/ miércoles 29 de junio de 2022

Autorretratos de hielo | El padre Mora, muchachos…

Hace más de una semana que mataron a los jesuitas en Cerocahui, y desde entonces he buscado estar en otra tarde, acaso en otras confusiones... Mientras no dejo de recordar a Primo Levi —“escribo aquello que no sabría decirle a nadie”—, a diario he querido regresar a mi café en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo, sobre la calle Saint-Laurent, pues quizás entre mis distancias de tampiqueño transterrado resultaría más fácil explicar que hay nombres que nos eligen para ser recordados, o siquiera para ser deletreados de otro modo. Los conocí a ambos, por supuesto: al padre Joaquín Mora como estudiante del Instituto Cultural Tampico, y al padre Javier Campos durante mi año en Guachochi, en el corazón de la sierra Tarahumara, allá en Chihuahua.

Recién terminado el bachillerato, pasé por Creel y Norogachi, luego por Chinatú y Sisoguichi, y en Rocheachi me detuve mil veces sorprendido del paisaje humano. Ser tarahumara es otra forma de ser mexicano, una posibilidad más de estar en mi propio pasaporte, pensaba, y desde entonces campeaba la marginación y el despojo en esa región, y con el padre Campos —el “Gallo”, le decían— conviví una semana en su parroquia de Batopilas. El centro de gravedad de su rostro era esa nariz aguileña que he reconocido en las portadas de los diarios nacionales e internacionales, y era un hombre alto y delgadísimo que miraba las cosas con parsimonia. En su camioneta todoterreno bajamos por una geografía parecida a las películas de aventuras, la barranca del Cobre, increíble, horas de horas entre curvas inexplicables y charlas profundas, y al llegar al pueblo, del otro lado de la fragilidad del puente sobre un río casi seco, el clima cambió muchísimo y otra vez sentí calor en la piel, sudor en las axilas, como en el Golfo de México, y me sorprendía escucharlo en rarámuri, conversando en las callecitas del pueblo con un niño de madre complicada, y era trascendental su bilingüismo aplicado a las tareas escolares que hacía con Pedrito, y al despedirnos me dijo que la vida era más sabia que nosotros, y que no me preocupara por nada. Y nunca, nunca como hasta hoy, había vuelto a recordar aquella nariz de Batopilas de tanta bondad de Pedrito al amparo del padre Javier Campos.

Por su parte, el padre Mora marcó nuestro arribo a la adolescencia en la escuela secundaria, sobre la avenida Universidad. En la tristeza de su asesinato he tratado de organizar la nostalgia, darle orden a la evocación, pero la memoria no acepta ecuaciones, el tiempo es lo que es, se recuerda lo que se recuerda, y el primer mes de clases salimos de excursión por un costado de la Laguna del Chairel, caminamos un campo de matorrales y cadillos, las nuevas compañeras eran lindísimas, Nora y Lorena con mezclillas felices, y así hasta llegar a Tancol donde descubrimos una granja piscícola y había una nutria amarrada a un árbol y casi morimos de sed cuando de milagro apareció un paletero… Vivía con mucha seriedad detrás de su sosiego perfecto, siempre al acecho de algo, y claro que lo sabía, él lo sabía, que dejábamos atrás una niñez sin vuelta de hoja, y fue allí donde germinó mi amistad eterna con René y Andrés, también con Miguel, porque sin saberlo iniciábamos un tiempo de sueños indecisos, tan volubles como nuestros cuerpos y tan cambiantes como nuestras voces.

Joaquín César Mora Salazar era su nombre completo y hablaba punteando sus frases con el “muchachos, muchachos”… Sus clases terminaban siempre con la lectura de aquel libro, “Mi pie izquierdo”, la vida de Christy Brown, pintor y poeta irlandés casi paralítico; de hecho, con ovaciones imaginarias y murmullos de gritos escondidos, nos gustaba celebrar el momento en que sacaba el libro y retomaba la historia. Y lo mágico, lo de verdad maravilloso, era su lectura cambiando el tono con la llegada de nuevos personajes; por cierto, el año en que aquel libro fue adaptado a la pantalla grande —con Daniel Day-Lewis, si la memoria no se me despeña— eché en falta la voz del padre Mora en los altoparlantes del cine Atenea.

