/ miércoles 1 de junio de 2022

Autorretratos de hielo | De calles y maestras infinitas

Nuestro salón miraba hacia la calle Mango, y los manuales del tercer año comenzaban a provocar extrañeza durante las clases de español. Eran como pedacitos de lengua inesperada cuando, al abrirlos en cualquier mediodía de la escuela primaria, la maestra Lupita nos guiaba en voz alta por las rimas casi perfectas de Jaime Sabines: “la cojita está embarazada”, cómo olvidarlos, los primeros versos de nuestra historia, “cojita del pie derecho, y también del corazón”.

Dichas frases nos hacían creer que sólo lo maravilloso —acaso también sólo lo inexplicable— podía triunfar sobre lo trillado para explicar de otra manera la historia de aquella mujer que caminaba tan trabajosamente…, “pero qué dulce mirada, mira de frente”, y lo demás.

Poesía era eso, y teníamos pocos años de edad: una forma de andar por las novedades, una especie de melódico noticiero. Sin embargo, al año siguiente la cosa cambió un poco, ahora sobre la calle Chairel, gracias a las composiciones de Rafael Pombo que la seño Irma nos hacía leer, como “el hijo de Rana, Rinrín Renacuajo” —salido de casa “muy tieso y muy majo”, según recuerdo—. Descubríamos, entre otras cosas, que la música de nuestra lengua era capaz de producir sonrisas lo mismo que perplejidades, y nos gustaba, claro que sí, tanto como las letras de la pobre viejecita “sin nadita que comer, sino carnes, frutas, dulces, tortas, huevos, pan y pez”. Y porque carecíamos de aparatos críticos para nombrar las ironías del poema, rematado por Pombo en clave de moraleja, nuestra experiencia de la literatura derivó hacia horizontes de mucha diversión.

En la escuela secundaria recuerdo, sobre todo, a la profesora Zorrilla. No la volví a ver, aunque, para lo que ocupa decir en este primer miércoles de junio, en ese año de acentos adolescentes, sobre la bulliciosa avenida Universidad, descubrimos la tragicomedia de Calixto y Melibea; gracias a su instinto de lectora sagaz, la profesora Zorrilla hacía que “La Celestina” sucediera en el aula, allí y entonces, y también en los calurosos pasillos del instituto, e incluso en las calles aledañas al colegio. Sí, era genial la forma en que la realidad se confundía con la ficción mientras los personajes de Fernando de Rojas actualizaban sus amores indebidos ante nuestros gestos de reprobación. Por cierto, otros textos que aprendimos a tocar con las manos en el tercero de secundaria, mientras lo vivido se engarzaba con lo imaginado, fueron el “Don Juan Tenorio”, algunos cuentos de Gutiérrez Nájera, algo de Bécquer, y en “Los de abajo” de Mariano Azuela resultó tan natural concluir que Demetrio Macías había sido sólo una piedrecita arrastrada por la Revolución de 1910 —así hablaba ella, con luminosos diminutivos.

De aquellas clases rescato asimismo el amor por los sinónimos. Ella solía pasar por nuestros pupitres para depositar un verbo en nuestros oídos; agotadas las filas, regresaba para mirarnos con su ternura matriarcal: era necesario hacer florecer la palabra recibida, encontrar los ecos que mejor la definiesen, y a mí me había tocado en suerte “atribuir”, no era justo, y apenas supe replicar con la timidez de un “achacar”…, debí haber dicho “adjudicar”, hubiese sido un poco más elegante, ¿no es cierto?. Al final, tantos vocablos duplicados nos sobrecargaban de sorpresas, la lengua era un juego de espejos, y al iniciar la escuela preparatoria, aún a tiro de cañón de la avenida Universidad, turno vespertino, los nuevos maestros de español se fueron haciendo cada vez más triviales ante la evocación de la única docente que había sido capaz de vivir la literatura ante nuestros ojos, y, por añadidura, la única que supo entender nuestra necesidad de acopiar palabras para nombrar el mundo de las cosas venideras.

