/ domingo 23 de agosto de 2020

Tramoya | Patricia

En mi infancia leí “Corazón, diario de un niño”, de Edmondo De Amicis (1846-1908), el cual narra las peripecias que vive el pequeño Enrique en su aventura a la hora de asistir a la primaria en su natal Italia. En este ejemplar se muestran sus sueños, su forma de observar la vida en la escuela, así como a sus maestros, compañeros, recreos, juegos. Incluso, se brinda la oportunidad de relatar su relación con sus padres y hermanos. En este apartado tiene una hermosa carta que le escribe su hermana mayor Silvia, tras un incidente con ella:

“¿Por qué, Enrique, después que nuestro padre te censuró el que te hayas portado mal con Coreta, ¿has hecho conmigo aquella acción? ¿No sabes tú que ofendes a tu hermana, que ella haría de madre si una tremenda desgracia nos afligiese? Siempre encontrarás a tu hermana con los brazos abiertos. Sí, querido Enrique; y perdóname también el regaño que ahora te hago. Siempre serás mi hermano. Ahora, escríbeme en esta carta alguna palabrita cariñosa, te lo suplico. Tu hermana Silvia”.

En mi niñez este texto me emocionó, pues me imaginé prontamente la bendición de lo que significa contar con una hermana amorosa, que comparte su luz sin cortapisas con el hermano menor. Yo en ese tiempo no recapacité que las bendiciones son manifestadas para todos, derramadas en nuestros campos verdes de tulipanes amarillos, que parecen invitarnos a sonreír a la existencia. Hoy con la sapiencia que brindan los años, razono que las hermanas son tanto o más como Silvia la hermana mayor de Enrique: prestas a tomar las riendas de la casa cuando un padre o madre faltan; de apoyar en todo a los hermanos, a pesar de los sin-sabores que los hermanos menores ocasionamos.

Mi hermana Patricia es un ejemplo de lo que comento, pues uno de los recuerdos de aquella infancia en que vivíamos en “Colonias”, cerca de la Iglesia María Auxiliadora, es el día en que nuestro comportamiento no fue el adecuado. Mi madre, a quien la hicimos rabiar hasta el cansancio aquella tarde, corrió tras nosotros con chancla en mano por la inmensa huerta, que contaba con grandes y abundantes árboles de limón, aguacate y mango. Precisamente en el arbusto de limón, mi madre consiguió acorralarnos, cual película de comedia, girábamos alrededor ese árbol una y otra vez.

Mi hermana Patricia, razonando que pronto caeríamos los dos cansados y a merced del poder de la chancla de mi señora madre, decidió quedarse parada para que a ella le infligiera el sabor de la chancla en sus posaderas. Yo, gracias a esta opción, alcancé a escapar; más tarde llegaría mi padre que, ante las explicaciones de mi madre de mi mal comportamiento, sólo alcanzó a sonreír diciendo que eran diabluras de pequeños, dejando abierta la puerta de la casa para que pudiera alcanzar a disfrutar de mi programa televisivo favorito, mientras mi hermana aún se sobaba las nalgas después de haber conocido el poder de la chancla. Mi hermana Patricia y yo cuando conversamos de esta acción, que me dice no recordar, sólo agrega que se volvería a sacrificar con gusto, que de esta manera deben ser los hermanos mayores con los menores, replica.

Yo le creo sin pensarlo, pues mi hermana siempre ha manifestado su generosidad con todo el mundo, sobre todo con sus hermanos. Mi padre cuando falleció dejó sus propiedades intestadas, aunque a mi hermana ya le había entregado su herencia en vida. Cuando el notario llamó para que los tres hermanos nos reuniéramos en su oficina para detallar el reparto del legado, el actuario le hizo saber a mi hermana que podría reclamar una parte del terreno que había dejado mi padre. Patricia, que tuvo que venir desde Monterrey donde radica, le comentó que no quería absolutamente nada, que la voluntad de mi padre significaba que la propiedad fuera repartida por partes iguales entre sus hermanos menores.

El novelista Herman Hesse (1887-1962) tiene una maravillosa frase: “No existe la mayor aventura que la de aventurarse en el otro. El resto es turismo”. Creo que esta máxima ocupa a bastante gente en este planeta. Mi hermana es fiel testigo de esto, creo que por eso se dedicó a la medicina donde se desenvuelve como doctora pediatra desde hace más de dos décadas. Ayer por la tarde mi hermana, de visita por el puerto, me solicitó que la llevara a una cafetería donde se encontraría con su amiga Sonia, que hace tanto no veía. Cuando viajábamos a la cita me mostró su emoción del encuentro con su amiga de preparatoria: yo algo pesimista le mencioné: “No te entusiasmes tanto, la gente cambia”. Ella, con una sonrisa llena de entusiasmo, comentó: “Sí, muchas veces las gentes se transforman en algo más bueno que lo que son”.

Esa noche regresó mi hermana completamente radiante de su encuentro. No necesité palabras para comprender mi equivocación, otra vez mi hermana Patricia volvía a mostrarme su generosidad para amar. Antes de cerrar su puerta para dormir me dijo: “Mañana domingo los voy a invitar a ti y a tu familia a almorzar”. Yo sólo asentí con la cabeza, antes de que el sueño cerrara mis párpados. Me acordé de las palabras de Enrique a su hermana Silvia, después haber leído la misiva como respuesta: “No soy digno de besar tus plantas. Enrique”.

