/ miércoles 13 de abril de 2022

Autorretratos de hielo | El eclipse de José

La primera vez que lo vi, hace ya muchos años, tenía un aire de siempre andar de viaje. Con su rostro de último minuto, como de pasajero a punto de perder su vuelo en algún aeropuerto imaginario, entraba y salía de mis cafés sobre la avenida Mont-Royal —que en las tardes de abril ha recuperado ya su parecido con el bulevar López Mateos—. Y al día siguiente, lo mismo: perfecto de impaciencias y profesional de sus ansiedades, con un maletín rodante y ese gorro de lana, lo veía acontecer en cualquiera de aquellas mesas. Era eso, estoy seguro, su apariencia de peregrino a toda hora, lo que lo hacía el más honesto, y acaso también el más ameno, de todos los migrantes del Polo Norte…

Como buen transterrado, en José domina una mirada de confusión. Basta observarlo un par de minutos para reconocer en su rostro algo de perplejidad, pues sus ojos de recién llegado poseen el aturdimiento de quien anda buscándose, sospechándose, conjeturándose entre los callejones de una lengua extranjera. A pesar de todo, el asunto tiene un lado luminoso, pues el expatriado vive también en un estado de constante asombro, diríase que agazapado en la inminencia de las fascinaciones… Pero mejor regresar a la historia de José: nacido en Funchal en 1960, muy en medio del océano, Portugal es un mundo al que ya no quiere volver. Y para qué. El único hermano se le fue muriendo de a poquitos en aquella isla —así lo dice, con granitos de sal en la nostalgia—, muy a cuentagotas, aunque se hablaban casi todos los días, eso sí. Según entiendo, la despedida duró una década de agonías y de telefonazos, o más o menos, y, cuando se le acabó la parentela, decidió que nunca más saldría de la isla de Montreal. Otra vez, y para qué.

Portugués tenía que ser, hijo legítimo de los horizontes y de las aventuras, y su español tan quebrado se parece mucho a los murmullos de la calle Colón cuando hace norte. Como en un diccionario de murmullos, su acento es un repertorio de susurros, pues, qué duda cabe, el suyo también es un idioma que replica los bisbiseos del océano. Quizás sea esa cercanía congénita con las olas lo que me proyecta mejor en sus pronunciaciones, porque José también fue niño de costa, allá, en la isla de Madeira, donde creció ante el espectáculo cotidiano de los turistas y de los paquebotes. Muy joven —muy “nuevo”, según lo dice en la lengua de Saramago— cultivó el oficio de cantinero, y cuando supo que la felicidad estaba del otro lado de las mareas, solicitó el puesto de “barman” en un navío de gran lujo. Políglota casi natural, lo aprendió todo porque lo ensayó casi todo: bebidas en inglés, cocteles y cervezas en alemán, o en italiano, o en francés, y mientras repaso la memoria de nuestras charlas recuerdo también sus descripciones de aquel barco, sirviendo licores, limpiando la barra, uniforme impecable, desvelándose siempre.

Conoció el Mediterráneo y anduvo por las playas de Río de Janeiro, y qué paisajes, Ipanema, Copacabana, el Cristo Redentor. Luego, deambuló por las islas griegas, regresó al Caribe por los rumbos de San Juan y se sintió antillano en Aruba o en Martinica, y, aunque nunca conoció Tampico, después de casi nueve años de labor tocó puerto allá en Los Cabos. El gusto que le produce siempre recordar que yo vengo de por allá, y aunque yo nací en el otro extremo de la palabra “México” —se lo he dicho ya mil veces—, José lo celebra igual desde el día en que renunció a los buques en los muelles de Baja California. Porque fue allá donde escuchó hablar del eclipse venidero, un eclipse total, ¡el eclipse del milenio!, sí, dentro de unos meses el Sol brillaría por su ausencia a causa de la Luna. Entonces decidió mudar de vida y esperar aquel milagro en un país que, según lo explica con facciones de niño envejecido, es como Portugal en casi todas sus playas.

