/ miércoles 17 de marzo de 2021

Autorretratos de hielo | Azar de acentos

Confinados desde hace un año en la pandemia de nuestros miedos, la cancelación de la vida pública nos recuerda, con sus silencios heredados, la magia extraviada de los diálogos extranjeros.

Ironías aparte, si algo van dejando estos meses de precavidas soledades es la gran necesidad que sentimos de los acentos ajenos. Cómo olvidar, en este sentido, que en la isla de Montreal se daban cita todos los colores de la lengua española, cuando, en el azar de un viaje a las oficinas de gobierno o al supermercado, podíamos ir y venir de Mar de Plata al archipiélago de las Canarias, o tomar un atajo hacia Valparaíso guiados por esas fonéticas de Guayaquil tan parecidas a las arenas pronunciadas en Acapulco. Sigamos en esta vena internacional, y por qué no: en el bulevar Saint-Laurent, aún bajo una capa de hielo en estos días de marzo, no eran extrañas las modulaciones caribes, como tampoco resultaban imposibles los seseos andaluces en los bares de los buenos amigos, ni los dejes andinos en los autobuses de la hora punta, ni las ocasionales muletillas centroamericanas en los niños de cualquier parque —cerrados hasta nuevo aviso, por supuesto.

Tiempos hubo en que una sola palabra de nuestro vocabulario contenía las aceras más infinitas de la gramática española. Entonces, con franca sorpresa y mirada no menos transparente, nos lanzábamos a conversaciones inverosímiles, mientras, en forma por demás inconsciente, nos convertíamos también en filólogos de nuestros propios reflejos. Para decirlo con la claridad de san Agustín —místico y migrante…, ¡y además lingüista!—, cada uno de nosotros se había constituido en una “escuela de habladurías”, pues aprendíamos y enseñábamos definiciones, recibíamos y aportábamos nuevos significados para todas las cosas: al escucharnos en la voz del otro reinventábamos nuestro propio destino, y, en consecuencia, descubríamos formas insólitas de habitar la gran casa de las dicciones hispánicas. Al paso de los calendarios, y acaso sin saberlo, un buen día abrimos los ojos a nuestra pericia para reconocernos mexicanos desde lo argentino, o para nombrarnos tamaulipecos con olas llegadas desde La Habana, o para subrayarnos tampiqueños entre los humedales paraguayos, o, en el sentido inverso de todo ello, para confirmarnos universales en los bullicios de la calle Colón a la una de la tarde, con los mil y un viceversas que le quepan al caso.

Entre todas las cosas extraviadas en la isla de Montreal en estos días, lo que más se añora es ese pasatiempo terminológico al que solíamos entregarnos los hispanohablantes. Más o menos el asunto sucedía así: sumergidos en la doble marea de las palabras inglesas y francesas, al tropezar con otro hijo de nuestra lengua le extendíamos la mano y la sonrisa para iniciar un amable certamen de resonancias cruzadas; nuestro interlocutor, a su vez, estaba obligado a disfrazarse de exabruptos mexicanos, ocultar sus ecos costarricenses, cancelar sus sonsonetes colombianos o disolver su verborrea de madrileño trasplantado, según lo dictara su propia nacionalidad. El juego no solo exigía dominar cualquier conato de carcajada, sino desplegar habilidades de contorsionista verbal, pues, si acaso los dichos uruguayos o los refranes boricuas resultan accesibles para los hijos del Golfo de México, en contraparte es poco menos que imposible reproducir los requiebros de Oviedo o las curiosas modulaciones de Panamá —y mejor no hablar de las frases ecuatorianas que suelen mover los subjuntivos de su lugar—. Y daba gusto, ¡cuánto gusto!, saber que todos triunfábamos en la patria esencial, única y heterogénea, de la lengua castellana.

