/ domingo 9 de agosto de 2020

Tramoya | Entre sombra y luz

Era un sábado por la mañana cuando llegué a un curso que tomaría llamado “Sana tu vida”, sobre las ideas de la escritora de superación personal Louise L. Hay. En el temario del curso había un apartado llamado “niño interior”, y yo tenía un saldo en este tema donde tendría que despojarme de ataduras personales para completar esta práctica, pues siempre hurgar en el interior no es fácil.

Todos tenemos dentro de nosotros un “niño interior” que requiere, pese a la edad que tengamos, ser amado y aceptado sin condición alguna. Este menor en sus primeros pasos en la tierra, se manejó con valentía y decisión. Después, a medida que se fue volviendo consciente, comenzó una batalla en nuestra alma, pues de la misma forma que contamos con un niño interior, existe un “padre interior” que al momento que el niño no consigue lo que desea, éste le reprocha su falta de capacidad para lograr un propósito.

Mi infancia, inundada de bendiciones por el cariño de unos padres amorosos, también contó con un pasaje oscuro. Mis padres trabajaban todo el día para mantener a tres chicos que requerían de cubrirles sus necesidades primarias. Durante esas largas ausencias de regresar de la primaria y hacer la tarea, salía a jugar con la palomilla de la cuadra. En ciertos instantes de descanso, los niños mayores bromeaban a los más pequeños; a mí por lo regular me vacilaban diciendo que sabían de buena fuente que yo era adoptado. Esta broma inocente terminaba por lo regular en riñas y golpes, pues pensaba que mis padres me habían adoptado por lástima.

Afuera de la casa existía un cuarto de herramientas donde finalizaba llorando en solitario, pensando que no era valioso, que no era merecedor de amor y atención y aunque en diversas ocasiones mis padres me comentaron que era hijo biológico, yo había adoptado ese pensamiento. Toda mi infancia y parte de la juventud la imagen de dolor de un niño de ocho años lastimado, regresaba como un fantasma. Hasta que apareció el teatro en mi vida, pues siempre he observado que por lo regular los que estamos inmersos en las artes o dictan conferencias fueron “Niños invisibles” que les faltó reconocimiento o atención en su infancia, y que pese a ser adultos, aun ese pequeño “niño interior” necesita ser amado y sanado.

Sigmund Freud llamó “sublimación” al mecanismo de convertir algo enfermo y oscuro en algo luminoso y sano. Esto quiere decir que las heridas, el dolor, enojo, frustración podemos transformarlos para crecer, crear y transcender en la vida. La falta de atención que no recibimos de menores la cubrimos en las conferencias u obras de teatro ante un numeroso público que nos brinda su reconocimiento y atención. Ése podría ser el lado oscuro; el luminoso sería la gran oportunidad de servir a la gente, de ayudarla a pasar momentos divertidos.

Llegada la noche, principio la práctica del niño interior: la instructora, con una voz templada y música de sonidos relajantes, nos solicitó que regresáramos mentalmente a la escena donde nuestro niño se sintió indefenso y lastimado.

Yo pude volver, me encontré en aquella habitación de herramientas, treintaicinco años antes. Escuché sus sollozos, lo observé llorando en solitario, me acerqué hasta donde se hallaba, le dije que no se preocupara que era la persona que más lo amaba, que no hiciera caso a esas voces engañosas.

Tú eres importante, valioso y único, le comenté; al mismo tiempo que lo abrazaba, sus brazos infantiles me abrazaron también. Sentí su inocencia, su ternura, comencé a llorar mientras le cantaba una canción infantil. El pequeño se quedó dormido en mi regazo, sintiéndose amado y seguro.

Mientras ponía atención a mi yo pequeño, disculpaba a todos los que en aquella etapa de inocencia me hicieron daño, solo éramos menores bromeando. A partir de ahora todo estaría bien. El niño seguía dormido sintiéndose pleno, yo lo besaba mientras le decía que siempre estaría a su lado.

Cuando regresé al tiempo actual, me encontraba inundado por las lágrimas del amor que todo lo sana. Esa noche me había reencontrado con mi niño interior, ahora sabía que se sentía amado y protegido, yo sólo me sentía liberado y completamente sano. Feliz de haber transitado entre las sombras y la luz. Ahora conocía que mi vida había escogido la parte luminosa de la existencia.