Gracias a su experiencia como tabernero al garete, consiguió empleo en un club muy exclusivo. Y comenzó la cuenta regresiva, cuando mayo ya casi era junio y en Los Cabos se recibían turistas de todo el mundo. El día mágico llegó, por fin, el 11 de julio de 1991. Lo repite y lo recuerda siempre con júbilo adolescente, el 11 de julio de 1991, mientras ahora mismo saca su tableta y por enésima vez me muestra las fotografías de aquella fecha inolvidable: él estuvo allí, libre de barcos, atento al horario, era un jueves, once de la mañana, y fue tan mágico —no soy yo, es él quien se redunda en estas palabras—. ¿Cómo describirlo?..., de repente la mañana se hizo noche para retornar casi de inmediato a su identidad de mediodía, y hubo gritos de júbilo, camarógrafos en muchas lenguas, miradas supersticiosas, oscuridades prematuras, ¡el anillo de diamante!, programas de televisión, y aplausos, muchos aplausos en ese crepúsculo momentáneo, quise decir, en la penumbra de una playa otra vez tan luminosa.

Después trabajó en un hotel donde conoció a la mujer de su vida, nativa de las escarchas y ciudadana de las auroras boreales. Para él, aquel eclipse decidió muchas cosas al mismo tiempo: su matrimonio feliz, una hija políglota, tres nietos multiculturales, y, sobre todo, la fecha elegida para desembarcar en la isla de Montreal, otra vez un 11 de julio, aunque ahora de 1993. Y porque los migrantes somos constructores naturales de coincidencias, inventores de casualidades que den sentido a la palabra “exilio”, él piensa jubilarse muy pronto, quizás un 11 de julio…, ¿del 2024?, ¿del 2025?..., ya se verá. Por todo ello, uno tendría que atreverse a concluir así la columna de un miércoles que quiso ser distinto: las artificiosas sincronías de José reflejan el anhelo más perenne de cualquier transterrado, a saber, el sueño de alguna vez dejar de estar de paso en todos los eclipses de nuestros destinos.

La primera vez que lo vi, hace ya muchos años, tenía un aire de siempre andar de viaje. Con su rostro de último minuto, como de pasajero a punto de perder su vuelo en algún aeropuerto imaginario, entraba y salía de mis cafés sobre la avenida Mont-Royal —que en las tardes de abril ha recuperado ya su parecido con el bulevar López Mateos—. Y al día siguiente, lo mismo: perfecto de impaciencias y profesional de sus ansiedades, con un maletín rodante y ese gorro de lana, lo veía acontecer en cualquiera de aquellas mesas. Era eso, estoy seguro, su apariencia de peregrino a toda hora, lo que lo hacía el más honesto, y acaso también el más ameno, de todos los migrantes del Polo Norte…

Como buen transterrado, en José domina una mirada de confusión. Basta observarlo un par de minutos para reconocer en su rostro algo de perplejidad, pues sus ojos de recién llegado poseen el aturdimiento de quien anda buscándose, sospechándose, conjeturándose entre los callejones de una lengua extranjera. A pesar de todo, el asunto tiene un lado luminoso, pues el expatriado vive también en un estado de constante asombro, diríase que agazapado en la inminencia de las fascinaciones… Pero mejor regresar a la historia de José: nacido en Funchal en 1960, muy en medio del océano, Portugal es un mundo al que ya no quiere volver. Y para qué. El único hermano se le fue muriendo de a poquitos en aquella isla —así lo dice, con granitos de sal en la nostalgia—, muy a cuentagotas, aunque se hablaban casi todos los días, eso sí. Según entiendo, la despedida duró una década de agonías y de telefonazos, o más o menos, y, cuando se le acabó la parentela, decidió que nunca más saldría de la isla de Montreal. Otra vez, y para qué.

