrota del arquetipo del mal personificado por el luchador rudo, a favor del héroe colectivo por disposición de la masa: el técnico, el bueno el que, de una manera contundente e inconsciente, nos representa a todos…

(Segunda y última parte)

Si nos atenemos al espíritu del rito antiguo, el romano, podemos establecer que los gladiadores eran ofrecidos prácticamente como tributo de gratitud (por parte del César) a los dioses en virtud de las guerras ganadas. Así, entonces, el moderno “gladiador” de lucha libre acude al rito semanal, al Coliseo por todos abarrotado: el ring para cumplir con el rito (ahora incruento) de satisfacer a otros dioses: el público y las televisoras que, según sea al calibre o calidad de cada luchador, éste cubrirá los limbos de la cartelera: lucha inicial, segunda lucha, tercera, cuarta y estelar.

Es sorprendente cómo el luchador poco a poco se va convirtiendo en parte del imaginario colectivo (conjunto de imágenes interiorizadas y en base a las cuales se mira, clasifica y ordena nuestro entorno) para erigirse en un arquetipo nacional. Por ejemplo, en los partidos de fut-bol cuando juega la selección mexicana, es común ver entre el público a enmascarados emulando a El Santo, Blue Demon, Místico al lado de guerreros aztecas, chapulines colorados, lo cual nos provoca la siguiente pregunta: ¿por qué esos estereotipos? Si los vemos detalladamente, todos simbolizan a héroes, es decir, a representantes de algún tipo de luchador social o personajes con súper poderes en aras de combatir al más fuerte en su abuso contra el débil.

En el imaginario colectivo llama la atención que sean, precisamente, los enmascarados quienes ocupen un espacio importante en el llamado inconsciente colectivo, ¿por qué? Tal vez porque el enmascarado al ocultar su rostro implícitamente encubre su verdadera identidad, lo que le permite mayor movilidad (y energía) si no para pelear al menos ponerse de lado de los oprimidos (en este caso la siempre inútil selección de futbol).

Pero, ¿por qué el luchador enmascarado atrae la atención y las preferencias del público? Uno de los objetos reales de estudio de la sociología son los fenómenos sociales, los cuales están manifestados por la conducta humana, son complejos, multicausales e inestables. Asimismo, la lucha libre ha profundizado su condición de fenómeno debido al aura de misterio que encierra el ritual o el algoritmo de la lucha: un “enmascarado” cuyos orígenes cuasi divinos (de allí los nombres de El Santo, El Ángel Blanco, Blue Demon, Místico, El Alebrije) se enfrentan a villanos (El Cavernario Galindo, Último Guerrero, Damián 666, Halloween) tras una premisa ineluctable: la preferencia y aprobación de la afición.

Además, la máscara le otorga al luchador una especie de licencia para comportarse como el héroe que todos necesitamos y que, en el rostro del rudo o villano no puede encontrarse esta situación por el simple hecho de que se requiere el misterio, la incógnita, el traslado sociológico de que todos podemos ser ese enmascarado paladín de la justicia.

Entonces, cada función de lucha libre significa la confrontación del bien y el mal en un ritual donde el público, cual concurrente del Coliseo antiguo, espera no el cuerpo sacrificado del villano sino la derrota del arquetipo del mal personificado por el luchador rudo, a favor del héroe colectivo por disposición de la masa: el técnico, el bueno el que, de una manera contundente e inconsciente, nos representa a todos…