Además trabajaba en la colonia Pescadores, porque su vida nunca se detuvo en las aulas. No era un hombre dividido de mundos sino un alma en la que todos los mundos eran posibles, y yo siempre me sentí tranquilo creyendo que cualquier hijo venidero del parque Méndez podría refugiarse en el padre Mora, tal y como yo lo hice en aquellos años. Ah, sí, y los sábados de deportes llegaba vestido para la ocasión porque los jesuitas tenían su equipo de baloncesto, jugaban contra los grandes de la preparatoria, y cualquiera de nosotros lo recordará corriendo mientras los otros sacerdotes le pedían la pelota, ¡Morín!, ¡Morín! —le gritaba el padre Quezada—, y en las gradas aplaudíamos, muchachos, todos nosotros, muchachos, porque nos sentíamos protegidos en una adolescencia hecha de sol y de transparencia, y también de carcajadas.

Dos años fue nuestro profesor, y junto a él vivimos nuestro primer “encuentro espiritual” en la casa de los jesuitas, a espaldas del instituto, rumbo a Lomas de Rosales. Toda una tarde soñando que Dios podía soñar junto a nosotros —así es como lo presentíamos—, entendiendo la libertad de estar o no en nuestras decisiones, de ser hijos de nuestras huellas apelando a la ciencia de los caminos heredados, muchachos, y al final de aquel viernes de misticismos sin misticismos, ya muy noche, regresamos corriendo por un sendero de baldosas, saltando a oscuras sobre un estanque donde Jorge cayó al agua, y al día siguiente no regresó porque se había resfriado... Fuimos el único grupo, en el 1º. “A”, después en el 2º. “A”, que vivió todo esto muy de cerca cuando lo mejor es concluir este miércoles diciendo que el padre Mora, muchachos, y también el padre Campos, ya no tuvieron tiempo para nada más, allá en Cerocahui, tan ocupados como siempre vivieron sembrando recuerdos en muchos de nosotros.

Hace más de una semana que mataron a los jesuitas en Cerocahui, y desde entonces he buscado estar en otra tarde, acaso en otras confusiones... Mientras no dejo de recordar a Primo Levi —“escribo aquello que no sabría decirle a nadie”—, a diario he querido regresar a mi café en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo, sobre la calle Saint-Laurent, pues quizás entre mis distancias de tampiqueño transterrado resultaría más fácil explicar que hay nombres que nos eligen para ser recordados, o siquiera para ser deletreados de otro modo. Los conocí a ambos, por supuesto: al padre Joaquín Mora como estudiante del Instituto Cultural Tampico, y al padre Javier Campos durante mi año en Guachochi, en el corazón de la sierra Tarahumara, allá en Chihuahua.

Recién terminado el bachillerato, pasé por Creel y Norogachi, luego por Chinatú y Sisoguichi, y en Rocheachi me detuve mil veces sorprendido del paisaje humano. Ser tarahumara es otra forma de ser mexicano, una posibilidad más de estar en mi propio pasaporte, pensaba, y desde entonces campeaba la marginación y el despojo en esa región, y con el padre Campos —el “Gallo”, le decían— conviví una semana en su parroquia de Batopilas. El centro de gravedad de su rostro era esa nariz aguileña que he reconocido en las portadas de los diarios nacionales e internacionales, y era un hombre alto y delgadísimo que miraba las cosas con parsimonia. En su camioneta todoterreno bajamos por una geografía parecida a las películas de aventuras, la barranca del Cobre, increíble, horas de horas entre curvas inexplicables y charlas profundas, y al llegar al pueblo, del otro lado de la fragilidad del puente sobre un río casi seco, el clima cambió muchísimo y otra vez sentí calor en la piel, sudor en las axilas, como en el Golfo de México, y me sorprendía escucharlo en rarámuri, conversando en las callecitas del pueblo con un niño de madre complicada, y era trascendental su bilingüismo aplicado a las tareas escolares que hacía con Pedrito, y al despedirnos me dijo que la vida era más sabia que nosotros, y que no me preocupara por nada. Y nunca, nunca como hasta hoy, había vuelto a recordar aquella nariz de Batopilas de tanta bondad de Pedrito al amparo del padre Javier Campos.