Por lo demás, el regocijo cambiaba de color cuando uno tropezaba con migrantes venidos del mismo pasaporte. Entonces se producía un júbilo diferente al recordar las voces regiomontanas, o al evocar los gritos guanajuatenses, o al actualizar los giros fronterizos de Tijuana tanto como las jergas chicanas en California. En esa época anterior a los confinamientos, la isla de Montreal desafiaba las habilidades del buen jugador de palabras, y junto a otros mexicanos era posible imitar lo yucateco o conjugarse con tonillos de Chihuahua, sin olvidar, claro que no, los archiconocidos retumbes de Tepito llegados a nuestra conciencia desde los paseos familiares por el Zócalo, los domingos familiares en la Alameda Central o las tardes de cervezas solitarias en el Salón Corona, muy allá, en la Ciudad de México de todos nosotros... Es menester decirlo: el triunfo, aunque efímero, era siempre uno, pues poca gente domina el arte de adjetivar atardeceres con la inminencia de los mosquitos frente al río Pánuco.

Aunque, por supuesto, el día más memorable le pertenece a la señora Martha, en un centro comercial, al salir de la estación de metro Atwater. En aquella vida pre-pandémica que hoy nos parece tan lejana, en una tienda de ocasión, ella también resultó hija de la avenida Hidalgo…, y no lo podía creer, señor, y qué chiquito es el mundo, señora, y si la isla de Montreal es un pañuelo, Tampico es una cáscara de nuez repartida en medio mundo. Cosas así nos dijimos, cuando, para no traicionar el conocido juego de los expatriados en el Polo Norte, comenzamos a fingirnos diferentes: de repente, ella se dijo guatemalteca mientras yo fui a esconderme un poco entre los silabeos de Cartagena de Indias, aunque más temprano que tarde emprendimos el regreso a la Plaza de Armas.

Nos hablábamos fuera de casa con palabras heredadas, o, si se prefiere, nos pronunciábamos extranjeros en la identidad común de los verbos emparentados con el agua de jobito. Y mientras Tampico se hacía cada vez más inevitable en aquella charla, diríase que san Agustín volvía a triunfar en la isla de Montreal. En efecto, “en la expresión del rostro, los guiños de los ojos, los movimientos de los demás órganos, el sonido de la voz, por donde se manifiestan las impresiones del alma” —al respecto, ver el Libro I de “Las confesiones”—, allí, en el subsuelo evidente de nuestros gestos, se había infiltrado ya la elocuencia de los semblantes que saben despedirse con las inflexiones más honestas de la playa Miramar.

Confinados desde hace un año en la pandemia de nuestros miedos, la cancelación de la vida pública nos recuerda, con sus silencios heredados, la magia extraviada de los diálogos extranjeros.

Ironías aparte, si algo van dejando estos meses de precavidas soledades es la gran necesidad que sentimos de los acentos ajenos. Cómo olvidar, en este sentido, que en la isla de Montreal se daban cita todos los colores de la lengua española, cuando, en el azar de un viaje a las oficinas de gobierno o al supermercado, podíamos ir y venir de Mar de Plata al archipiélago de las Canarias, o tomar un atajo hacia Valparaíso guiados por esas fonéticas de Guayaquil tan parecidas a las arenas pronunciadas en Acapulco. Sigamos en esta vena internacional, y por qué no: en el bulevar Saint-Laurent, aún bajo una capa de hielo en estos días de marzo, no eran extrañas las modulaciones caribes, como tampoco resultaban imposibles los seseos andaluces en los bares de los buenos amigos, ni los dejes andinos en los autobuses de la hora punta, ni las ocasionales muletillas centroamericanas en los niños de cualquier parque —cerrados hasta nuevo aviso, por supuesto.

Tiempos hubo en que una sola palabra de nuestro vocabulario contenía las aceras más infinitas de la gramática española. Entonces, con franca sorpresa y mirada no menos transparente, nos lanzábamos a conversaciones inverosímiles, mientras, en forma por demás inconsciente, nos convertíamos también en filólogos de nuestros propios reflejos. Para decirlo con la claridad de san Agustín —místico y migrante…, ¡y además lingüista!—, cada uno de nosotros se había constituido en una “escuela de habladurías”, pues aprendíamos y enseñábamos definiciones, recibíamos y aportábamos nuevos significados para todas las cosas: al escucharnos en la voz del otro reinventábamos nuestro propio destino, y, en consecuencia, descubríamos formas insólitas de habitar la gran casa de las dicciones hispánicas. Al paso de los calendarios, y acaso sin saberlo, un buen día abrimos los ojos a nuestra pericia para reconocernos mexicanos desde lo argentino, o para nombrarnos tamaulipecos con olas llegadas desde La Habana, o para subrayarnos tampiqueños entre los humedales paraguayos, o, en el sentido inverso de todo ello, para confirmarnos universales en los bullicios de la calle Colón a la una de la tarde, con los mil y un viceversas que le quepan al caso.