Era un sábado por la mañana cuando llegué a un curso que tomaría llamado “Sana tu vida”, sobre las ideas de la escritora de superación personal Louise L. Hay. En el temario del curso había un apartado llamado “niño interior”, y yo tenía un saldo en este tema donde tendría que despojarme de ataduras personales para completar esta práctica, pues siempre hurgar en el interior no es fácil.

Todos tenemos dentro de nosotros un “niño interior” que requiere, pese a la edad que tengamos, ser amado y aceptado sin condición alguna. Este menor en sus primeros pasos en la tierra, se manejó con valentía y decisión. Después, a medida que se fue volviendo consciente, comenzó una batalla en nuestra alma, pues de la misma forma que contamos con un niño interior, existe un “padre interior” que al momento que el niño no consigue lo que desea, éste le reprocha su falta de capacidad para lograr un propósito.

Mi infancia, inundada de bendiciones por el cariño de unos padres amorosos, también contó con un pasaje oscuro. Mis padres trabajaban todo el día para mantener a tres chicos que requerían de cubrirles sus necesidades primarias. Durante esas largas ausencias de regresar de la primaria y hacer la tarea, salía a jugar con la palomilla de la cuadra. En ciertos instantes de descanso, los niños mayores bromeaban a los más pequeños; a mí por lo regular me vacilaban diciendo que sabían de buena fuente que yo era adoptado. Esta broma inocente terminaba por lo regular en riñas y golpes, pues pensaba que mis padres me habían adoptado por lástima.

Afuera de la casa existía un cuarto de herramientas donde finalizaba llorando en solitario, pensando que no era valioso, que no era merecedor de amor y atención y aunque en diversas ocasiones mis padres me comentaron que era hijo biológico, yo había adoptado ese pensamiento. Toda mi infancia y parte de la juventud la imagen de dolor de un niño de ocho años lastimado, regresaba como un fantasma. Hasta que apareció el teatro en mi vida, pues siempre he observado que por lo regular los que estamos inmersos en las artes o dictan conferencias fueron “Niños invisibles” que les faltó reconocimiento o atención en su infancia, y que pese a ser adultos, aun ese pequeño “niño interior” necesita ser amado y sanado.

Sigmund Freud llamó “sublimación” al mecanismo de convertir algo enfermo y oscuro en algo luminoso y sano. Esto quiere decir que las heridas, el dolor, enojo, frustración podemos transformarlos para crecer, crear y transcender en la vida. La falta de atención que no recibimos de menores la cubrimos en las conferencias u obras de teatro ante un numeroso público que nos brinda su reconocimiento y atención. Ése podría ser el lado oscuro; el luminoso sería la gran oportunidad de servir a la gente, de ayudarla a pasar momentos divertidos.

Llegada la noche, principio la práctica del niño interior: la instructora, con una voz templada y música de sonidos relajantes, nos solicitó que regresáramos mentalmente a la escena donde nuestro niño se sintió indefenso y lastimado.

Yo pude volver, me encontré en aquella habitación de herramientas, treintaicinco años antes. Escuché sus sollozos, lo observé llorando en solitario, me acerqué hasta donde se hallaba, le dije que no se preocupara que era la persona que más lo amaba, que no hiciera caso a esas voces engañosas.

Tú eres importante, valioso y único, le comenté; al mismo tiempo que lo abrazaba, sus brazos infantiles me abrazaron también. Sentí su inocencia, su ternura, comencé a llorar mientras le cantaba una canción infantil. El pequeño se quedó dormido en mi regazo, sintiéndose amado y seguro.

Mientras ponía atención a mi yo pequeño, disculpaba a todos los que en aquella etapa de inocencia me hicieron daño, solo éramos menores bromeando. A partir de ahora todo estaría bien. El niño seguía dormido sintiéndose pleno, yo lo besaba mientras le decía que siempre estaría a su lado.

Cuando regresé al tiempo actual, me encontraba inundado por las lágrimas del amor que todo lo sana. Esa noche me había reencontrado con mi niño interior, ahora sabía que se sentía amado y protegido, yo sólo me sentía liberado y completamente sano. Feliz de haber transitado entre las sombras y la luz. Ahora conocía que mi vida había escogido la parte luminosa de la existencia.