Al llegar a los ciclos superiores, en el paseo Bella Vista, eran geniales las clases de letras inglesas. Las impartía Gloria, la poeta, y podíamos tutearla, y resultaba tan entretenido. Durante un par de semestres nos convertimos en asiduos lectores de W.F. Auden y de William Carlos Williams, y a veces fuimos los tataranietos más felices de Mary Shelley o de Emily Dickinson, porque “la esperanza es esa cosa con plumas que se posa en el alma” —decían los conocidos versos de doña Emily—. En un lunes de los años noventa, un buen día Gloria también nos filosofó el “Robinson Crusoe”; aquel conocido náufrago de Daniel Defoe nunca estuvo solo, jamás de los jamases, a pesar de sus veintiocho años de soledad irremediable en una isla chilena…, ¿y por qué?: porque lo acompañaban su cultura, su lengua, su idea de Dios, su forma de medir el tiempo, en fin, su civilización heredada.

A Gloria le gustaba mucho volver por los rumbos de T.S. Eliot, en especial a la “Tierra baldía”. Sin saberlo, los fragmentos de aquel libro fueron un ejercicio preparatorio que, llegado el tiempo de los adioses, me permitió caminar con mayor suficiencia por las extrañas avenidas del Polo Norte. Es más, deambular sin rumbo por los asoleados bulevares cosmopolitas de la isla de Montreal —disfrazado de mangas cortas en el incipiente verano boreal— no sólo me permite revivir cada año en los versos de Eliot aprendidos en Tampico: “el invierno nos manutuvo cálidos, cubriendo la tierra con nieve olvidadiza”…; por añadidura, diríase que en las honduras de dicho texto todos los rincones del río Pánuco vuelven a alcanzar la cima de algo, pues en aquellas clases de Gloria parecían congregarse todas mis aulas precedentes: allí despuntaban las noticias inesperadas de la maestra Lupita en la calle Mango, las sonrisas de la seño Irma en la colonia Águila, la profesora Zorrilla cosechando sinónimos sobre la avenida Universidad.

Ya, ya concluyo… Por si fuera poco, en cada uno de los alumnos del paseo Bella Vista comenzó a germinar también la certeza de un Robinson Crusoe muy distinto, estoy seguro, cuando en silencio entendimos que los hijos del río Pánuco nunca estarán solos por completo, aunque tengan que irse de casa: los acompañarán siempre sus lecturas iniciáticas, la lengua de sus calles primigenias, las palabras de sus maestras más infinitas.

Nuestro salón miraba hacia la calle Mango, y los manuales del tercer año comenzaban a provocar extrañeza durante las clases de español. Eran como pedacitos de lengua inesperada cuando, al abrirlos en cualquier mediodía de la escuela primaria, la maestra Lupita nos guiaba en voz alta por las rimas casi perfectas de Jaime Sabines: “la cojita está embarazada”, cómo olvidarlos, los primeros versos de nuestra historia, “cojita del pie derecho, y también del corazón”.

Dichas frases nos hacían creer que sólo lo maravilloso —acaso también sólo lo inexplicable— podía triunfar sobre lo trillado para explicar de otra manera la historia de aquella mujer que caminaba tan trabajosamente…, “pero qué dulce mirada, mira de frente”, y lo demás.

Poesía era eso, y teníamos pocos años de edad: una forma de andar por las novedades, una especie de melódico noticiero. Sin embargo, al año siguiente la cosa cambió un poco, ahora sobre la calle Chairel, gracias a las composiciones de Rafael Pombo que la seño Irma nos hacía leer, como “el hijo de Rana, Rinrín Renacuajo” —salido de casa “muy tieso y muy majo”, según recuerdo—. Descubríamos, entre otras cosas, que la música de nuestra lengua era capaz de producir sonrisas lo mismo que perplejidades, y nos gustaba, claro que sí, tanto como las letras de la pobre viejecita “sin nadita que comer, sino carnes, frutas, dulces, tortas, huevos, pan y pez”. Y porque carecíamos de aparatos críticos para nombrar las ironías del poema, rematado por Pombo en clave de moraleja, nuestra experiencia de la literatura derivó hacia horizontes de mucha diversión.

