/ viernes 8 de febrero de 2019

Borges

Cada vez que me caigo de ánimo, me gusta leer a Borges. Me sigue emocionando de manera fulminante el final de su cuento La casa de Asterión: “¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió”.

Nacido en 1899 en Buenos Aires, Argentina, Jorge Luis Borges fue, antes que nada, un hombre de letras que lo mismo cultivó el cuento, la poesía, el ensayo y las digresiones intelectuales.

Se dice que el mayor homenaje que puede hacérsele a un escritor es leer sus obras. Sólo que al leer a Borges, ¿a quién se lee? ¿Al autor de una hilera interminable de frases sabias, irrebatibles? ¿Al lector que desde temprana edad despreció a Freud y prefirió a los grandes novelistas europeos porque vislumbró en ellos la profundidad psicológica en sus historias y personajes? ¿O leeremos al Borges que, paradójicamente, se inclinaba por la poesía que por la novela al señalar que lo que un escritor decía en 500 páginas el poeta lo podía acotar en un verso?

¿A quién se lee cuando se lee al autor de Funes, el memorioso? ¿Al pater de la literatura fantástica? ¿Al que minimizaba a García Lorca porque lo consideraba un mal poeta? ¿Al literato que, como Ulises, quiso ser Nadie al ser Borges y todos los hombres? ¿O leeremos al hombre ciego con bastón y sonrisa frágil que dijera alguna vez que se resignaba a ser Borges? ¿O al sorprendente escritor con cuyo cuento El aleph, en sus posibilidades de acceder al vasto mundo de la información y conocimiento se adelantó a la internet? ¿O leeremos al hombre que concebía al mundo como una gran biblioteca universal?

Al leer a Borges –o a cualquier otro gran escritor- se lee al autor y a uno mismo. El lector es, en última instancia, el autor final del libro porque lo asume, lo bebe, lo asalta con sus sensaciones, con sus experiencias vitales.

Borges transmutó los géneros literarios porque sus cuentos pueden leerse como ensayos y sus ficciones como líneas poéticas que transcriben otras realidades. Borges con su obra le apostó a una premisa teológica: la idea de que el mundo visible es un signo o cifra invisible y, por ende, creador del mundo. Es decir, estamos aquí, ahora porque significamos algo, como las cosas: “Las cosas/ no durarán más allá de nuestro olvido/: no sabrán nunca que no hemos ido”.

En su poema La suma, de la cual existe otra versión en prosa, Borges plantea elementos que le preocuparon como escritor: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto traza la imagen de su rostro”.

Palabras claves en la obra borgeana son: Espejo, Eternidad, Tiempo, Laberinto. De alguna manera estamos constituidos por laberintos. Rutas que nos extravían y nos ubican en la salida única. Trazos de la realidad, confusos, que nos dibujan con el lápiz del tiempo.

Laberintos de tiempo, de miradas, de sensaciones que nos permiten retroceder porque los laberintos verdaderos se caminan hacia delante, porque regresar es, a la manera de Marguerite Yourcenar, encontrarse con su Minotauro…

Cada vez que me caigo de ánimo, me gusta leer a Borges. Me sigue emocionando de manera fulminante el final de su cuento La casa de Asterión: “¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió”.

Nacido en 1899 en Buenos Aires, Argentina, Jorge Luis Borges fue, antes que nada, un hombre de letras que lo mismo cultivó el cuento, la poesía, el ensayo y las digresiones intelectuales.

Se dice que el mayor homenaje que puede hacérsele a un escritor es leer sus obras. Sólo que al leer a Borges, ¿a quién se lee? ¿Al autor de una hilera interminable de frases sabias, irrebatibles? ¿Al lector que desde temprana edad despreció a Freud y prefirió a los grandes novelistas europeos porque vislumbró en ellos la profundidad psicológica en sus historias y personajes? ¿O leeremos al Borges que, paradójicamente, se inclinaba por la poesía que por la novela al señalar que lo que un escritor decía en 500 páginas el poeta lo podía acotar en un verso?

¿A quién se lee cuando se lee al autor de Funes, el memorioso? ¿Al pater de la literatura fantástica? ¿Al que minimizaba a García Lorca porque lo consideraba un mal poeta? ¿Al literato que, como Ulises, quiso ser Nadie al ser Borges y todos los hombres? ¿O leeremos al hombre ciego con bastón y sonrisa frágil que dijera alguna vez que se resignaba a ser Borges? ¿O al sorprendente escritor con cuyo cuento El aleph, en sus posibilidades de acceder al vasto mundo de la información y conocimiento se adelantó a la internet? ¿O leeremos al hombre que concebía al mundo como una gran biblioteca universal?

Al leer a Borges –o a cualquier otro gran escritor- se lee al autor y a uno mismo. El lector es, en última instancia, el autor final del libro porque lo asume, lo bebe, lo asalta con sus sensaciones, con sus experiencias vitales.

Borges transmutó los géneros literarios porque sus cuentos pueden leerse como ensayos y sus ficciones como líneas poéticas que transcriben otras realidades. Borges con su obra le apostó a una premisa teológica: la idea de que el mundo visible es un signo o cifra invisible y, por ende, creador del mundo. Es decir, estamos aquí, ahora porque significamos algo, como las cosas: “Las cosas/ no durarán más allá de nuestro olvido/: no sabrán nunca que no hemos ido”.

En su poema La suma, de la cual existe otra versión en prosa, Borges plantea elementos que le preocuparon como escritor: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto traza la imagen de su rostro”.

Palabras claves en la obra borgeana son: Espejo, Eternidad, Tiempo, Laberinto. De alguna manera estamos constituidos por laberintos. Rutas que nos extravían y nos ubican en la salida única. Trazos de la realidad, confusos, que nos dibujan con el lápiz del tiempo.

Laberintos de tiempo, de miradas, de sensaciones que nos permiten retroceder porque los laberintos verdaderos se caminan hacia delante, porque regresar es, a la manera de Marguerite Yourcenar, encontrarse con su Minotauro…