/ domingo 3 de mayo de 2020

Tramoya | El valor justo de la existencia

Recuerdo a mi querida tía Leonor cuando visitaba nuestra casa. Siempre manifestaba a la usanza de los viejos una moraleja o consejo, que decía: “La soledad es mala consejera”. Nos concitaba a poner nuestro mayor entusiasmo en los libros, en la tarea escolar, inclusive en algún juego que pusiera en jaque nuestra imaginación.

La tía Leonor era sabia como todos lo que llevan años a cuestas. Viuda, de bastante tiempo ya, la tía conocía que la soledad no es mala cuando se visita por un tiempo para reflexionar, madurar una idea (aunque sí es terrible cuando la persona sufre una dolorosa herida y busca apartarse de todo).

A mi tía Leonor nunca le importó la palabrería, ni siquiera la filosofía rebuscada; ella se levantaba cada mañana para dedicarse a hacer lo que amaba, que era recorrer las calles de su querido Tampico, visitar a sus familiares y viajar por la vida compartiendo la luz de su amor.

No había tenido estudios, sólo algo sobre corte y confección, por eso comprendía que en el momento a momento se elabora el día, que las heridas que surgen en la batalla diaria se remiendan con amor, que en cada acción se fabrican los sueños más grandes, que las decisiones que tomes hoy repercutirán en el mañana. Ella confiaba en Dios porque creía en el amor, siempre manifestaba "Dios es amor".

En alguna ocasión, una amiga visitó la casa. Estaba triste pues competiría por ser representante de salón, y esta chica se pensaba nada carismática. Recuerdo que la tía la invitó a sentarse, le preparó un delicioso café y le contó una historia sobre una joven que sentía que la gente no la valoraba y que, por lo mismo, decidió asistir con un sabio para que la ayudara a conocer qué tanto la querían las personas.

Cuando llegó ante el hombre docto, éste le dijo: "Te ayudaré si me ayudas primero; quiero que preguntes en el mercado el precio de este anillo". La muchacha emprendió el camino hacia el mercado; le daban diferentes precios. De manera que se dirigió a consultar con un gran joyero, quien le comunicó: “El anillo que tienes es muy especial, de valor único, de material exclusivo, vale todo el oro de la ciudad”.

Regresó ante el sabio y le comentó lo que le había informado el maestro joyero. "Ahora que ya te he hecho el favor, ayúdame como quedamos". A lo que el sabio le contestó: “Sí, ya lo he hecho. Esta es la lección, eres como el anillo, un ser de gran estirpe, único y majestuoso". La tía Leonor conocía que sólo por existir somos ya valiosos, que poseemos la decisión única de otorgarnos el justo valor de la existencia.

De igual forma sabía que el aislamiento más terrible que el hombre ha adolecido durante lustros es la soledad del alma, que es la etapa cuando nos encontramos rodeados de personas que nos aman. Mi tía vivió hasta el último instante llena de amor. Y es que cuando logramos este propósito la existencia cambia, se acepta lo que no se puede cambiar y se sigue creyendo que la vida que nos haya tocado vivir es maravillosa. El día que mi tía falleció, no fue mucha gente, sólo la que en verdad la amó: su familia a quien nunca escatimó tiempo. A mí, uno de sus sobrinos consentidos, me tocó el privilegio de agradecer a todos la asistencia al entierro.

Cuando todo finalizó, un amigo puso su mano en mi hombro para obsequiarme amablemente estas palabras: “Tu tía descansa ya con Dios”, yo sólo levanté la mirada al cielo celeste y en mi mente pensé: “Esta vez ella sigue sólo un poquito más cerca de Dios”.

En alguna ocasión, una amiga visitó la casa. Estaba triste pues competiría por ser representante de salón, y esta chica se pensaba nada carismática

Recuerdo a mi querida tía Leonor cuando visitaba nuestra casa. Siempre manifestaba a la usanza de los viejos una moraleja o consejo, que decía: “La soledad es mala consejera”. Nos concitaba a poner nuestro mayor entusiasmo en los libros, en la tarea escolar, inclusive en algún juego que pusiera en jaque nuestra imaginación.

La tía Leonor era sabia como todos lo que llevan años a cuestas. Viuda, de bastante tiempo ya, la tía conocía que la soledad no es mala cuando se visita por un tiempo para reflexionar, madurar una idea (aunque sí es terrible cuando la persona sufre una dolorosa herida y busca apartarse de todo).

A mi tía Leonor nunca le importó la palabrería, ni siquiera la filosofía rebuscada; ella se levantaba cada mañana para dedicarse a hacer lo que amaba, que era recorrer las calles de su querido Tampico, visitar a sus familiares y viajar por la vida compartiendo la luz de su amor.

No había tenido estudios, sólo algo sobre corte y confección, por eso comprendía que en el momento a momento se elabora el día, que las heridas que surgen en la batalla diaria se remiendan con amor, que en cada acción se fabrican los sueños más grandes, que las decisiones que tomes hoy repercutirán en el mañana. Ella confiaba en Dios porque creía en el amor, siempre manifestaba "Dios es amor".

En alguna ocasión, una amiga visitó la casa. Estaba triste pues competiría por ser representante de salón, y esta chica se pensaba nada carismática. Recuerdo que la tía la invitó a sentarse, le preparó un delicioso café y le contó una historia sobre una joven que sentía que la gente no la valoraba y que, por lo mismo, decidió asistir con un sabio para que la ayudara a conocer qué tanto la querían las personas.

Cuando llegó ante el hombre docto, éste le dijo: "Te ayudaré si me ayudas primero; quiero que preguntes en el mercado el precio de este anillo". La muchacha emprendió el camino hacia el mercado; le daban diferentes precios. De manera que se dirigió a consultar con un gran joyero, quien le comunicó: “El anillo que tienes es muy especial, de valor único, de material exclusivo, vale todo el oro de la ciudad”.

Regresó ante el sabio y le comentó lo que le había informado el maestro joyero. "Ahora que ya te he hecho el favor, ayúdame como quedamos". A lo que el sabio le contestó: “Sí, ya lo he hecho. Esta es la lección, eres como el anillo, un ser de gran estirpe, único y majestuoso". La tía Leonor conocía que sólo por existir somos ya valiosos, que poseemos la decisión única de otorgarnos el justo valor de la existencia.

De igual forma sabía que el aislamiento más terrible que el hombre ha adolecido durante lustros es la soledad del alma, que es la etapa cuando nos encontramos rodeados de personas que nos aman. Mi tía vivió hasta el último instante llena de amor. Y es que cuando logramos este propósito la existencia cambia, se acepta lo que no se puede cambiar y se sigue creyendo que la vida que nos haya tocado vivir es maravillosa. El día que mi tía falleció, no fue mucha gente, sólo la que en verdad la amó: su familia a quien nunca escatimó tiempo. A mí, uno de sus sobrinos consentidos, me tocó el privilegio de agradecer a todos la asistencia al entierro.

Cuando todo finalizó, un amigo puso su mano en mi hombro para obsequiarme amablemente estas palabras: “Tu tía descansa ya con Dios”, yo sólo levanté la mirada al cielo celeste y en mi mente pensé: “Esta vez ella sigue sólo un poquito más cerca de Dios”.

En alguna ocasión, una amiga visitó la casa. Estaba triste pues competiría por ser representante de salón, y esta chica se pensaba nada carismática