Entre todas las cosas extraviadas en la isla de Montreal en estos días, lo que más se añora es ese pasatiempo terminológico al que solíamos entregarnos los hispanohablantes. Más o menos el asunto sucedía así: sumergidos en la doble marea de las palabras inglesas y francesas, al tropezar con otro hijo de nuestra lengua le extendíamos la mano y la sonrisa para iniciar un amable certamen de resonancias cruzadas; nuestro interlocutor, a su vez, estaba obligado a disfrazarse de exabruptos mexicanos, ocultar sus ecos costarricenses, cancelar sus sonsonetes colombianos o disolver su verborrea de madrileño trasplantado, según lo dictara su propia nacionalidad. El juego no solo exigía dominar cualquier conato de carcajada, sino desplegar habilidades de contorsionista verbal, pues, si acaso los dichos uruguayos o los refranes boricuas resultan accesibles para los hijos del Golfo de México, en contraparte es poco menos que imposible reproducir los requiebros de Oviedo o las curiosas modulaciones de Panamá —y mejor no hablar de las frases ecuatorianas que suelen mover los subjuntivos de su lugar—. Y daba gusto, ¡cuánto gusto!, saber que todos triunfábamos en la patria esencial, única y heterogénea, de la lengua castellana.

Por lo demás, el regocijo cambiaba de color cuando uno tropezaba con migrantes venidos del mismo pasaporte. Entonces se producía un júbilo diferente al recordar las voces regiomontanas, o al evocar los gritos guanajuatenses, o al actualizar los giros fronterizos de Tijuana tanto como las jergas chicanas en California. En esa época anterior a los confinamientos, la isla de Montreal desafiaba las habilidades del buen jugador de palabras, y junto a otros mexicanos era posible imitar lo yucateco o conjugarse con tonillos de Chihuahua, sin olvidar, claro que no, los archiconocidos retumbes de Tepito llegados a nuestra conciencia desde los paseos familiares por el Zócalo, los domingos familiares en la Alameda Central o las tardes de cervezas solitarias en el Salón Corona, muy allá, en la Ciudad de México de todos nosotros... Es menester decirlo: el triunfo, aunque efímero, era siempre uno, pues poca gente domina el arte de adjetivar atardeceres con la inminencia de los mosquitos frente al río Pánuco.

Aunque, por supuesto, el día más memorable le pertenece a la señora Martha, en un centro comercial, al salir de la estación de metro Atwater. En aquella vida pre-pandémica que hoy nos parece tan lejana, en una tienda de ocasión, ella también resultó hija de la avenida Hidalgo…, y no lo podía creer, señor, y qué chiquito es el mundo, señora, y si la isla de Montreal es un pañuelo, Tampico es una cáscara de nuez repartida en medio mundo. Cosas así nos dijimos, cuando, para no traicionar el conocido juego de los expatriados en el Polo Norte, comenzamos a fingirnos diferentes: de repente, ella se dijo guatemalteca mientras yo fui a esconderme un poco entre los silabeos de Cartagena de Indias, aunque más temprano que tarde emprendimos el regreso a la Plaza de Armas.

Nos hablábamos fuera de casa con palabras heredadas, o, si se prefiere, nos pronunciábamos extranjeros en la identidad común de los verbos emparentados con el agua de jobito. Y mientras Tampico se hacía cada vez más inevitable en aquella charla, diríase que san Agustín volvía a triunfar en la isla de Montreal. En efecto, “en la expresión del rostro, los guiños de los ojos, los movimientos de los demás órganos, el sonido de la voz, por donde se manifiestan las impresiones del alma” —al respecto, ver el Libro I de “Las confesiones”—, allí, en el subsuelo evidente de nuestros gestos, se había infiltrado ya la elocuencia de los semblantes que saben despedirse con las inflexiones más honestas de la playa Miramar.