En la escuela secundaria recuerdo, sobre todo, a la profesora Zorrilla. No la volví a ver, aunque, para lo que ocupa decir en este primer miércoles de junio, en ese año de acentos adolescentes, sobre la bulliciosa avenida Universidad, descubrimos la tragicomedia de Calixto y Melibea; gracias a su instinto de lectora sagaz, la profesora Zorrilla hacía que “La Celestina” sucediera en el aula, allí y entonces, y también en los calurosos pasillos del instituto, e incluso en las calles aledañas al colegio. Sí, era genial la forma en que la realidad se confundía con la ficción mientras los personajes de Fernando de Rojas actualizaban sus amores indebidos ante nuestros gestos de reprobación. Por cierto, otros textos que aprendimos a tocar con las manos en el tercero de secundaria, mientras lo vivido se engarzaba con lo imaginado, fueron el “Don Juan Tenorio”, algunos cuentos de Gutiérrez Nájera, algo de Bécquer, y en “Los de abajo” de Mariano Azuela resultó tan natural concluir que Demetrio Macías había sido sólo una piedrecita arrastrada por la Revolución de 1910 —así hablaba ella, con luminosos diminutivos.

De aquellas clases rescato asimismo el amor por los sinónimos. Ella solía pasar por nuestros pupitres para depositar un verbo en nuestros oídos; agotadas las filas, regresaba para mirarnos con su ternura matriarcal: era necesario hacer florecer la palabra recibida, encontrar los ecos que mejor la definiesen, y a mí me había tocado en suerte “atribuir”, no era justo, y apenas supe replicar con la timidez de un “achacar”…, debí haber dicho “adjudicar”, hubiese sido un poco más elegante, ¿no es cierto?. Al final, tantos vocablos duplicados nos sobrecargaban de sorpresas, la lengua era un juego de espejos, y al iniciar la escuela preparatoria, aún a tiro de cañón de la avenida Universidad, turno vespertino, los nuevos maestros de español se fueron haciendo cada vez más triviales ante la evocación de la única docente que había sido capaz de vivir la literatura ante nuestros ojos, y, por añadidura, la única que supo entender nuestra necesidad de acopiar palabras para nombrar el mundo de las cosas venideras.

Al llegar a los ciclos superiores, en el paseo Bella Vista, eran geniales las clases de letras inglesas. Las impartía Gloria, la poeta, y podíamos tutearla, y resultaba tan entretenido. Durante un par de semestres nos convertimos en asiduos lectores de W.F. Auden y de William Carlos Williams, y a veces fuimos los tataranietos más felices de Mary Shelley o de Emily Dickinson, porque “la esperanza es esa cosa con plumas que se posa en el alma” —decían los conocidos versos de doña Emily—. En un lunes de los años noventa, un buen día Gloria también nos filosofó el “Robinson Crusoe”; aquel conocido náufrago de Daniel Defoe nunca estuvo solo, jamás de los jamases, a pesar de sus veintiocho años de soledad irremediable en una isla chilena…, ¿y por qué?: porque lo acompañaban su cultura, su lengua, su idea de Dios, su forma de medir el tiempo, en fin, su civilización heredada.

A Gloria le gustaba mucho volver por los rumbos de T.S. Eliot, en especial a la “Tierra baldía”. Sin saberlo, los fragmentos de aquel libro fueron un ejercicio preparatorio que, llegado el tiempo de los adioses, me permitió caminar con mayor suficiencia por las extrañas avenidas del Polo Norte. Es más, deambular sin rumbo por los asoleados bulevares cosmopolitas de la isla de Montreal —disfrazado de mangas cortas en el incipiente verano boreal— no sólo me permite revivir cada año en los versos de Eliot aprendidos en Tampico: “el invierno nos manutuvo cálidos, cubriendo la tierra con nieve olvidadiza”…; por añadidura, diríase que en las honduras de dicho texto todos los rincones del río Pánuco vuelven a alcanzar la cima de algo, pues en aquellas clases de Gloria parecían congregarse todas mis aulas precedentes: allí despuntaban las noticias inesperadas de la maestra Lupita en la calle Mango, las sonrisas de la seño Irma en la colonia Águila, la profesora Zorrilla cosechando sinónimos sobre la avenida Universidad.

Ya, ya concluyo… Por si fuera poco, en cada uno de los alumnos del paseo Bella Vista comenzó a germinar también la certeza de un Robinson Crusoe muy distinto, estoy seguro, cuando en silencio entendimos que los hijos del río Pánuco nunca estarán solos por completo, aunque tengan que irse de casa: los acompañarán siempre sus lecturas iniciáticas, la lengua de sus calles primigenias, las palabras de sus maestras más infinitas.