Mi madre, a quien la hicimos rabiar hasta el cansancio aquella tarde, corrió tras nosotros con chancla en mano por la inmensa huerta, que contaba con grandes y abundantes árboles de limón, aguacate y mango

En mi infancia leí “Corazón, diario de un niño”, de Edmondo De Amicis (1846-1908), el cual narra las peripecias que vive el pequeño Enrique en su aventura a la hora de asistir a la primaria en su natal Italia. En este ejemplar se muestran sus sueños, su forma de observar la vida en la escuela, así como a sus maestros, compañeros, recreos, juegos. Incluso, se brinda la oportunidad de relatar su relación con sus padres y hermanos. En este apartado tiene una hermosa carta que le escribe su hermana mayor Silvia, tras un incidente con ella:

“¿Por qué, Enrique, después que nuestro padre te censuró el que te hayas portado mal con Coreta, ¿has hecho conmigo aquella acción? ¿No sabes tú que ofendes a tu hermana, que ella haría de madre si una tremenda desgracia nos afligiese? Siempre encontrarás a tu hermana con los brazos abiertos. Sí, querido Enrique; y perdóname también el regaño que ahora te hago. Siempre serás mi hermano. Ahora, escríbeme en esta carta alguna palabrita cariñosa, te lo suplico. Tu hermana Silvia”.

En mi niñez este texto me emocionó, pues me imaginé prontamente la bendición de lo que significa contar con una hermana amorosa, que comparte su luz sin cortapisas con el hermano menor. Yo en ese tiempo no recapacité que las bendiciones son manifestadas para todos, derramadas en nuestros campos verdes de tulipanes amarillos, que parecen invitarnos a sonreír a la existencia. Hoy con la sapiencia que brindan los años, razono que las hermanas son tanto o más como Silvia la hermana mayor de Enrique: prestas a tomar las riendas de la casa cuando un padre o madre faltan; de apoyar en todo a los hermanos, a pesar de los sin-sabores que los hermanos menores ocasionamos.

Mi hermana Patricia es un ejemplo de lo que comento, pues uno de los recuerdos de aquella infancia en que vivíamos en “Colonias”, cerca de la Iglesia María Auxiliadora, es el día en que nuestro comportamiento no fue el adecuado. Mi madre, a quien la hicimos rabiar hasta el cansancio aquella tarde, corrió tras nosotros con chancla en mano por la inmensa huerta, que contaba con grandes y abundantes árboles de limón, aguacate y mango. Precisamente en el arbusto de limón, mi madre consiguió acorralarnos, cual película de comedia, girábamos alrededor ese árbol una y otra vez.

Mi hermana Patricia, razonando que pronto caeríamos los dos cansados y a merced del poder de la chancla de mi señora madre, decidió quedarse parada para que a ella le infligiera el sabor de la chancla en sus posaderas. Yo, gracias a esta opción, alcancé a escapar; más tarde llegaría mi padre que, ante las explicaciones de mi madre de mi mal comportamiento, sólo alcanzó a sonreír diciendo que eran diabluras de pequeños, dejando abierta la puerta de la casa para que pudiera alcanzar a disfrutar de mi programa televisivo favorito, mientras mi hermana aún se sobaba las nalgas después de haber conocido el poder de la chancla. Mi hermana Patricia y yo cuando conversamos de esta acción, que me dice no recordar, sólo agrega que se volvería a sacrificar con gusto, que de esta manera deben ser los hermanos mayores con los menores, replica.

Yo le creo sin pensarlo, pues mi hermana siempre ha manifestado su generosidad con todo el mundo, sobre todo con sus hermanos. Mi padre cuando falleció dejó sus propiedades intestadas, aunque a mi hermana ya le había entregado su herencia en vida. Cuando el notario llamó para que los tres hermanos nos reuniéramos en su oficina para detallar el reparto del legado, el actuario le hizo saber a mi hermana que podría reclamar una parte del terreno que había dejado mi padre. Patricia, que tuvo que venir desde Monterrey donde radica, le comentó que no quería absolutamente nada, que la voluntad de mi padre significaba que la propiedad fuera repartida por partes iguales entre sus hermanos menores.

El novelista Herman Hesse (1887-1962) tiene una maravillosa frase: “No existe la mayor aventura que la de aventurarse en el otro. El resto es turismo”. Creo que esta máxima ocupa a bastante gente en este planeta. Mi hermana es fiel testigo de esto, creo que por eso se dedicó a la medicina donde se desenvuelve como doctora pediatra desde hace más de dos décadas. Ayer por la tarde mi hermana, de visita por el puerto, me solicitó que la llevara a una cafetería donde se encontraría con su amiga Sonia, que hace tanto no veía. Cuando viajábamos a la cita me mostró su emoción del encuentro con su amiga de preparatoria: yo algo pesimista le mencioné: “No te entusiasmes tanto, la gente cambia”. Ella, con una sonrisa llena de entusiasmo, comentó: “Sí, muchas veces las gentes se transforman en algo más bueno que lo que son”.

Esa noche regresó mi hermana completamente radiante de su encuentro. No necesité palabras para comprender mi equivocación, otra vez mi hermana Patricia volvía a mostrarme su generosidad para amar. Antes de cerrar su puerta para dormir me dijo: “Mañana domingo los voy a invitar a ti y a tu familia a almorzar”. Yo sólo asentí con la cabeza, antes de que el sueño cerrara mis párpados. Me acordé de las palabras de Enrique a su hermana Silvia, después haber leído la misiva como respuesta: “No soy digno de besar tus plantas. Enrique”.

Mi madre, a quien la hicimos rabiar hasta el cansancio aquella tarde, corrió tras nosotros con chancla en mano por la inmensa huerta, que contaba con grandes y abundantes árboles de limón, aguacate y mango