Portugués tenía que ser, hijo legítimo de los horizontes y de las aventuras, y su español tan quebrado se parece mucho a los murmullos de la calle Colón cuando hace norte. Como en un diccionario de murmullos, su acento es un repertorio de susurros, pues, qué duda cabe, el suyo también es un idioma que replica los bisbiseos del océano. Quizás sea esa cercanía congénita con las olas lo que me proyecta mejor en sus pronunciaciones, porque José también fue niño de costa, allá, en la isla de Madeira, donde creció ante el espectáculo cotidiano de los turistas y de los paquebotes. Muy joven —muy “nuevo”, según lo dice en la lengua de Saramago— cultivó el oficio de cantinero, y cuando supo que la felicidad estaba del otro lado de las mareas, solicitó el puesto de “barman” en un navío de gran lujo. Políglota casi natural, lo aprendió todo porque lo ensayó casi todo: bebidas en inglés, cocteles y cervezas en alemán, o en italiano, o en francés, y mientras repaso la memoria de nuestras charlas recuerdo también sus descripciones de aquel barco, sirviendo licores, limpiando la barra, uniforme impecable, desvelándose siempre.

Conoció el Mediterráneo y anduvo por las playas de Río de Janeiro, y qué paisajes, Ipanema, Copacabana, el Cristo Redentor. Luego, deambuló por las islas griegas, regresó al Caribe por los rumbos de San Juan y se sintió antillano en Aruba o en Martinica, y, aunque nunca conoció Tampico, después de casi nueve años de labor tocó puerto allá en Los Cabos. El gusto que le produce siempre recordar que yo vengo de por allá, y aunque yo nací en el otro extremo de la palabra “México” —se lo he dicho ya mil veces—, José lo celebra igual desde el día en que renunció a los buques en los muelles de Baja California. Porque fue allá donde escuchó hablar del eclipse venidero, un eclipse total, ¡el eclipse del milenio!, sí, dentro de unos meses el Sol brillaría por su ausencia a causa de la Luna. Entonces decidió mudar de vida y esperar aquel milagro en un país que, según lo explica con facciones de niño envejecido, es como Portugal en casi todas sus playas.

Gracias a su experiencia como tabernero al garete, consiguió empleo en un club muy exclusivo. Y comenzó la cuenta regresiva, cuando mayo ya casi era junio y en Los Cabos se recibían turistas de todo el mundo. El día mágico llegó, por fin, el 11 de julio de 1991. Lo repite y lo recuerda siempre con júbilo adolescente, el 11 de julio de 1991, mientras ahora mismo saca su tableta y por enésima vez me muestra las fotografías de aquella fecha inolvidable: él estuvo allí, libre de barcos, atento al horario, era un jueves, once de la mañana, y fue tan mágico —no soy yo, es él quien se redunda en estas palabras—. ¿Cómo describirlo?..., de repente la mañana se hizo noche para retornar casi de inmediato a su identidad de mediodía, y hubo gritos de júbilo, camarógrafos en muchas lenguas, miradas supersticiosas, oscuridades prematuras, ¡el anillo de diamante!, programas de televisión, y aplausos, muchos aplausos en ese crepúsculo momentáneo, quise decir, en la penumbra de una playa otra vez tan luminosa.

Después trabajó en un hotel donde conoció a la mujer de su vida, nativa de las escarchas y ciudadana de las auroras boreales. Para él, aquel eclipse decidió muchas cosas al mismo tiempo: su matrimonio feliz, una hija políglota, tres nietos multiculturales, y, sobre todo, la fecha elegida para desembarcar en la isla de Montreal, otra vez un 11 de julio, aunque ahora de 1993. Y porque los migrantes somos constructores naturales de coincidencias, inventores de casualidades que den sentido a la palabra “exilio”, él piensa jubilarse muy pronto, quizás un 11 de julio…, ¿del 2024?, ¿del 2025?..., ya se verá. Por todo ello, uno tendría que atreverse a concluir así la columna de un miércoles que quiso ser distinto: las artificiosas sincronías de José reflejan el anhelo más perenne de cualquier transterrado, a saber, el sueño de alguna vez dejar de estar de paso en todos los eclipses de nuestros destinos.