Por su parte, el padre Mora marcó nuestro arribo a la adolescencia en la escuela secundaria, sobre la avenida Universidad. En la tristeza de su asesinato he tratado de organizar la nostalgia, darle orden a la evocación, pero la memoria no acepta ecuaciones, el tiempo es lo que es, se recuerda lo que se recuerda, y el primer mes de clases salimos de excursión por un costado de la Laguna del Chairel, caminamos un campo de matorrales y cadillos, las nuevas compañeras eran lindísimas, Nora y Lorena con mezclillas felices, y así hasta llegar a Tancol donde descubrimos una granja piscícola y había una nutria amarrada a un árbol y casi morimos de sed cuando de milagro apareció un paletero… Vivía con mucha seriedad detrás de su sosiego perfecto, siempre al acecho de algo, y claro que lo sabía, él lo sabía, que dejábamos atrás una niñez sin vuelta de hoja, y fue allí donde germinó mi amistad eterna con René y Andrés, también con Miguel, porque sin saberlo iniciábamos un tiempo de sueños indecisos, tan volubles como nuestros cuerpos y tan cambiantes como nuestras voces.

Joaquín César Mora Salazar era su nombre completo y hablaba punteando sus frases con el “muchachos, muchachos”… Sus clases terminaban siempre con la lectura de aquel libro, “Mi pie izquierdo”, la vida de Christy Brown, pintor y poeta irlandés casi paralítico; de hecho, con ovaciones imaginarias y murmullos de gritos escondidos, nos gustaba celebrar el momento en que sacaba el libro y retomaba la historia. Y lo mágico, lo de verdad maravilloso, era su lectura cambiando el tono con la llegada de nuevos personajes; por cierto, el año en que aquel libro fue adaptado a la pantalla grande —con Daniel Day-Lewis, si la memoria no se me despeña— eché en falta la voz del padre Mora en los altoparlantes del cine Atenea.

Además trabajaba en la colonia Pescadores, porque su vida nunca se detuvo en las aulas. No era un hombre dividido de mundos sino un alma en la que todos los mundos eran posibles, y yo siempre me sentí tranquilo creyendo que cualquier hijo venidero del parque Méndez podría refugiarse en el padre Mora, tal y como yo lo hice en aquellos años. Ah, sí, y los sábados de deportes llegaba vestido para la ocasión porque los jesuitas tenían su equipo de baloncesto, jugaban contra los grandes de la preparatoria, y cualquiera de nosotros lo recordará corriendo mientras los otros sacerdotes le pedían la pelota, ¡Morín!, ¡Morín! —le gritaba el padre Quezada—, y en las gradas aplaudíamos, muchachos, todos nosotros, muchachos, porque nos sentíamos protegidos en una adolescencia hecha de sol y de transparencia, y también de carcajadas.

Dos años fue nuestro profesor, y junto a él vivimos nuestro primer “encuentro espiritual” en la casa de los jesuitas, a espaldas del instituto, rumbo a Lomas de Rosales. Toda una tarde soñando que Dios podía soñar junto a nosotros —así es como lo presentíamos—, entendiendo la libertad de estar o no en nuestras decisiones, de ser hijos de nuestras huellas apelando a la ciencia de los caminos heredados, muchachos, y al final de aquel viernes de misticismos sin misticismos, ya muy noche, regresamos corriendo por un sendero de baldosas, saltando a oscuras sobre un estanque donde Jorge cayó al agua, y al día siguiente no regresó porque se había resfriado... Fuimos el único grupo, en el 1º. “A”, después en el 2º. “A”, que vivió todo esto muy de cerca cuando lo mejor es concluir este miércoles diciendo que el padre Mora, muchachos, y también el padre Campos, ya no tuvieron tiempo para nada más, allá en Cerocahui, tan ocupados como siempre vivieron sembrando recuerdos en muchos de nosotros.